Si,
realmente creo que el planeta se está calentando. Hace un montón de años que en
los inviernos dejaron de colgar aquellos carámbanos de las tejas de nuestros
tejados, que brillaban como auténticos diamantes con la luz incipiente de las mañanas. Chumpos,
les llamábamos nosotros, porque chumpos se llamaban una especie de
caramelos estrechos, con una cuarta de largos,
que envueltos en papel de celofán
las rosquilleras nos vendían a
los críos en las romerías de todos los
pueblos, y ambas estructuras eran parecidas.
Salíamos
al corral tiritando de frío, porque la zurrapia aquella que con achicoria y
malta solían teñir nuestras madres la leche
para darle un tono parecido al café,
no era suficiente para contrarrestar
la bajísima temperatura de las
heladas nocturnas. Pero había que madrugar
a ordeñar, porque la hora de llevar la leche al puesto de recogida, era
sagrada. No había vecino en el pueblo que no ordeñara, ni nadie que no
hubiera aprendido a hacerlo entre los ocho o diez años.
Las
albarcas en los pies, y en las manos el caldero de cinc, íbamos para la
cuadra al abrigo de una vieja chaquetona
encasquetada en lo alto de la cabeza para evitar que la brisa helada nos incrustara como con saña
en las orejas unos sabañones que, de
llegar, no se irían hasta bien entrada la primavera. Los que parecían inmunes
al frío eran los dos o tres gatos de la
casa, que nos seguían animosos con el rabo en alto, y que restregándose sobre nuestras piernas, intentaban desperezar
nuestros cuerpos del excesivo encogimiento con que caminábamos.
Soltábamos
la tarabilla del cuarterón, metíamos la mano para correr el cerrojo, y
abríamos. Los gatos entraban rápidos como centellas mientras una bocanada de
aire caliente y condensado, fruto de la transpiración perezosa de las vacas, nos envolvía como el
calor de una madre; nos
abandonábamos en su tibio regazo, y apresurados cerrábamos la puerta de la cuadra.
Con
la punta de la albarca dábamos ligeras patadas en los cuartos traseros de cada
animal para que se enteraran de que la hora de levantarse había llegado, y
siempre obedientes a la señal, lo hacían con una calma increíble. Con el
badillo retirábamos las moñigas, y
deprisa nos retirábamos también nosotros cuando veíamos esparrancarse una vaca, porque la suelta del grifo de su
vejiga era inminente, y la cascada que se estrellaba sobre el cemento, saltaba
a tres metro de distancia. Después le pasábamos el cepillo de brezo por el
lomo, y con un puñau de jelechu secu
limpiábamos la ubre.
Nos
sentábamos en el taju de tres patas, sujetábamos el calderu entre las
rodillas, y descansando la frente en la
piel caliente de la vaca, masajeábamos
suavemente los largos pezones, hasta conseguir que la vaca apoyara la leche. Izquierda, derecha,
izquierda… con un ritmo creciente los cillíos arrancaban una música repetitiva
y monótona al estrellarse contra el cinc que los recogía, y los gatos se
revolvían impacientes esperando que les depositáramos su ración de leche en la lata de sardinas
vacía que había en el rincón de siempre
La
vaca que comía sin prisa de la hierba
seca del pesebre, volvía de vez en
cuando la cabeza como para preguntarte con aquella mirada triste el tiempo que aún tardarías en
terminar, y siempre conforme con tu decisión, hundía la larga lengua en sus
fosas nasales, antes de reanudar la pausada comida. La ubre flácida y los
chorros agotados nos decían que era el momento de cambiar de animal, y el
bancucu de lugar.
Cinco centímetros de espuma blanca sostenían
una docena de hierbas caídas del zarzu del pajar, y cuando te levantabas para
colar la leche ordeñada en la olla de hierro de doce litros de capacidad, un
certero rabazo de la vaca te dejaba marcada en cara la señal de todas sus
cerdas con la tinta pastosa de un fresco estiércol con auténtico olor a pura
naturaleza…
Jesús González ©
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