domingo, 18 de mayo de 2014

SE ORDEÑABA…





            Si, realmente creo que el planeta se está calentando. Hace un montón de años que en los inviernos dejaron de colgar aquellos carámbanos de las tejas de nuestros tejados, que brillaban como auténticos diamantes con la luz incipiente de las mañanas.  Chumpos,  les llamábamos nosotros, porque chumpos se llamaban una especie de caramelos estrechos, con una cuarta de largos,  que envueltos en papel de celofán  las rosquilleras nos  vendían a los críos  en las romerías de todos los pueblos, y ambas estructuras eran parecidas.

            Salíamos al corral tiritando de frío, porque la zurrapia aquella que con achicoria y malta solían teñir nuestras madres la leche  para darle un tono parecido al café,  no era suficiente para contrarrestar  la bajísima temperatura  de las heladas nocturnas.  Pero había que  madrugar  a ordeñar, porque la hora de llevar la leche al puesto de recogida, era sagrada. No había vecino en el pueblo que no ordeñara, ni nadie que no hubiera  aprendido a  hacerlo entre los ocho o diez años.

            Las albarcas en los pies, y en las manos el caldero de cinc, íbamos para la cuadra  al abrigo de una vieja chaquetona encasquetada en lo alto de la cabeza para evitar que  la brisa helada nos incrustara como con saña en las orejas  unos sabañones que, de llegar, no se irían hasta bien entrada la primavera. Los que parecían inmunes al frío eran los dos o tres gatos de  la casa, que nos seguían animosos con el rabo en alto, y  que restregándose sobre  nuestras piernas, intentaban desperezar nuestros cuerpos del excesivo encogimiento con que caminábamos.

            Soltábamos la tarabilla del cuarterón, metíamos la mano para correr el cerrojo, y abríamos. Los gatos entraban rápidos como centellas mientras una bocanada de aire caliente y condensado, fruto de la transpiración  perezosa de las vacas, nos envolvía como el calor de una madre;  nos abandonábamos  en su tibio  regazo, y apresurados cerrábamos  la puerta de la cuadra.

            Con la punta de la albarca dábamos ligeras patadas en los cuartos traseros de cada animal para que se enteraran de que la hora de levantarse había llegado, y siempre obedientes a la señal, lo hacían con una calma increíble. Con el badillo  retirábamos las moñigas, y deprisa nos retirábamos también nosotros cuando veíamos esparrancarse  una vaca, porque la suelta del grifo de su vejiga era inminente, y la cascada que se estrellaba sobre el cemento, saltaba a tres metro de distancia. Después le pasábamos el cepillo de brezo por el lomo, y con un puñau de jelechu secu  limpiábamos la ubre.

            Nos sentábamos en el taju de tres patas, sujetábamos el calderu entre las rodillas,  y descansando la frente en la piel caliente de la vaca,  masajeábamos suavemente  los largos pezones,  hasta conseguir que la  vaca apoyara la leche. Izquierda, derecha, izquierda… con un ritmo creciente los cillíos arrancaban una música repetitiva y monótona al estrellarse contra el cinc que los recogía, y los gatos se revolvían impacientes esperando que les depositáramos  su ración de leche en la lata de sardinas vacía que había en el rincón de siempre

            La vaca  que comía sin prisa de la hierba seca del pesebre,  volvía de vez en cuando la cabeza como para preguntarte con aquella mirada  triste el tiempo que aún tardarías en terminar, y siempre conforme con tu decisión, hundía la larga lengua en sus fosas nasales, antes de reanudar la pausada comida. La ubre flácida y los chorros agotados nos decían que era el momento de cambiar de animal, y el bancucu de lugar.

             Cinco centímetros de espuma blanca sostenían una docena de hierbas caídas del zarzu del pajar, y cuando te levantabas para colar la leche ordeñada en la olla de hierro de doce litros de capacidad, un certero rabazo de la vaca te dejaba marcada en cara la señal de todas sus cerdas con la tinta pastosa de un  fresco  estiércol con auténtico olor a  pura  naturaleza…

                     Jesús González ©

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