sábado, 10 de mayo de 2014

LAS CHIMENEAS DE MI PUEBLO




            Las antiguas. Las de entonces. Las que tú no conociste, cuyo recuerdo a mi me transporta a una forma de vida que fue poco menos que miserable, pero tan llena de unión familiar y calor hogareño, que quedó marcada como a fuego en un lugar preferente de mi memoria.

            Entonces  nadie conocía a Papá Noel, ni nadie había escuchado hablar de Santa Claus  ni San Nicolás, ni del Viejo, que al fin y al cabo todos ellos no eran más que uno sólo al que parecía no haberle encontrado un nombre  definitivo y concreto, por lo que nadie soñaba con que dicho personaje se colara por las anchas chimeneas de mi pueblo.

             A los críos de mi edad nos traían los juguetes los Reyes Magos, que eran tres y venían montados en camellos auténticos que ponían las pezuñas en el suelo para caminar como Dios manda, y no en  una carroza tirada por un par de renos que en lugar de andar volaban como los pájaros. Además, a nosotros nos dejaban los juguetes en la zapatilla que poníamos en el balcón o en la ventana del dormitorio, que para eso la habíamos cepillado la víspera con la mayor de las ilusiones, y con el cepillo fuerte de cepillar las vacas de la cuadra, para que le arrancara hasta la última brizna de tierra o barro que tuvieran pegada. 

            Por las chimeneas de mi pueblo, no entraba nadie. Estaban hechas únicamente para que saliera el humo de la lumbre  que se hacía sobre la media docena de ladrillos reflectáreos que había en el centro del fogón.  Sólo mi güela Lorenza temía las noches de tormenta que se colara por ella algún rayo de aquellos cuya luz entraba en la cocina hasta con las contraventanas  de madera cerradas, y para evitarlo echaba mano al rosario, y repetía con la mayor de las convicciones: “Santa Bárbara bendita, que en el  cielo estás inscrita, con papel y agua bendita, en el coro de Jesús; Padre nuestro, amén Jesús”. Y te juro que lo evitaba; al menos yo nunca vi entrar por allí un rayo.

            Lo que si vi alguna vez fue caer terrones de “sarru” gordos como puños. Era el aviso de que urgía limpiar la chimenea, si no queríamos que el dia menos pensado se prendiera fuego. Verás: Para empezar, es que en el llar, se colocaba un “trabeseru” de madera sobre el que se apoyaban unos escajos bien  secos; sobre los escajos, unas gárabas delgaúcas, y sobre ellas otras un pocu más gordas. Se encendían los escajos con cerillas, porque un mechero de gasolina era un lujo que no tenía todo el mundo, y cuando  la lumbre chandorreaba,  se añadían unas buenas astillas de roble o de castaño que era de donde salían las brasas que más calor daban.

            A la lumbre se arrumaba el pucheru generalmente de hierro esmaltado de color rojo inglés o azul, con las alubias que se habían puesto a remojar la noche anterior; y quien tenía en casa un cachu pelleju de chón,  se le añadía a la cocción, para que el plato resultara más sabroso. Aparte, y sobre la trébede de hierro de tres patas se ponía el cazucu de leche a calentar para desayunar con un cachu de borona amarilla como el oro, que el progreso y la modernidad  hicieron olvidar aquél morder y sorber de las primeras horas del día.

            Arriba, encima de la lumbre, y donde la campana de recoger humos se estrechaba para convertirse en chimenea, había atravesada una barra de hierro de la cual pendía el rejero.  (El diccionario dice que rejero es el hombre que fabrica rejas. Pero en mi pueblo al que fabrica rejas le llamábamos “el hombre de la fragua”, y rejero le decíamos a una cadena de hierro que pendía de la barra).  En esa cadena se colgaba la caldera con agua para que se calentara mientras se cocía la comida, y después lavar en ella la vasa y los cacharros de cocinar, que tampoco eran muchos.

            Yo creo que la gente de mi pueblo fueron los inventores del trabajo en cadena como se hace hoy en las grandes industrias, pues para no perder comba, después de dejar la sustancia de los platos sucios dentro del agua de la caldera que pendía del rejero, a esa agua sustanciosa se le añadían las peladuras de las patatas, las hojas más viejas de las berzas medio comidas por los caracoles de la huerta, los gamones recogidos en el alto del Alberán, y si no era suficiente, unos buenos puñados de ortigas, para una vez  bien cocido todo junto, darlo de comida a los chones del cubil.

            En esa pared de la chimenea, y cerca de la lumbre había un clavo del que siempre estaba colgado el candil de petróleo o el de carburo, para que el ama de casa viera bien lo que se guisaba. Lo solía revolver con una cuchara de madera, la misma con que probaba si le faltaba sal, y la misma con que volvía a revolver  sin necesidad de lavarla porque estaba limpia de la “su boca”.

            Con tanta lumbre, tanta gáraba, tanta astilla, y los excrementos de cientos de moscas en los veranos,  el frente de la cocina estaba negro como una noche sin luna, y la chimenea, almacenando sarru sobre sarru, lo que obligaba a que un par de veces al año hubiera de coger el cordel más largo que hubiera en la cuadra, atarle al medio un buen brazáu de carrascos, y un hombre en el tejáu y otro en el fogón, sube y baja, tira y afloja,  rascaran aquellas chimeneas, que luego mirabas desde abajo a través de ellas, y faltaba poco para poder ver al mismísimo Dios de los cielos. Otra cosa era el trabajo del ama de casa, para limpiar luego aquella cocina.  Pero que le iban a hacer. El que algo quiere, algo le cuesta ¿no crees?

                   Jesús González ©

2 comentarios:

Anónimo dijo...

CHENCHI ME GUSTÓ UN CARRETILLAU

Anónimo dijo...

ESTUPENDO.