jueves, 22 de mayo de 2014

LA FRESQUERA





A Raquel Marcos,  de Luey,

en agradecimiento a que  siempre

esté dispuesta a leer cuanto escribo.





            También el progreso se las llevó por delante. Los listos aprendieron a fabricar frío dentro de las  casas, y nos llenaron las cocinas  de neveras, frigoríficos, combinados, y arcones hiper congeladores, que nos enfrían muy  bien todo lo que metamos dentro, pero nos echaron al corral todo el romanticismo de una o dos fresqueras colgando generalmente  de las paredes de las cocinas.  Se solían adosar lejos de la lumbre,  por aquello de  huir del calor; y si era posible, cerca de una ventana para abrir los cristales y que le llegara fácilmente el fresco de la calle. Sólo había que tener un cuidado:  que al abrir el cristal no entrara además del tuyo el gato del vecino, porque entonces eran tan listos estos animales, que hasta sabían quitar las tapas de los pucheros y meter la uña para agarrar el tocino que cocía con las berzas.



            En mi casa había dos fresqueras, y las dos estaban diseñadas para ser colgadas  en dos esquinas. Es decir, eran triangulares. Una fresquera era más fresca que la otra, y te digo el porqué: La menos fresca, tenía la puerta de madera, y la otra de tela metálica de un enrejado tan  fino, que ni el más diminuto de los mosquitos tenía paso a través de él.

           

            Allí se guardaba todo lo que debía mantenerse en sitio fresco. ¿Por qué pensabas tú que se llamaban fresqueras?  ¡Pues por eso mismo, hombre!



            Se guardaba en ellas la leche hervida de la que como postre se tomaba siempre  un tazón grande tras  la comida y tras la cena. Se guardaban las natas que se recogían todas las mañanas del perol de leche hervida la noche anterior, y que se solían “mazar” cada quince días para hacer unas mantequillas frescas y más  brillantes que el mejor de los marfiles pulido, y que untada en pan y espolvoreada de azúcar era la más deliciosa de las meriendas que te puedas imaginar…  En otra de las repisas se guardaba en una jarruca de barro el aceite sobrante de haber frito cualquier cosa la semana anterior, porque a lo mejor hasta dentro de quince  o veinte días  no se volvía a freír nada, porque los fritos eran un lujo demasiado caro para algunos bolsillos… Si se mataba un pollo del gallinero porque llegaba una fiesta especial o porque había que hacer caldo para la güela, porque ya no tenía dientes para comer cosa sólida, o porque ya estaba más muerta que viva y solo tragaba lo que se le metía en la boca a base de cucharadas y de mucha paciencia, allí se guardaban hasta las patas que se habían limpiado a fuerza de meterlas en agua hirviendo para que despegaran las uñas y las escamas amarillas… Se guardaba la molilla y hasta las tripas dadas vuelta y lavadas  con sal vinagre para más tarde echarlo con la sangre frita como menudos a la sopa que se hiciera de arroz, comprado de estraperlo… 


            Muy de tarde en tarde se guardaba la carne que tuviste que comprar en casa de cualquier vecino porque se le había caído una vaca a una torca, se le había roto una pata y la tuvieron que matar y despachar entre la gente del pueblo que solidariamente compraban por aquello de “hoy por ti, y mañana por mí”… Ahí tenías tú  después al ama de casa metiendo todas las mañanas las narices en el plato de la carne, para si empezaba a oler un poco más fuerte de lo normal añadirle otro poco de sal, con la esperanza de que llegara al domingo sin pudrirse, porque venían ese día  unos primos a comer…



            Oye, ¡y qué pegajosos los moscones negros y gordos, siempre runfando frente a la tela metálica, y esperando que te descuidaras un poco al abrir la puerta para colarse dentro! Porque en aquellos tiempos, creo  que no había insecticidas, y si los había, en mi pueblo no los conocía ni el señor maestro ni el señor cura, que eran los más listos.



             Lo que sí había eran como unos cartuchos de escopeta, que se abrían, tirabas de un hilo y salía una cinta en espiral  color caramelo, que se colgaba del techo, y mosca que se posaba en ella, mosca que no volvía a ser persona, porque se quedaba pegada” per secular seculorum… “ Pero eran las moscas caseras, vamos las que nos llegaban a todas horas procedentes de las pilas de abono que había por todas las callejas; pero los moscones esos que te digo que eran negros y gordos como marranos bien cebados, no caía ni uno. O se olían la trampa, o los cabrones de ellos tenían más fuerza que el pegamento, y se largaban con viento fresco.



            Mi primer recuerdo de las fresqueras de mi casa, fue una vez que estando sólo, mientras mi madre trajinaba en la huerta que teníamos en frente, puse una silla, sobre la silla un bancucu de madera, y me subí a fisgar lo que había dentro. Lo primero que descubrí fue una tortilla de patatas, que me llamó la atención porque en lugar de ser redonda, era bastante dura y rectangular. (Claro que entonces yo no sabía lo de rectangular, y seguramente decía “cuadrada, pero larga y estrecha”). Pues verás, pocos días más tarde, que fue Nochebuena, sacó mi madre la tortilla después de cenar, y resultó ser turrón del duro, cosa que yo no había visto en mi vida. 


            Otro día descubrí dentro de la fresquera un engaño:  Alguna vez que estuve  malo, (seguramente de la tripa, porque de críos comíamos tanta basura que no sé como estoy aquí para contarlo), mi madre me daba un terrón de azúcar, que yo, goloso como siempre fui, le metía en la boca y le iba chupando lentamente para que me durara cuanto más tiempo.  Pues un día de los que me subí a la silla y abrí la fresquera, encontré dentro una caja de cartón con los terrones de azúcar.  Pero para entonces, que tendría yo cinco o seis años,  ya había aprendido a leer, porque mi padre se ocupó de enseñarme por las noches antes de empezar a ir a la escuela, y leí en el cartón que era un purgante para niños.



            En mi próxima indigestión, me negué en redondo a chupar el terrón de azúcar. Nada más pensar que era un purgante, a mi paladar llegó el sabor  del aceite de ricino, que para que lo tragara alguna vez me tuvo que embarbar mi padre mientras mi madre me metía la cuchara hasta la campanilla. A partir de entonces filosofé sobre lo fácil que es embaucar a los ignorantes, e intenté aprender a pensar por mí mismo…  ¡Un Urra, por las desaparecidas fresqueras, de tan añorados recuerdos…!

                  Jesús González ©


1 comentario:

Anónimo dijo...

Y qué bien piensas papi !!