A
Raquel Marcos, de Luey,
en
agradecimiento a que siempre
esté
dispuesta a leer cuanto escribo.
También
el progreso se las llevó por delante. Los listos aprendieron a fabricar frío
dentro de las casas, y nos llenaron las
cocinas de neveras, frigoríficos,
combinados, y arcones hiper congeladores, que nos enfrían muy bien todo lo que metamos dentro, pero nos
echaron al corral todo el romanticismo de una o dos fresqueras colgando
generalmente de las paredes de las
cocinas. Se solían adosar lejos de la
lumbre, por aquello de huir del calor; y si era posible, cerca de
una ventana para abrir los cristales y que le llegara fácilmente el fresco de
la calle. Sólo había que tener un cuidado:
que al abrir el cristal no entrara además del tuyo el gato del vecino,
porque entonces eran tan listos estos animales, que hasta sabían quitar las
tapas de los pucheros y meter la uña para agarrar el tocino que cocía con las
berzas.
En
mi casa había dos fresqueras, y las dos estaban diseñadas para ser colgadas en dos esquinas. Es decir, eran triangulares.
Una fresquera era más fresca que la otra, y te digo el porqué: La menos fresca,
tenía la puerta de madera, y la otra de tela metálica de un enrejado tan fino, que ni el más diminuto de los mosquitos
tenía paso a través de él.
Allí
se guardaba todo lo que debía mantenerse en sitio fresco. ¿Por qué pensabas tú
que se llamaban fresqueras? ¡Pues por eso
mismo, hombre!
Se
guardaba en ellas la leche hervida de la que como postre se tomaba siempre un tazón grande tras la comida y tras la cena. Se guardaban las
natas que se recogían todas las mañanas del perol de leche hervida la noche
anterior, y que se solían “mazar” cada quince días para hacer unas mantequillas
frescas y más brillantes que el mejor de
los marfiles pulido, y que untada en pan y espolvoreada de azúcar era la más
deliciosa de las meriendas que te puedas imaginar… En otra de las repisas se guardaba en una
jarruca de barro el aceite sobrante de haber frito cualquier cosa la semana
anterior, porque a lo mejor hasta dentro de quince o veinte días
no se volvía a freír nada, porque los fritos eran un lujo demasiado caro
para algunos bolsillos… Si se mataba un pollo del gallinero porque llegaba una
fiesta especial o porque había que hacer caldo para la güela, porque ya no
tenía dientes para comer cosa sólida, o porque ya estaba más muerta que viva y
solo tragaba lo que se le metía en la boca a base de cucharadas y de mucha
paciencia, allí se guardaban hasta las patas que se habían limpiado a fuerza de
meterlas en agua hirviendo para que despegaran las uñas y las escamas amarillas…
Se guardaba la molilla y hasta las tripas dadas vuelta y lavadas con sal vinagre para más tarde echarlo con la
sangre frita como menudos a la sopa que se hiciera de arroz, comprado de
estraperlo…
Muy
de tarde en tarde se guardaba la carne que tuviste que comprar en casa de
cualquier vecino porque se le había caído una vaca a una torca, se le había
roto una pata y la tuvieron que matar y despachar entre la gente del pueblo que
solidariamente compraban por aquello de “hoy por ti, y mañana por mí”… Ahí
tenías tú después al ama de casa
metiendo todas las mañanas las narices en el plato de la carne, para si
empezaba a oler un poco más fuerte de lo normal añadirle otro poco de sal, con
la esperanza de que llegara al domingo sin pudrirse, porque venían ese día unos primos a comer…
Oye,
¡y qué pegajosos los moscones negros y gordos, siempre runfando frente a la
tela metálica, y esperando que te descuidaras un poco al abrir la puerta para
colarse dentro! Porque en aquellos tiempos, creo que no había insecticidas, y si los había, en
mi pueblo no los conocía ni el señor maestro ni el señor cura, que eran los más
listos.
Lo que sí había eran como unos cartuchos de
escopeta, que se abrían, tirabas de un hilo y salía una cinta en espiral color caramelo, que se colgaba del techo, y
mosca que se posaba en ella, mosca que no volvía a ser persona, porque se
quedaba pegada” per secular seculorum… “ Pero eran las moscas caseras, vamos
las que nos llegaban a todas horas procedentes de las pilas de abono que había
por todas las callejas; pero los moscones esos que te digo que eran negros y
gordos como marranos bien cebados, no caía ni uno. O se olían la trampa, o los
cabrones de ellos tenían más fuerza que el pegamento, y se largaban con viento
fresco.
Mi
primer recuerdo de las fresqueras de mi casa, fue una vez que estando sólo,
mientras mi madre trajinaba en la huerta que teníamos en frente, puse una
silla, sobre la silla un bancucu de madera, y me subí a fisgar lo que había
dentro. Lo primero que descubrí fue una tortilla de patatas, que me llamó la
atención porque en lugar de ser redonda, era bastante dura y rectangular. (Claro
que entonces yo no sabía lo de rectangular, y seguramente decía “cuadrada, pero
larga y estrecha”). Pues verás, pocos días más tarde, que fue Nochebuena, sacó
mi madre la tortilla después de cenar, y resultó ser turrón del duro, cosa que
yo no había visto en mi vida.
Otro
día descubrí dentro de la fresquera un engaño:
Alguna vez que estuve malo,
(seguramente de la tripa, porque de críos comíamos tanta basura que no sé como
estoy aquí para contarlo), mi madre me daba un terrón de azúcar, que yo, goloso
como siempre fui, le metía en la boca y le iba chupando lentamente para que me
durara cuanto más tiempo. Pues un día de
los que me subí a la silla y abrí la fresquera, encontré dentro una caja de
cartón con los terrones de azúcar. Pero
para entonces, que tendría yo cinco o seis años, ya había aprendido a leer, porque mi padre se
ocupó de enseñarme por las noches antes de empezar a ir a la escuela, y leí en
el cartón que era un purgante para niños.
En
mi próxima indigestión, me negué en redondo a chupar el terrón de azúcar. Nada
más pensar que era un purgante, a mi paladar llegó el sabor del aceite de ricino, que para que lo tragara
alguna vez me tuvo que embarbar mi padre mientras mi madre me metía la cuchara
hasta la campanilla. A partir de entonces filosofé sobre lo fácil que es
embaucar a los ignorantes, e intenté aprender a pensar por mí mismo… ¡Un Urra, por las desaparecidas fresqueras,
de tan añorados recuerdos…!
Jesús González ©
1 comentario:
Y qué bien piensas papi !!
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