Y
el vivo al bollo. Pero no, la cosa no es tan frívola como la presenta el
refrán; porque morirse es una cosa seria, sobre todo para el que se muere, que
no sabe lo que le espera.
Empiezo
así porque es un viejo refrán que aún
permanece en vigor, y porque intuyo un poco a causa de qué nació: Verás,
estamos de acuerdo en que el progreso ha cambiado al mundo, ¿no?
Para ser más exactos, es el mundo quien progresa
y cambia continuamente. Pues hasta en esto de morirse, cambió la cosa: Mira,
yo no conocí la palabra “tanatorio” hasta hace cuarenta o cincuenta años, un día que caminando por una calle de Torrelavega, un coche que
pasó a mi lado, paró para preguntarme su conductor si sabía donde estaba el
tanatorio. Pensé que quería decir “sanatorio”, y le pregunté si era la clínica Alba o el Sanatorio del
Carmen, por lo que preguntaba. El hombre se encogió de hombros y pisando el
acelerador se marchó sin más
comentarios.
Y
es que entonces la mayoría de la gente, al menos la gente que yo conocía, se
moría tranquilamente en su casa, y no se
movía de allí hasta que no salía con los pies “palante” camino del “prau redondu” que es como
familiarmente llamábamos en mi
pueblo al cementerio.
Había
un toque de campanas especial para anunciar al pueblo que un vecino acababa de
morir. Era un toque cadencioso y lúgubre que tenía la mala idea de producir a quien le escuchaba un
“repelús” en la espina dorsal como si le diera un calambrazo de alta tensión.
La
gente, (que también ha cambiado), era entonces muy solidaria. Todavía estaba
vibrando en el aire el último tañido de las campanas, cuando ya estaban casi
todos los vecinos del pueblo en la casa del muerto. ¡Pobre familia del
difunto! Cuantos besos y cuantos
achuchones. Había mujeres que se sentían tan protectoras de la viuda, que se
interponían entre ella y la recién llegada, para que no la martirizara con más besos, que ya la había ella besado
antes por todos los habitantes del lugar.
Al
caer la tarde rezaban todos juntos el rosario, que impepinablemente se repetiría en la cocina de la desconsolada,
durante nueve días. Los suficientes para poder fisgar con toda clase de
detalles lo que se guisaba cada noche para la cena de la familia, para ver cuantas
ristras de chorizo quedaban aún colgadas de los palos que había pendientes del
techo, y para poder comentar a la salida
de la casa, la cantidad de cagadas de
moscas que había en la única bombilla de veinte bujías que colgaba de aquél cordón pegajoso y negro.
Ni
por un instante se dejaba solo al cadáver. Supongo que sería por costumbre,
pues por supuesto se daba que el difunto no se escaparía de allí. Medio pueblo
acudía después de cenar al velatorio: Los allegados, llorosos y en silencio permanecían dentro del
dormitorio en cuya cama reposaba el muerto, sentados en sillas duras como
piedras, de las que se levantarían al día siguiente con el culo cuadrado para
tomar el café que la más hacendosa de las vecinas les había preparado.
Algunos se despedían a las tres o las cuatro de la madrugada,
después de haber ingerido el par de “cafés negros” y la copuca de coñác o anís
que cada dos o tres horas se solía repartir, y sentían la necesidad de
justificar la no estancia de la noche entera, asegurando que al día siguiente
tenían que madrugar para hacer la siega, o sallar el maíz, según la estación
del año.
Era
la juventud quien mejor aguantaba la noche entera, porque era una de las pocas
ocasiones que tenían de permanecer juntos mozas y mozos durante toda una noche.
Tomaban posesión de la cocina, cuanto más lejos del muerto y de su familia, soplaban la lumbre para avivar el fuego
entorno al cual se contaban los chistes,
que a medida que se bebía anís del Mono iban subiendo del tono rosa al verde,
como si el mono del anís los empujara de una rama verde del árbol a otra rama todavía más verde, y si alguna o
alguno se brindaba a amasar y freír unos tortos de harina de maíz, otros
echaban mano a la chocolatera de cobre y
con el molinillo de madera batían en medio litro de leche unas onzas de
un chocolate terroso y negro que hoy nadie osaría llevarse a la boca,
pero que en aquél entonces sirvió muchas
madrugadas para mitigar el “dolor” de un
velatorio. .. Por eso digo lo de “el muerto al hoyo, y el vivo…”
Jesús González ©
1 comentario:
Los mejores velatorios los he visto en Irlanda. Con el muerto presente, se pegan un banquete de padre y señor mío y, sobre todo, beben cerveza y whiskey como descosidos hasta agarrar todos una buena cogorza. Así, dicen, se va alegre el difunto al otro barrio. El difunto, no sé; a los demás, les sabe como menos mal que se vaya, ¡mira tú por dónde!
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