miércoles, 21 de mayo de 2014

EL MUERTO AL HOYO



 

            Y el vivo al bollo. Pero no, la cosa no es tan frívola como la presenta el refrán; porque morirse es una cosa seria, sobre todo para el que se muere, que no sabe lo que le espera.

            Empiezo así porque es un  viejo refrán que aún permanece en vigor, y porque intuyo un poco a causa de qué nació: Verás, estamos de acuerdo en que el progreso ha cambiado al mundo, ¿no?

             Para ser más exactos, es el mundo quien  progresa  y cambia continuamente. Pues hasta en esto de morirse, cambió la cosa: Mira, yo no conocí la palabra “tanatorio” hasta hace cuarenta  o cincuenta años, un  día que caminando  por una calle de Torrelavega, un coche que pasó a mi lado, paró para preguntarme su conductor si sabía donde estaba el tanatorio. Pensé que quería decir “sanatorio”, y le pregunté si  era la clínica Alba o el Sanatorio del Carmen, por lo que preguntaba. El hombre se encogió de hombros y pisando el acelerador  se marchó sin más comentarios.

            Y es que entonces la mayoría de la gente, al menos la gente que yo conocía, se moría  tranquilamente en su casa, y no se movía de allí hasta que no salía con los pies “palante”  camino del “prau redondu” que es como familiarmente  llamábamos en mi pueblo  al cementerio.

            Había un toque de campanas especial para anunciar al pueblo que un vecino acababa de morir. Era un toque cadencioso y lúgubre que tenía la  mala idea de producir a quien le escuchaba un “repelús” en la espina dorsal como si le diera un calambrazo de alta tensión.

            La gente, (que también ha cambiado), era entonces muy solidaria. Todavía estaba vibrando en el aire el último tañido de las campanas, cuando ya estaban casi todos los vecinos del pueblo en la casa del muerto. ¡Pobre familia del difunto!  Cuantos besos y cuantos achuchones. Había mujeres que se sentían tan protectoras de la viuda, que se interponían entre ella y la recién llegada, para que no la martirizara  con más besos, que ya la había ella besado antes por todos los habitantes del lugar.

            Al caer la tarde rezaban todos juntos el rosario, que impepinablemente  se repetiría en la cocina de la desconsolada, durante nueve días. Los suficientes para poder fisgar con toda clase de detalles lo que se guisaba  cada noche  para la cena de la familia, para ver cuantas ristras de chorizo quedaban aún colgadas de los palos que había pendientes del techo,  y para poder comentar a la salida de  la casa, la cantidad de cagadas de moscas que había en la única bombilla de veinte bujías que colgaba de aquél  cordón pegajoso y negro.

            Ni por un instante se dejaba solo al cadáver. Supongo que sería por costumbre, pues por supuesto se daba que el difunto no se escaparía de allí. Medio pueblo acudía después de cenar al velatorio: Los allegados,  llorosos y en silencio permanecían dentro del dormitorio en cuya cama reposaba el muerto, sentados en sillas duras como piedras, de las que se levantarían al día siguiente con el culo cuadrado para tomar el café que la más hacendosa de las vecinas les había preparado.

            Algunos  se despedían a las tres o las cuatro de la madrugada, después de haber ingerido el par de “cafés negros” y la copuca de coñác o anís que cada dos o tres horas se solía repartir, y sentían la necesidad de justificar la no estancia de la noche entera, asegurando que al día siguiente tenían que madrugar para hacer la siega, o sallar el maíz, según la estación del año.

            Era la juventud quien mejor aguantaba la noche entera, porque era una de las pocas ocasiones que tenían de permanecer juntos mozas y mozos durante toda una noche. Tomaban posesión de la cocina, cuanto más lejos del muerto y de su familia,  soplaban la lumbre para avivar el fuego entorno al cual  se contaban los chistes, que a medida que se bebía anís del Mono iban subiendo del tono rosa al verde, como si el mono del anís los empujara de una rama verde del árbol  a otra rama todavía más verde, y si alguna o alguno se brindaba a amasar y freír unos tortos de harina de maíz, otros echaban mano  a la chocolatera de cobre y con el molinillo de madera batían en medio litro de leche  unas onzas de  un chocolate terroso y negro que hoy nadie osaría llevarse a la boca, pero que en aquél entonces  sirvió muchas madrugadas  para mitigar el “dolor” de un velatorio. .. Por eso digo lo de “el muerto al hoyo, y el vivo…”

                         Jesús González ©

1 comentario:

Pedro dijo...

Los mejores velatorios los he visto en Irlanda. Con el muerto presente, se pegan un banquete de padre y señor mío y, sobre todo, beben cerveza y whiskey como descosidos hasta agarrar todos una buena cogorza. Así, dicen, se va alegre el difunto al otro barrio. El difunto, no sé; a los demás, les sabe como menos mal que se vaya, ¡mira tú por dónde!