viernes, 11 de abril de 2014

MERCADILLO




            Fui hoy jueves por la mañana al de Torrelavega con la señora que manda en mi casa. Me lo propuso ayer, y yo, dispuesto siempre a complacerla, a las nueve en punto  ya tenía el motor del coche en marcha, y el pie derecho dispuesto a pisar  el acelerador.

            Siempre que vamos, ella tiene clarísimo cual es su  cometido: los trapos.  Yo deambulo. Bueno, no es exactamente así;  primero la dejo en la mismísima puerta del lugar para que no tenga que caminar demasiado, y después de acordar sitio y  hora exacta de reencuentro, voy a intentar aparcar si es posible a menos de kilómetro y medio de distancia, y algunas veces lo consigo.

            Regreso a pie al corralón del mercado, y es entonces cuando me pongo a deambular. Siempre por los mismos sitios, los mismos puestos, las mismas caras… Pero hoy, predispuesto desde entonces a escribir esta tarde sobre el tema, me fijé más en las cosas, y sobre todo en las gentes, que al fin y al cabo somos el alma de todo cuanto hay sobre la tierra.

            De repente descubrí un cacho de mujerón, que  la miré, y no lo acababa de creer. Grande como un Hércules, y unas espaldas que ya quisiera para sí el mejor de los culturistas;  vaqueros,   camisa remangada, y  chaleco sobre ella. Más varonil que el rey de los machos. Remataba la estampa el maromo que la acompañaba; le llegaba a la altura del sobaco, esmirriado, y canijo. Pero con bigote, para que todo el mundo supiera quien era quien. ¡Coño, coño, cómo somos la especie humana!

            Gente a montones. Pero pregunté en algún puesto, y “tol mundu” se quejaba de las ventas. Anduve primero lo que a mi me gusta ver: La entrada al mercadillo donde hay jóvenes ofreciendo propaganda de no sé qué, que ni cristo la lee. Viejos muchísimo más jóvenes que yo, que hacen corrillos apoyados sobre cachavas para resistir el peso del cuerpo mientras hablan  de  cosas que  interesan menos que un pimiento a quien las escucha…  Unos gordos, otros flacos, coincidiendo únicamente en la cara de aburrimiento y de asco, o en echarse de vez en cuando la boina hacia atrás para arrascarse la calva.

            Allí mismo, a la izquierda,  se pone siempre un gitano con sombrero y bigote que dice vender antigüedades que no pasan de ser chatarra. Todavía no he llorado bastante la azada que le compré hace un año: Un azadón de tres pares de coj… por el que me pidió dos euros. Le ofrecí uno, y me tiró en él. No sé en que coño estaba yo pensando, pues cuando llegué a casa y le saqué del coche, casi no podía con él. Con un ojo para el mango por el que casi debe caber un palo de la luz. Si le enmango, “vete tú” a ver  quien es el guapo que se atreve a levantarle para cavar con él. Debe ser de aquellos que, cuando yo era niño, cavaron  las “cárcuvas” del  Monte Corona cuando se hizo el “coto” para plantar eucaliptos.

            Como tengo alma de hortelano, otra de las cosas que no puedo dejar de visitar son los puestos donde se venden plantones de huerta. Hoy compré berenjenas, acelgas y una variedad de lechuga que nunca había visto. Siempre voy mirando eso, a ver si veo algo raro, pero siempre es sota,  caballo y rey. Con esto de la crisis, el que puede plantar, planta. No me lo dijo nadie; lo deduje yo a juzgar por la cantidad de puestos que había vendiendo plantas, y por la cantidad de gente que había comprando. El diario de hoy dice que el aeropuerto de Parayas  ha tenido una caída del sesenta por ciento; pues mira, coincide con la cantidad que yo creo que ha subido la venta de plantas de huerta.

            Después me metí por donde se vende la fruta, la hortaliza, las conservas,  los embutidos… y lo de sin embutir.  Donde venden panes, panones, y panecillos. Hasta un simulacro de pizzas pequeñas, como de  bocadillo a la italiana, pero sin pan de tapa. Con el tomate al aire, con desperdicios de chorizo pegado sobre un queso derretido no sé si dentro de algún  horno, o de la testera del sol cayéndole de plano, que incrustaría de paso mosquitos  y coleópteros del ambiente aquél donde el día anterior se hace el mercado de ganado, a los que nadie les impedía el paso.

            Y como la señora de los trapos sabía que aun faltaban diez minutos para la hora acordada, crucé yo la frontera donde se encuentra el placer de las féminas.  Creo que el noventa por ciento de los vendedores eran gitanos que ofrecían a precio de ganga bragas para culos de todos los tamaños. Sujetadores para pechos, para tetas, y para ubres. Blusas, jerseys,  y faldas normales, y para “mujerones” como la que encontré según entré en el recinto. Había puestos donde se arremolinaba la mercancía en el centro, y se arremolinaban las damas en su entorno.  ¡De las manos, se arrancaban las piezas  las mujeres unas a  otras!  Oye, ¡qué cosas!, a dos euros cada pieza, y todavía  las había que pedían rebaja…  Tanto énfasis en la compra, en poner las blusas así sobre el pecho que empinaban bien empinado para ver si la caída de la prenda les daba prestancia… la boquina medio abierta, los ojos medio cerrados, el bolso a medio abrir, y la pícara de torno metiéndole la mano al monedero… Después, ¡Ay, Dios mio, “la mi” cartera”!

            ¡Pero si casi te está bien, por “paparona”!, que  es lo que solían decir en mi pueblo, cuando una se descuidaba y el gato le llevaba  el “torrendo” del plato.

            Total, que llegó la hora acordada, subimos al coche, llegamos a casa, comimos lo que había para comer que tampoco era gran cosa, viendo  el telediario se me cerraron los ojos por espacio de media hora, y después de plantar las lechugas, me puse a escribir mis hazañas de hoy, ¿qué te parece?
         
                   Jesús González ©

No hay comentarios: