Fui hoy jueves por
la mañana al de Torrelavega con la señora que manda en mi casa. Me lo propuso
ayer, y yo, dispuesto siempre a complacerla, a las nueve en punto ya tenía el motor del coche en marcha, y el
pie derecho dispuesto a pisar el acelerador.
Siempre
que vamos, ella tiene clarísimo cual es su
cometido: los trapos. Yo
deambulo. Bueno, no es exactamente así;
primero la dejo en la mismísima puerta del lugar para que no tenga que
caminar demasiado, y después de acordar sitio y
hora exacta de reencuentro, voy a intentar aparcar si es posible a menos
de kilómetro y medio de distancia, y algunas veces lo consigo.
Regreso
a pie al corralón del mercado, y es entonces cuando me pongo a deambular.
Siempre por los mismos sitios, los mismos puestos, las mismas caras… Pero hoy,
predispuesto desde entonces a escribir esta tarde sobre el tema, me fijé más en
las cosas, y sobre todo en las gentes, que al fin y al cabo somos el alma de
todo cuanto hay sobre la tierra.
De
repente descubrí un cacho de mujerón, que la miré, y no lo acababa de creer. Grande como
un Hércules, y unas espaldas que ya quisiera para sí el mejor de los
culturistas; vaqueros, camisa
remangada, y chaleco sobre ella. Más
varonil que el rey de los machos. Remataba la estampa el maromo que la
acompañaba; le llegaba a la altura del sobaco, esmirriado, y canijo. Pero con
bigote, para que todo el mundo supiera quien era quien. ¡Coño, coño, cómo
somos la especie humana!
Gente
a montones. Pero pregunté en algún puesto, y “tol mundu” se quejaba de las
ventas. Anduve primero lo que a mi me gusta ver: La entrada al mercadillo donde
hay jóvenes ofreciendo propaganda de no sé qué, que ni cristo la lee. Viejos
muchísimo más jóvenes que yo, que hacen corrillos apoyados sobre cachavas para
resistir el peso del cuerpo mientras hablan
de cosas que interesan menos que un pimiento a quien las
escucha… Unos gordos, otros flacos,
coincidiendo únicamente en la cara de aburrimiento y de asco, o en echarse de
vez en cuando la boina hacia atrás para arrascarse la calva.
Allí
mismo, a la izquierda, se pone siempre
un gitano con sombrero y bigote que dice vender antigüedades que no pasan de
ser chatarra. Todavía no he llorado bastante la azada
que le compré hace un año: Un azadón de tres pares de coj… por el que me pidió
dos euros. Le ofrecí uno, y me tiró en él. No sé en que coño estaba yo
pensando, pues cuando llegué a casa y le saqué del coche, casi no podía con él.
Con un ojo para el mango por el que casi debe caber un palo de la luz. Si le
enmango, “vete tú” a ver quien es el
guapo que se atreve a levantarle para cavar con él. Debe ser de aquellos que,
cuando yo era niño, cavaron las “cárcuvas”
del Monte Corona cuando se hizo el
“coto” para plantar eucaliptos.
Como
tengo alma de hortelano, otra de las cosas que no puedo dejar de visitar son
los puestos donde se venden plantones de huerta. Hoy compré berenjenas, acelgas
y una variedad de lechuga que nunca había visto. Siempre voy mirando eso, a ver
si veo algo raro, pero siempre es sota, caballo y rey. Con esto de la crisis, el que
puede plantar, planta. No me lo dijo nadie; lo deduje yo a juzgar por la
cantidad de puestos que había vendiendo plantas, y por la cantidad de gente que
había comprando. El diario de hoy dice que el aeropuerto de Parayas ha tenido una caída del sesenta por ciento;
pues mira, coincide con la cantidad que yo creo que ha subido la venta de
plantas de huerta.
Después
me metí por donde se vende la fruta, la hortaliza, las
conservas, los embutidos… y lo de sin
embutir. Donde venden panes, panones, y
panecillos. Hasta un simulacro de pizzas pequeñas, como de bocadillo a la italiana, pero sin pan de
tapa. Con el tomate al aire, con desperdicios de chorizo pegado sobre un queso
derretido no sé si dentro de algún
horno, o de la testera del sol cayéndole de plano, que incrustaría de
paso mosquitos y coleópteros del
ambiente aquél donde el día anterior se hace el mercado de ganado, a los que
nadie les impedía el paso.
Y
como la señora de los trapos sabía que aun faltaban diez minutos para la hora
acordada, crucé yo la frontera donde se encuentra el placer de las
féminas. Creo que el noventa por ciento
de los vendedores eran gitanos que ofrecían a precio de ganga bragas para culos
de todos los tamaños. Sujetadores para pechos, para tetas, y para ubres.
Blusas, jerseys, y faldas normales, y
para “mujerones” como la que encontré según entré en el recinto. Había puestos
donde se arremolinaba la mercancía en el centro, y se arremolinaban las damas en
su entorno. ¡De las manos, se arrancaban
las piezas las mujeres unas a otras! Oye, ¡qué cosas!, a dos euros cada pieza, y
todavía las había que pedían rebaja… Tanto énfasis en la compra, en poner las
blusas así sobre el pecho que empinaban bien empinado para ver si la caída de
la prenda les daba prestancia… la boquina medio abierta, los ojos medio
cerrados, el bolso a medio abrir, y la pícara de torno metiéndole la mano al
monedero… Después, ¡Ay, Dios mio, “la mi” cartera”!
¡Pero
si casi te está bien, por “paparona”!, que
es lo que solían decir en mi pueblo, cuando una se descuidaba y el gato
le llevaba el “torrendo” del plato.
Total,
que llegó la hora acordada, subimos al coche, llegamos a casa, comimos lo que
había para comer que tampoco era gran cosa, viendo el telediario se me cerraron los ojos por
espacio de media hora, y después de plantar las lechugas, me puse a escribir
mis hazañas de hoy, ¿qué te parece?
Jesús González ©
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