(Publicado
en la separata
Cantabria
Occidental de
El
Diario Montañés, 13, 04, 2014)
Llegó la primavera abriéndole la puerta al
verano, y fue como un preludio de fiesta en el ambiente. Mangueras de agua fría
que madrugan a refrescar las losas del
suelo que hay bajo el techo del paseo; terrazas con manteles nuevos en las mesas, y y sobre
ellos loza fina de Manises o Sagardelos, esperando pacientes
al cliente que ya no puede tardar.
Es
un sabor especial el que se paladea de continuo en los Soportales de San
Vicente: Brisa con perfume de algas que
se escapa a bocanadas desde el Muelle Viejo, corre bajo las arcadas de piedra para mezclarse con
el olor
de las sardinas que se asan en cualquiera de los muchos
restaurantes. Marineros de azul con boina negra que van al muelle, se cruzan
con los repartidores mañaneros que empujan con prisas sus carretillas. Y entre
tanto, antes de vestir sus chaquetillas o batas de un blanco impoluto, dueños y dependientes limpian
cristales de ventanas y escaparates, o frotan con brío los pomos dorados de las
puertas de sus negocios…
Los
rayos del sol naciente arrancan destellos dorados del agua de nuestra bahía,
que se mece con dulzura adormeciendo en su regazo mil barcos de cien colores. Al otro lado
comienza brillar el oro que es la arena de una playa inmensa, mientras
que el verdor intenso de las palmeras
del parque estira sus palmas tratando de acariciar el azul del cielo.
La
luz del nuevo día ilumina las fachadas para que destaquen los viejos arcos que son de piedra, y también para que nos avergoncemos un poco de
que en las modernas construcciones no hubiésemos sabido conservar tan hermoso legado del medievo.
Con
el paso de las horas el ambiente va in
crescendo bajo los arcos: a la compra las mujeres, a por el café o la
fruta; los hombres a por la prensa para leer “los
partidos”, porque al pan de cada día, suelen mandar a los niños… Una ráfaga de
aire con olor de mariscada, y un tapizado de suelo con libros y revistas de
colores. Periódicos de toda España, y también del extranjero; el último libro
editado, luciendo de candelero. Vitrinas
refrigeradas con lubinas, con doradas, con meros y con machotes, y
tiendas con “souvenires”, recuerdos de mil colores… Como tipismo, “cebillas”,
“colodras” “pa” segadores. Para cansados, bastones. Y palos largos de acebo
para andarines de montes.
Aquí
se instalan los bancos con sus visibles cajeros, para que el cliente disponga a
gusto de sus dineros. Aquí los mendigos piden
la caridad del viandante, que hace sordos los oídos y camina hacia adelante. Forasteros
que pasean contemplando escaparates; unos novios que besan, unos niños que se
pegan y se dicen disparates… Matrimonios que discuten si a la playa o a los
Picos, cualquier lugar será bueno, si se calman nuestros chicos…
Sobre
los barcos gaviotas emitiendo sus graznidos, y en cualquier bar de este pueblo,
se catan los buenos vinos. Pasean los Soportales muchachitas de colores, unas
con piernas preciosas, otras con piernas
mejores. Y los chavales del pueblo, que
regresaron del mar, tratan de
ligar con ellas, o al menos lo van a intentar…
Si
el sol calienta, a la playa; si se nubla, a pasear; a visitar el Castillo o la
iglesia-catedral, la Puebla Vieja y sus calles, los mil miradores al mar.
Cualquier rincón de este pueblo, es bueno para soñar. Y si tienes una cita, no
lo debes olvidar, los Soportales de piedra son el mejor lugar: En estío sombra
fresca, abrigados con mal tiempo. Todo lo que necesites lo tienen sus mil
comercios…
Jesús González ©
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