El autobús
salió de Santander a las doce y media de la mañana con un día de húmeda niebla
de esa que parece empeñarse en enroscarse al cuerpo de las personas buscando que
se les resientan todas la bisagras del cuerpo. Calculo que no
éramos más de de cuarenta, porque en alguna ocasión que volví hacia
atrás la cabeza y observé que iban asientos vacios.
Me equivoqué
en mi predicción del picnic para comer; no hubo bolsita de plástico con bocadillo
y botellín de agua. Esta vez el Inserso estuvo más rumboso y nos pararon en un
área de servicio dentro ya del País Vasco, donde comimos sentados en mesas de a
cuatro con servilletas de papel. Arroz con chistorra y salchichas, que estaba
jugoso. Lo estaba el arroz, que los mini trozos de embutidos, aunque abundantes, eran pura
estopa. Detrás carne de cerdo guisada con guisantes, y como postre unas
natillas prefabricadas que yo comí sin problema, no porque estuvieran buenas,
sino porque yo como todo lo dulce que se me ponga por delante.
El
"aeroportua" de Bilbao continuaba envuelto en la misma pegajosa niebla con que salimos de
Santander, y estoy seguro que el que más y el que menos de los pasajeros no
dejaría de pensar lo mismo que yo: Que eso de tener niebla cerrada a la hora
del despegue del avión, no era otra cosa
más que una jodienda añadida al viaje. Pero me conformó el razonar que
pilotar un avión, no es conducir un coche por el Puerto de Palombera. Quien pilota no necesita ver si hay curvas o
puentes estrechos que cruzar, pues si ancha es Catilla cuando llegamos a la
meseta, más ancho es el cielo que tenemos que surcar.
Embarcamos con
la compañía alemana Airberlín, y aquí se me ocurrió pensar que aún sigue siendo
escaso el amplio léxico de nuestra lengua castellana, porque imagino yo que lo
de “embarcar”, viene de “barco”, y nosotros montamos en avión. Es posible que
los padres de nuestro idioma lo dejaran así porque suena mucho mejor que decir
“enavionar”, que sería lo que a mi se me
ocurre pensar.
Tampoco el
avión iba completo. Despegó abriéndose paso entre la condenada niebla, y cuando empezó a
remontar me dieron ganas de empujarle un poco para ayudarle a salir de aquella
envoltura gris que no me dejaba llegar a ver la punta del ala. Mientras tanto
empezaron a hacernos esas
recomendaciones que hacen siempre las azafatas, diciéndonos donde están las
puertas de salida de emergencia por si tenemos que salir corriendo, y donde
está el salvavidas por si la caída es en
el agua; ¡Ah, y que no se nos olvidara que en caso de caer desde allá arriba,
que esperemos a soplar por el “pitano” del flotador cuando ya estuviéramos en
el agua, pues si lo hacíamos dentro del aparato mientras bajaba dando tumbos,
después no íbamos a poder salir porque con él inflado no íbamos a caber por las
puertas. Estos alemanes son la leche, todas estas explicaciones nos las dieron
en alemán, y luego en inglés; después, ya en español, añadieron: “Muchas
gracias por su atención” Sì, por los "cullons", que deben de decir los
mallorquines. Si no es porque nos conocemos el cuento de cuando viajamos en Ibería, de muy poco nos iba a servir la mucha
atención que pusiéramos.
Remontamos
por encima del mal tiempo hasta verle la cara al sol, y entonces me puse a leer
“Mientras ella sea clara” la novela del autor santanderino Carlos Villar Flor
que Samuel nos dio el otro día en el Club de Lectura, y leí un par de capítulos
de esta historia desenfadada y simpática, hasta
que por megafonía nos anunciaron, (¡esta vez en castellano!), que se
iniciaba la aproximación al aeropuerto de Mallorca. Cerré el libro porque de nuevo teníamos que
atravesar la barrera de niebla, claro está, esta vez en descenso, y yo debía
permanecer muy atento para no bajar más deprisa de la velocidad recomendada. El
piloto lo hizo perfecto y tocamos tierra casi sin notar el roce de las ruedas
del avión con el suelo. Enseguida
advertí que aquí también me equivoqué en mi predicción del viaje. Ni dios
aplaudió al piloto. No sé si lo hicieron para que yo no me las diera de
“supión”, o porque pensaron que a los alemanes, que los aplauda la Merkel esa
que maneja el cotarro europeo.
Desde que
sales del avión por el tubo ese que parece una máquina de hacer chorizos, hasta
que llegas a recoger el equipaje, hay una distancia un poco más corta que desde Bilbao a Mallorca. Sólo que no te
llevan en avión, ni en coche, ni siquiera en patinete. A puro “pinrel”, aunque
de vez en cuando te hacen trozos de pasillo mecánicos, para que levantes el
ánimo. Y cuando crees que ya estás llegando, doblas una esquina, y allá a lo
lejos aparece otro cartel que dice “Equipajes, siga la flecha”. Cuando ya arrastraste la maleta un kilómetro,
ves la salida y allí a una moza rubia de uniforme azul blandiendo un cartel
donde se lee: “Mundo Senior”. Ésta señorita te señala la salida 5, y te dice
que busques el bus 32. Tiras de la maleta otro kilómetro, (seguro que lo de
poner ruedas a las maletas lo inventó un tío que vino a Mallorca), y cuando ya
estamos sentados todos, otra señorita va y nos cuenta uno por uno, para
cerciorarse de que en este viaje no vino el tonto de turno que suele perderse.
El hotel
Reina del Mar, está bien. Los hay mejores e incluso mucho mejores. Pero tampoco es cosa de
quejarse de todo. Un hotel antiguo donde lo más que hacen es esforzarse por tener
una recepción aceptable, y una limpieza que no te permita protestar. ¡Con lo que a mí me gusta poner faltas a las
cosas! Hay que dejar en prenda diez euros para que te entreguen el mando de la
tele, y veinte para el secador de pelo;
se ve que la experiencia les ha dicho que las mujeres son el doble de
ladronas que los hombres. Pero tienen Wifi gratuito en la sala principal, y
allí me encaminaré cada día para enviar este parte de guerra vacacional.
Jesús González ©
2 comentarios:
Me he cansado un poco, pero no de tu narración, sino del viaje que nos cuentas para llegar al destino.
Me gustó tu recorrido, con graciosos puntos de humor.
Que disfrutes.
Abrazos.
Buen viaje y mejor texto.
Abrazo
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