sábado, 15 de marzo de 2014

Diario del escarabajo de Simba (I)






(Cuento para niños de cinco años hasta… ¿a qué edad deja uno de sentirse niño?)



Esto de ser tan pequeñajo es un rollo. Hoy me ha pasado una cosa terrorífica. Esta mañana, estaba paseando al sol a ver si atraía con mis colores a mi escarabaja-novia para echarnos unos frotes de antenas cuando, de repente, he sentido cómo temblaba el suelo a mi alrededor. Era una bestia enorme que se me acercaba. Una bestia muy rara, porque, a diferencia de todas las demás que conozco, andaba sobre dos patas nada más. Debe de ser una bestia muy tonta para andar sólo sobre dos patas, cuando tiene cuatro, ¡qué cansancio! Casi me caí de espaldas dándome la vuelta para mirarla, de tan alta que era. 


Tenía un aspecto de lo más estrafalario. Era como un tubo alargado de color rojo. Por debajo, le salían dos patas negras, sobre las que se apoyaba. Más arriba, le salían dos patas más, esas que no usaba para apoyarse y que no sé para qué diantres le servirán, pero seguro que para nada bueno. Y por la parte de arriba del tubo rojo, le salía la cabeza, también muy negra y con pelo rizado. ¡Qué miedo, yo tan pequeño y esa cosa tan grande y tan fea! Recordé que escarabajo-papá me dice siempre que, si hay peligro y no puedo salir por piernas, me haga el muerto. A veces cuela, porque a la mayoría de los animales no les gusta comer cadáveres, así que, si creen que estás muerto, pasan de ti. “Por otra parte”, pensé, “con lo pequeño que soy, la bestia esa no tendría ni para un aperitivo, así que, entre una cosa y la otra, quizás sobreviva”. Me hice el muerto. No movía ni una antena.


No coló. La bestia roja y negra se agachó sobre mí y me cogió entre dos dedos de una de sus patas de arriba. “Ahora sí que estoy perdido”, pensé, porque si me apretaba con aquellos dedos enormes me destrozaría. Cada dedo de la bestia era tan grande como veinte veces yo, así que me iba a hacer picadillo. Seguramente me chafaría y después me comería. “¡Ay, escarabajo-Dios mío, escarabajo-Dios mío, qué he hecho yo para merecerme esto!”


Pues mira por dónde, no me chafó. En vez de eso, me colocó sobre la palma de la otra pata de arriba y se dedicó a mirarme. Veía sus ojos muy cerca de mí, unos ojos enormes de color negro que me miraban amenazadores, seguramente para asegurarse de que estaba muerto. ¡Muerto de miedo estaba yo! Pero algo pasaba, el caso es que no se decidía a comerme. Miraba y miraba, pero iba pasando el rato y no me hacía nada malo, así que pensé que la estratagema de estarme quieto estaba dando resultados.


Entonces pasó algo aún peor. Otra bestia se acercó, pero ésta, mucho más terrorífica que la anterior. También andaba sobre dos patas, o sea, que debía de ser igual de tonta. Pero, encima, en vez de ser negra, como escarabajo-Dios manda, ésta era de color blanco, ¡habrase visto cosa más repugnante! Tenía una pinta de sádica que no podía con ella. Me miró también muy de cerca y nunca había visto unos ojos más espantosos: no tenían apenas color, eran como los ojos del escarabajo-diablo. Ahora sí que me había llegado el fin. Con esa bestia blanca monstruosa, se acabó. Sentí una pena terrible, porque pensaba que ya no vería más a mi escarabaja-mamá, ni a mi escarabajo-papá, ni volvería a retozar con mi escarabaja-novia echándonos unos roces de antenas. Eso me pasaba por haber nacido tan canijo y ni siquiera tener alas para poder salir zumbando de allí. Con la bestia negra, había llegado a albergar alguna esperanza; con esta sádica bestia blanca, la cosa pintaba fatal.


No entiendo qué pasó, pero la bestia negra volvió a cogerme con dos dedos y volvió a dejarme donde me había encontrado. Seguramente lo hizo con intención de tomar carrerilla y aplastarme enseguida con una de sus enormes patas, pero yo salí por piernas y me escondí. Al cabo de un rato, vi desde mi escondite que las dos bestias se iban alejando de mí y pude volver a respirar tranquilo. No sé cómo, pero me había librado.


Cuando llegué a casa, aún me temblaba todo el cuerpo. Después, cuando me serené, traté de entender por qué no me habían chafado o comido, o chafado y comido, que para el caso… Pero no lo entendía. Así que fui a contárselo a mi escarabajo-abuelo, que debe de saber mucho de eso, porque, a su edad, ha conseguido que aún no se lo haya comido nadie. Estaba durmiendo la siesta, así que le desperté: “¡Escarabajo-güeli, escarabajo-güeli, me ha pasado una cosa terrible!” 


Se despertó sobresaltado y le conté mi espantosa experiencia. Se quedó pensativo, frotándose las antenas y meneando la cabeza de un lado a otro. Luego me dijo que esas bestias rojas y negras son inofensivas; que hay que tener cuidado porque te pueden aplastar sin darse cuenta, pero que, si te cogen, siempre te devuelven sin hacerte daño. En cambio, las otras, las bestias blancas, son malísimas. Me contó que tienen unos tubos alargados que lanzan una llamarada y hacen mucho ruido, como una explosión, y que con ellos matan a otras bestias, a veces mucho más grandes que ellas mismas. Y lo más extraño es que, una vez las han matado, se llevan lo que no se pueden comer, como los colmillos, los dientes, y dejan que se pudra lo que se podrían comer. ¡Qué bestias más estúpidas!


Pero, reconsiderando cómo habían acabado las cosas, le dije a mi escarabajo-güeli que, bien pensado, la bestia blanca tampoco me había hecho ningún daño. ¿Podría ser que no fueran tan malas, después de todo? Y me contestó: “Mira, tú, si ves una de esas bestias blancas, déjate de historias y escóndete lo más rápido que puedas. Hazme caso.”

                               José-Pedro Cladera ©

No hay comentarios: