Si
mal no recuerdo, (y bien puede ser que
recuerde mal), cuando yo iba a la escuela de mi pueblo, las razas humanas se dividían en cuatro grandes grupos: Blancos, Negros,
Amarillos, y Cobrizos. La verdad es que yo nunca estuve muy de acuerdo con esta
definición, empezando por los blancos; pues yo veía por ahí gente de mi propia
raza más negros que un “tito”, como
solía decir mi madre. (Ahora lamento no haberle preguntado a qué “titos” se
refería semejante similitud, puesto que con el nombre de Tito no alcanzo a
recordar más que, por un lado al emperador romano, que no fue negro, y por otro los guisantes,
llamados “titos” por algún viejo de mi vecindad, pero que son verdes y no
negros).
Los
negros sí. Verás, en los tiempos que yo nací, había mucha gente que se moría de
vieja sin haber viajado ni siquiera a la capital de su provincia. Pues calcula la que viajaría de un país a
otro. Por eso, recuerdo perfectamente la
primera vez que vi un negro. Fue en Santander. Era yo un crío de siete u ocho
años, y caminé tras él medio kilómetro
para verle bien visto. Y no seguí caminando por miedo a perderme, y no acertar
a volver al restaurante que tenían mis tíos.
Los
amarillos, (que también los conocí en Santander algún tiempo después del negro
de marras), me decepcionaron en cuanto al color. De
amarillos, nada; mas bien palidez cadavérica, diría yo. Y lo de ojos
rasgados... Mucho más gráfico es, ojos de estreñidos haciendo fuerza ¿no te
parece?
A
los cobrizos los empecé a conocer en las primeras películas del Oeste Americano
que nos llegaron en “tecnicolor” y “panavisión” al cine Mafepe de Cabezón de la
Sal, allá por los tiempos en los que Felicitas paseaba arriba y abajo el andén de la estación del Ferrocarril
Cantábrico, ofreciendo su mercancía a los viajeros de todos los trenes,
mientras gritaba para abrirles el apetito: “Naranjas, plátanos… “¡Cacagüeses”,
avellanas…! Pero el colorido era tan chillón, que las
caras de los indios brillaban como la caldera de cobre pulido que tenía mi
madre para hacer el arroz con leche. Cuando conocí personalmente alguno de
estos chaparritos llegado de allende los mares, les encontré más parecido con
el latón, que con el cobre.
Pero
vuelvo al título de este escrito: Más que “amarillos” debería titularse “chinos”,
porque de ellos me dijo Asun la de la cafetería El Rey, que escribiera
algo. (Y es porque muchas tardes me
siente a escribir en un rincón de su cafetería, mientras tomo un descafeinado
de máquina, que me gusta más que de sobre).
De
los chinos sé poquísimo. Sé que son ciento y la madre; es decir,
muchísimos. Que hicieron la Gran Muralla
China con piedras gordísimas, y que es mucho
más grande que las de Ceuta y Melilla; pero no sé para qué coño la hicieron, si
allí no habían llegado los negros de África; aunque puede ser que lleguen. Y si
no, tiempo al tiempo. También recuerdo
que cuando yo era crío, en las escuelas
nos mandaban “arrejuntar” cuantos más sellos usados para quitarles el hambre a
los “pobres chinitos”. (Ves tú, ahora
otra intriga: nunca supe qué demonios podían hacer los chinos con tanto sello.
Porque comer, no creo que los comieran).
Pudiera
ser, deduzco ahora, que fuera para aprender a conocer países donde emigrar
cuando ya no cupiesen en el suyo, que supongo es lo que está ocurriendo
ahora. Me arrepiento muchísimo de los
sellos que les dí, pues sospecho que los convirtieron en euros para después
venir a comprar media España.
Yo no veré lo que voy a escribir a
continuación, porque tengo muchos años, y además no soy pariente de Matusalen;
pero si siguen al paso que van, puede ser que compren España entera. No hay en
nuestro suelo pueblo que se precie de algo, si no tiene un comercio de chinos
donde casi todo lo que se vende vale
entre uno y cinco euros. No hace mucho
estuve en Madrid, me metí por el barrio de Embajadores, y supe que aquello no
era Sangay porque faltaban los magníficos rascacielos que tienen allí, pero mucho dudé si no estaría perdido en
algún barrio apartado del viejo Pekín,
pues todo eran comercios adornado con farolillos de papel, en cuyas puertas
había chinos reverenciosos invitando al transeúnte a visitar el interior.
Supongo
que al igual que yo, habrás oído decir que hay billetes de quinientos euros.
Pero dime con franqueza, ¿tú has visto uno alguna vez? Yo vi uno que mostraron
hace años en televisión, y nada más. Decían las malas lenguas hace poco más de un año, que Gao Ping, el chino aquél que detuvieron en
Madrid, y del que nunca supe después lo
que hicieron con él, se llevaba a China sacos
llenos de esos billetes de quinientos euros. Entonces comprendí perfectamente
porqué los españoles no aprendimos siquiera ni de qué color eran.
Ahora
anda por ahí Wang Jianlin, otro chino de
esos que manejan los billetes de quinientos
a espuertadas, ofreciendo doscientos sesenta millones de euros por el
rascacielos de Madrid. Si, hombre aquél edificio alto que hay en la Plaza de España, y que en su tiempo fue
conocido de forma popular como la casa del coño, porque cuando le estaban
haciendo, todo el que pasaba y le veía por vez primera, exclamaba: ¡Coño, qué
casa!
A
ti, no lo sé. Pero a mí todas estas tiendas de chinos me huelen a cuento chino. Dentro de ellas
siempre veo poquísima gente comprando. Y lo
poco que se compra, cuesta cuatro perras… Los locales unos son grandes y
otros grandísimos. Las rentas serán enormes… Luego la luz y el agua. Después,
Hacienda… Puede ser que dormir, duerman “arreguñáos” tras el mostrador de las tiendas, pero comer, aunque sólo sea
arroz, algo tendrán que comer, digo yo. ¡Y no cierra ni uno! ¿Qué será lo que
realmente se guisa dentro?
A
propósito de guisar: Ellos caníbales no
son. ¿Tú has visto algún entierro de chinos? Yo no, y pienso que también se
morirán. Oye, que no vuelvo a comer en un “Chino” ni loco. Vete a ver de qué
están hechos los “Rollitos de Primavera”…
Jesús González ©
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