viernes, 7 de febrero de 2014

MANTECA




            Me refiero a la que generalmente la gente llama mantequilla. Pero en aquel tiempo en mi pueblo no éramos tan finolis, y le decíamos así, manteca a secas, a la que a base “mazar” natas lograban  aquellas  mujeres de  antaño.

            Había otra manteca que se usaba con harta frecuencia para guisar, como sustituto del aceite racionado que nos daban.  Era la “manteca de chon”, que además, servía para freír  lo que fuera menester, y como medio de conservación de los chorizos de la matanza, pero esto es tema para otro día.

            Yo vuelvo a la manteca de vaca, a la de aquella leche que se ordeñaba a golpe de muñeca empuñando con fuerza las tetas hinchadas para que el “chillido” sonara con brío contra el cinc del caldero. Aquella leche se ponía a hervir por las  noches,  (ahora  en lugar de hervir, muchos dicen a cocer;  pero dentro de mis cortas entendederas, los líquidos puestos al fuego,  hierven, no cuecen. Cocería en todo caso un huevo, un trozo de carne, o una verdura que metieras dentro de ellos, pero no el líquido en sí. O si no, porqué no decimos también ponme a cocer agua, cuando la queremos hervida?) y después se dejaba enfriar  tras los cristales de la ventana de la cocina, donde el gato no pudiera arrimarle sus bigotes,

            Más gorda que la suela  de goma de una zapatilla, era la nata que por las mañanas se recogía  con la espumadera para almacenarla dentro de la jarra de porcelana blanca. ¡Dios, que nata! Era como manjar de divinidades puesta sobre una rebanada de pan, y un poco de azúcar por encima.

            La jarra con las natas en mi casa se guardaba dentro de una fresquera con puerta de tela metálica tan fina, que ni el más pequeño de los mosquitos podía pasar. Era triangular y se sujetaba en una esquina de las paredes de la cocina próxima a la ventana, para que el frescor del corral le llegara con facilidad. Como mucho, se “mazaba” cada quince días, porque, siempre según el tiempo que hiciera, si  se las dejaba más, se podían agriar.

            Se batían las natas almacenadas, con un palo dentro de la misma jarra. Era cuestión de paciencia, y de estar dispuesto a cansar la musculatura del brazo a base de batir cien y mil veces.  La primara fase era ver montada la nata. Espesa, cremosa, espumosa… Estaba en el punto justo de añadir la cantidad  deseada de azúcar molida para tomar con las  fresas del huerto. (Y no esa basura enlatada y a presión que con el nombre de “nata montada”,  o de “chantillí”  para ser más esnob, nos venden los listos de ahora. Su sabor, dicho sea de paso, no he acabado de diferenciar con el de la espuma de jabón que a veces  me llega a los labios cuando me afeito).  

            Pero para conseguir mantequilla había que continuar batiendo y batiendo.   Enseguida  se apelmazaba la manteca sólida por un lado, mientras que el “mazajo” o suero líquido que  se iba por otro, se escurría en un cubo para luego añadirlo a la comida de los cerdos del cubil. Se le ponía agua limpia, se seguía batiendo, y se repetía tres o cuatro veces lo del agua para que no quedara ni un poro con suero.  Se colocaba la masa en un plato, y con la ayuda de dos cucharas se le daba forma deseada. Se decoraba generalmente  con dibujos hechos con la punta de una de las cucharas, y se llevaba a vender al mercado de Cabezón de los domingos, donde si el vendedor tenía la suerte de no ser sorprendido  por los agentes de la Fiscalía de Tasas,  que le obligaran a venderla dentro de los precios establecidos, podía sacar de ella el dinero necesario para comprar unas alpargatas de suela de cáñamo con las que calzar a los críos que iban a la escuela…

              Jesús González ©

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