Me
refiero a la que generalmente la gente llama mantequilla. Pero en aquel tiempo
en mi pueblo no éramos tan finolis, y le
decíamos así, manteca a secas, a la que a base “mazar” natas lograban aquellas
mujeres de antaño.
Había
otra manteca que se usaba con harta frecuencia para guisar, como sustituto del
aceite racionado que nos daban. Era la
“manteca de chon”, que además, servía para freír lo que fuera menester, y como medio de
conservación de los chorizos de la matanza, pero esto es tema para otro día.
Yo
vuelvo a la manteca de vaca, a la de aquella leche que se ordeñaba a golpe de
muñeca empuñando con fuerza las tetas hinchadas para que el “chillido” sonara
con brío contra el cinc del caldero. Aquella leche se ponía a hervir por
las noches, (ahora
en lugar de hervir, muchos dicen a cocer; pero dentro de mis cortas entendederas, los
líquidos puestos al fuego, hierven, no
cuecen. Cocería en todo caso un huevo, un trozo de carne, o una verdura que
metieras dentro de ellos, pero no el líquido en sí. O si no, porqué no decimos
también ponme a cocer agua, cuando la queremos hervida?) y después se dejaba
enfriar tras los cristales de la ventana
de la cocina, donde el gato no pudiera arrimarle sus bigotes,
Más
gorda que la suela de goma de una
zapatilla, era la nata que por las mañanas se recogía con la espumadera para almacenarla dentro de
la jarra de porcelana blanca. ¡Dios, que nata! Era como manjar de divinidades
puesta sobre una rebanada de pan, y un poco de azúcar por encima.
La
jarra con las natas en mi casa se guardaba dentro de una fresquera con puerta
de tela metálica tan fina, que ni el más pequeño de los mosquitos podía pasar.
Era triangular y se sujetaba en una esquina de las paredes de la cocina próxima
a la ventana, para que el frescor del corral le llegara con facilidad. Como
mucho, se “mazaba” cada quince días, porque, siempre según el tiempo que
hiciera, si se las dejaba más, se podían
agriar.
Se
batían las natas almacenadas, con un palo dentro de la misma jarra. Era
cuestión de paciencia, y de estar dispuesto a cansar la musculatura del brazo a
base de batir cien y mil veces. La
primara fase era ver montada la nata. Espesa, cremosa, espumosa… Estaba en el
punto justo de añadir la cantidad
deseada de azúcar molida para tomar con las fresas del huerto. (Y no esa basura enlatada
y a presión que con el nombre de “nata montada”, o de “chantillí” para ser más esnob, nos venden los listos de
ahora. Su sabor, dicho sea de paso, no he acabado de diferenciar con el de la
espuma de jabón que a veces me llega a
los labios cuando me afeito).
Pero
para conseguir mantequilla había que continuar batiendo y batiendo. Enseguida
se apelmazaba la manteca sólida por un lado, mientras que el “mazajo” o
suero líquido que se iba por otro, se
escurría en un cubo para luego añadirlo a la comida de los cerdos del cubil. Se
le ponía agua limpia, se seguía batiendo, y se repetía tres o cuatro veces lo
del agua para que no quedara ni un poro con suero. Se colocaba la masa en un plato, y con la
ayuda de dos cucharas se le daba forma deseada. Se decoraba generalmente con dibujos hechos con la punta de una de las
cucharas, y se llevaba a vender al mercado de Cabezón de los domingos, donde si
el vendedor tenía la suerte de no ser sorprendido por los agentes de la Fiscalía de Tasas, que le obligaran a venderla dentro de los
precios establecidos, podía sacar de ella el dinero necesario para comprar unas
alpargatas de suela de cáñamo con las que calzar a los críos que iban a la
escuela…
Jesús González ©
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