A los hombres no nos gustan las
mujeres perfectas. Son un incordio, nos recuerdan lo imperfectos que somos
nosotros. Es mejor que tengan algún defectillo al que podamos agarrarnos. Nos
hace sentir mejor. Porque vamos a ver, seamos sinceros: que los hombres somos
un producto defectuoso es una verdad de Perogrullo, ¡pero maldita la falta que
nos hace que venga una diosa griega para recordárnoslo con su perfección!
Lo que pasa es que las mujeres tienen
ventaja. Nos calan nada más vernos. Captan enseguida que somos una desgracia,
porque tienen el aparato ocular más desarrollado que nosotros. Los hombres
vemos mal. La naturaleza nos ha creado a todos con una malformación visual
congénita que nos hace ver a las mujeres mejores de lo que son. Y así nos va.
Ellas, en cambio, nos ven a nosotros tal como somos, maldita sea, y eso, claro,
nos perjudica. Nos toman la fila en cuanto nos echan el ojo encima. (¿Por qué,
entonces, nos aceptan a pesar de todo? Buena pregunta. Es un misterio. Hay
quien opina que es porque, aunque vean mejor, son más tontas: de lo contrario,
saldrían corriendo).
De todas formas, tranquilos. No
pasa nada. Hay esperanza, porque la mujer perfecta es un espejismo. Fruto de
nuestra imaginación calenturienta, nada más. Aunque ellas se lo crean, la mujer
perfecta, sencillamente, no existe. Lo descubrí cuando conocí a Julia.
De todas las mujeres que he
tenido el gusto de conocer (acepciones 4ª y 6ª de la RAE), Julia ha sido la más
llamativa, la más impresionante (salvando lo presente, que esta noche hay que
cenar). Era guapa, muy guapa. Era como un brazo de gitano de crema, que
empiezas a comer y no puedes parar. Sus ojos eran del color de la miel de
flores y cuando te miraban, de forma tan sensual, parecían pedirte a gritos:
“¡cómeme, cómeme!”. Su voz era como la melodía de una viola bien afinada que,
con notas celestiales, parecía pedirte a gritos: “¡cómeme, cómeme!”. Sus senos
(o, más bien, ¡cosenos!), desafiantes contra la ley de la gravedad, apuntando
altivos al universo, parecían pedirte a gritos… En fin, a lo que vamos: estaba
para mojar pan. Ah, y también era inteligente, que no se me olvide.
Confieso que la conversación no ocupaba
el punto más álgido entre mis prioridades cuando estaba con ella, pero también
es de agradecer. Sabía escuchar, sabía hablar (incluso diciendo algo), tenía ocurrencias.
Diríase, ¡qué horror!, que era perfecta. Hasta que descubrí que la sabia naturaleza,
quizás harta de tanta perfección, le había dejado una pequeña penitencia: Julia
tenía flojo el esfínter.
Al principio, me quedaba
perplejo, estupefacto. En el momento más inesperado, a veces incluso en el más
inoportuno, podía oírse un tenue, contenido, amortiguado redoble de tambor que
parecía provenir de los barrios bajos. Superado el comprensible desconcierto
inicial, uno, que es un caballero, hacía como quien no oye nada; pero, claro, tampoco
os voy a engañar, se te ponía la mosca tras la oreja. (Y como, además de
caballero, uno no es tonto, se ponía disimuladamente a barlovento). No
obstante, ella se comportaba con tal naturalidad, con tal ajenidad al hecho
presunto, que uno se quedaba con la duda de si no estaría siendo excesivamente
suspicaz al albergar tan escatológicas sospechas.
Si en las primeras ocasiones cabía
alguna esperanza de que no fuese lo que parecía, tras la pertinaz reiteración
del fenómeno, ya no hubo lugar a la incertidumbre. A veces, la cosa adquiría
tintes bucólicos: en los paseos por el bosque, podía quedarse rezagada y,
cuando le decía “¿Por qué te quedas atrás, Julia? ¿Es que estás cansada?”,
siempre se salía con que había visto algo que le había llamado la atención, y volvía
a acercarse, canturreando, con alguna amapola o margarita, que, la verdad, no
tenía nada de particular. Ah, eso sí, siempre volvía con cara de felicidad,
como si se hubiera quitado un peso de encima. Era enternecedor ver el efecto
que una humilde florecilla silvestre puede ejercer sobre una mujer sensible.
Bueno, hasta ahí, ¡qué le vamos a
hacer! Nada que objetar. Al fin y al cabo, son cosas que pasan y quién esté
libre de pecado que tire la primera piedra. Mientras Julia dispusiera de un
mínimo tiempo de planificación, no era preocupante. Lo malo era cuando le
pillaba a ella misma por sorpresa, a traición. Por ejemplo, pronto aprendí que
no había que contarle chistes, porque, cuando se reía, el peligro se acentuaba.
Una carcajada, una pérdida momentánea de concentración y… ¡zas!, ahí podía surgir
un intruso trémolo de contrabajo. La verdad, te quedas sin saber para dónde
mirar. Y como disimulaba tan bien, la condenada, y seguía riéndose como si
nada, ya no sabías si se reía del chiste o si había recochineo y, encima, se
estaba quedando contigo.
Lo peor, claro está, era cuando
tan comprometida eventualidad hacía su aparición en lugares concurridos, como,
por ejemplo, el cine o el supermercado. Pensaría uno que, en tales
circunstancias, estaría perdida y se hundiría en el oprobio y bochorno público.
Nada de eso. Es en las situaciones difíciles donde se crecen los grandes
maestros (en este caso, maestra) y donde hacen de su especialidad un arte.
Julia había desarrollado un
amplio abanico de técnicas de camuflaje y evasión. Sin ir más lejos: su dominio
en la maniobra del arrastre de zapato te dejaba boquiabierto. Sin darle apenas tiempo
a la naturaleza a que acabara su inoportuna intromisión, imprimía al tacón de
su zapato un ligero, pero firme, movimiento circular que, en virtud del roce
contra el suelo, producía un sonido. Dependiendo del material del suelo, la
coincidencia entre el sonido producido por su zapato y el retumbo original que
pretendía camuflar era más o menos afortunada, pero en general salía airosa. Sobre
todo, si el suelo era de madera.
Cuando había gente alrededor y el
suelo era de un material que no respondía a los socorridos rozamientos con el
zapato, echaba mano de otra técnica depurada. Apenas el avieso mugido nalgar hacía
acto de presencia, Julia podía alzar la barbilla, mirar displicentemente a
izquierda y derecha y comentar algo como: “¡Si es que hoy en día no sé a dónde
vamos a parar!” Un morro impresionante.
Otra persona que pretendiera
emular esas tácticas de disimulo se delataría enseguida, ruborizándose, evasiva
la mirada, los hombros abatidos, el estigma de la vergüenza aflorando a través
de todos sus poros. Nada de eso ocurría con Julia. Cuando todo iba mal y no
había forma de enmascarar la eufónica realidad, lograba el milagro de que quien
se sentía avergonzado era su acompañante (o sea, yo) y no ella. Te miraba a los
ojos con descaro, te sonreía como perdonándote la vida, y te daba un beso
misericordioso, como diciéndote sin palabras: “¡Pobrecito mío, si se le ha
escapado!” Y uno, que no estaba acostumbrado, pues se sonrojaba. Y quienes nos
rodeaban, al verla a ella tan tranquila y a mí tan azorado, me cargaban con el
mochuelo y me fusilaban con sus miradas reprobatorias. ¡Cuánto sonrojo, cuánta
humillación es un hombre capaz de aguantar por lo que todos sabemos!
La gota que colmó el vaso llegó
cuando, en una reunión de gente muy diversa, tras una de las trastadas de
Julia, se me acercó un hombre de mediana edad y me dijo, casi al oído: “soy
médico y, si quiere, puedo recetarle algo para ese problema”. ¡Qué vergüenza! Y
tomé una determinación.
Hablé claro con ella y le dije
que no podía seguir siendo tan descarada y que fuera al médico o se inventara
lo que quisiera, pero que a mí no me cargara más con el muerto. ¡En buena hora
se lo dije! Ya advirtió un sabio que “a las mujeres, o se las quiere o se las
comprende”: se ofendió tanto que me mandó al carajo. Irrevocablemente. Ya me
dolió, ya, pero me dije: “mira, si no hay brazo de gitano, comeré galletas
María, pero que cada palo aguante su vela, ¡qué caray!” Una sonora lástima, sí
señor.
2 comentarios:
Yo conocí una que aprovechaba el paso de los camiones. Pero un día, el camión terminó de pasar antes que ella. Vamos, que le faltó camión. Pero al menos no pretendió cargarle el mochuelo a otro como Julia.
¡Fallo técnico! Hay que escoger los camiones con seis ejes, ¡por favor!
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