sábado, 1 de febrero de 2014

LA MUJER PERFECTA





A los hombres no nos gustan las mujeres perfectas. Son un incordio, nos recuerdan lo imperfectos que somos nosotros. Es mejor que tengan algún defectillo al que podamos agarrarnos. Nos hace sentir mejor. Porque vamos a ver, seamos sinceros: que los hombres somos un producto defectuoso es una verdad de Perogrullo, ¡pero maldita la falta que nos hace que venga una diosa griega para recordárnoslo con su perfección! 

Lo que pasa es que las mujeres tienen ventaja. Nos calan nada más vernos. Captan enseguida que somos una desgracia, porque tienen el aparato ocular más desarrollado que nosotros. Los hombres vemos mal. La naturaleza nos ha creado a todos con una malformación visual congénita que nos hace ver a las mujeres mejores de lo que son. Y así nos va. Ellas, en cambio, nos ven a nosotros tal como somos, maldita sea, y eso, claro, nos perjudica. Nos toman la fila en cuanto nos echan el ojo encima. (¿Por qué, entonces, nos aceptan a pesar de todo? Buena pregunta. Es un misterio. Hay quien opina que es porque, aunque vean mejor, son más tontas: de lo contrario, saldrían corriendo).

De todas formas, tranquilos. No pasa nada. Hay esperanza, porque la mujer perfecta es un espejismo. Fruto de nuestra imaginación calenturienta, nada más. Aunque ellas se lo crean, la mujer perfecta, sencillamente, no existe. Lo descubrí cuando conocí a Julia.

De todas las mujeres que he tenido el gusto de conocer (acepciones 4ª y 6ª de la RAE), Julia ha sido la más llamativa, la más impresionante (salvando lo presente, que esta noche hay que cenar). Era guapa, muy guapa. Era como un brazo de gitano de crema, que empiezas a comer y no puedes parar. Sus ojos eran del color de la miel de flores y cuando te miraban, de forma tan sensual, parecían pedirte a gritos: “¡cómeme, cómeme!”. Su voz era como la melodía de una viola bien afinada que, con notas celestiales, parecía pedirte a gritos: “¡cómeme, cómeme!”. Sus senos (o, más bien, ¡cosenos!), desafiantes contra la ley de la gravedad, apuntando altivos al universo, parecían pedirte a gritos… En fin, a lo que vamos: estaba para mojar pan. Ah, y también era inteligente, que no se me olvide.

Confieso que la conversación no ocupaba el punto más álgido entre mis prioridades cuando estaba con ella, pero también es de agradecer. Sabía escuchar, sabía hablar (incluso diciendo algo), tenía ocurrencias. Diríase, ¡qué horror!, que era perfecta. Hasta que descubrí que la sabia naturaleza, quizás harta de tanta perfección, le había dejado una pequeña penitencia: Julia tenía flojo el esfínter.

Al principio, me quedaba perplejo, estupefacto. En el momento más inesperado, a veces incluso en el más inoportuno, podía oírse un tenue, contenido, amortiguado redoble de tambor que parecía provenir de los barrios bajos. Superado el comprensible desconcierto inicial, uno, que es un caballero, hacía como quien no oye nada; pero, claro, tampoco os voy a engañar, se te ponía la mosca tras la oreja. (Y como, además de caballero, uno no es tonto, se ponía disimuladamente a barlovento). No obstante, ella se comportaba con tal naturalidad, con tal ajenidad al hecho presunto, que uno se quedaba con la duda de si no estaría siendo excesivamente suspicaz al albergar tan escatológicas sospechas.

Si en las primeras ocasiones cabía alguna esperanza de que no fuese lo que parecía, tras la pertinaz reiteración del fenómeno, ya no hubo lugar a la incertidumbre. A veces, la cosa adquiría tintes bucólicos: en los paseos por el bosque, podía quedarse rezagada y, cuando le decía “¿Por qué te quedas atrás, Julia? ¿Es que estás cansada?”, siempre se salía con que había visto algo que le había llamado la atención, y volvía a acercarse, canturreando, con alguna amapola o margarita, que, la verdad, no tenía nada de particular. Ah, eso sí, siempre volvía con cara de felicidad, como si se hubiera quitado un peso de encima. Era enternecedor ver el efecto que una humilde florecilla silvestre puede ejercer sobre una mujer sensible.

Bueno, hasta ahí, ¡qué le vamos a hacer! Nada que objetar. Al fin y al cabo, son cosas que pasan y quién esté libre de pecado que tire la primera piedra. Mientras Julia dispusiera de un mínimo tiempo de planificación, no era preocupante. Lo malo era cuando le pillaba a ella misma por sorpresa, a traición. Por ejemplo, pronto aprendí que no había que contarle chistes, porque, cuando se reía, el peligro se acentuaba. Una carcajada, una pérdida momentánea de concentración y… ¡zas!, ahí podía surgir un intruso trémolo de contrabajo. La verdad, te quedas sin saber para dónde mirar. Y como disimulaba tan bien, la condenada, y seguía riéndose como si nada, ya no sabías si se reía del chiste o si había recochineo y, encima, se estaba quedando contigo.

Lo peor, claro está, era cuando tan comprometida eventualidad hacía su aparición en lugares concurridos, como, por ejemplo, el cine o el supermercado. Pensaría uno que, en tales circunstancias, estaría perdida y se hundiría en el oprobio y bochorno público. Nada de eso. Es en las situaciones difíciles donde se crecen los grandes maestros (en este caso, maestra) y donde hacen de su especialidad un arte. 

Julia había desarrollado un amplio abanico de técnicas de camuflaje y evasión. Sin ir más lejos: su dominio en la maniobra del arrastre de zapato te dejaba boquiabierto. Sin darle apenas tiempo a la naturaleza a que acabara su inoportuna intromisión, imprimía al tacón de su zapato un ligero, pero firme, movimiento circular que, en virtud del roce contra el suelo, producía un sonido. Dependiendo del material del suelo, la coincidencia entre el sonido producido por su zapato y el retumbo original que pretendía camuflar era más o menos afortunada, pero en general salía airosa. Sobre todo, si el suelo era de madera. 

Cuando había gente alrededor y el suelo era de un material que no respondía a los socorridos rozamientos con el zapato, echaba mano de otra técnica depurada. Apenas el avieso mugido nalgar hacía acto de presencia, Julia podía alzar la barbilla, mirar displicentemente a izquierda y derecha y comentar algo como: “¡Si es que hoy en día no sé a dónde vamos a parar!” Un morro impresionante. 

Otra persona que pretendiera emular esas tácticas de disimulo se delataría enseguida, ruborizándose, evasiva la mirada, los hombros abatidos, el estigma de la vergüenza aflorando a través de todos sus poros. Nada de eso ocurría con Julia. Cuando todo iba mal y no había forma de enmascarar la eufónica realidad, lograba el milagro de que quien se sentía avergonzado era su acompañante (o sea, yo) y no ella. Te miraba a los ojos con descaro, te sonreía como perdonándote la vida, y te daba un beso misericordioso, como diciéndote sin palabras: “¡Pobrecito mío, si se le ha escapado!” Y uno, que no estaba acostumbrado, pues se sonrojaba. Y quienes nos rodeaban, al verla a ella tan tranquila y a mí tan azorado, me cargaban con el mochuelo y me fusilaban con sus miradas reprobatorias. ¡Cuánto sonrojo, cuánta humillación es un hombre capaz de aguantar por lo que todos sabemos! 

La gota que colmó el vaso llegó cuando, en una reunión de gente muy diversa, tras una de las trastadas de Julia, se me acercó un hombre de mediana edad y me dijo, casi al oído: “soy médico y, si quiere, puedo recetarle algo para ese problema”. ¡Qué vergüenza! Y tomé una determinación.  

Hablé claro con ella y le dije que no podía seguir siendo tan descarada y que fuera al médico o se inventara lo que quisiera, pero que a mí no me cargara más con el muerto. ¡En buena hora se lo dije! Ya advirtió un sabio que “a las mujeres, o se las quiere o se las comprende”: se ofendió tanto que me mandó al carajo. Irrevocablemente. Ya me dolió, ya, pero me dije: “mira, si no hay brazo de gitano, comeré galletas María, pero que cada palo aguante su vela, ¡qué caray!” Una sonora lástima, sí señor.

                        José-Pedro Cladera ©

2 comentarios:

Anónimo dijo...


Yo conocí una que aprovechaba el paso de los camiones. Pero un día, el camión terminó de pasar antes que ella. Vamos, que le faltó camión. Pero al menos no pretendió cargarle el mochuelo a otro como Julia.

Pedro dijo...

¡Fallo técnico! Hay que escoger los camiones con seis ejes, ¡por favor!