(De
los de comer.
Si
quieres, de los otros
te
hablo otro día).
Me revientan las mentiras.
Además, que quien miente de ese modo, es que da por seguro que somos tontos. Y
hombre, tampoco es que seamos los que inventamos la pólvora, pero que pretendan
hacernos creer que son caseros los cientos y cientos de kilos de chorizos que
se venden en todas las chacinerías de España, es pasarse un pelín. ¿O no?
Porque os habréis fijado que con la cara mas
dura del mundo colocan delante de la
mercancía a vender, un cartel con la mentira clarísima: “Chorizo casero”. Y
a mi me dan unas ganas tremendas de decirle a la señora del delantal blanco,
que por educación y respeto a quien de entrada ya no respeta a sus clientes, no
le diga la verdad que yo estoy pensando de ella.
Casero
es lo que se hace en casa, y lo demás
son pamplinas. Mira, yo recuerdo los que se hacían en la mía, en aquellos
tiempos cuando para matar el chón había que cuidarse mucho de que no fueran
días de viento sur porque se asuraban las salazones. Eran chorizos mejor o peor hechos; más o menos sabrosos, con sobra o con falta de un poco de sal o
picante, pero caseros, eso si. Porque se hacían en casa, y sabías que comías
calidad de primera.
Casi
todo el mundo tenía una máquina de picar carne, y a quien no la tenía, se la
prestaba el vecino que para el caso era lo mismo. Eran de hierro o duro-aluminio, con manivela;
dentro llevaban una espiral sin fin, unas cuchillas y un juego de boquillas de
distinto diámetro para que el tamaño de lo picado fuera a gusto del consumidor.
Después se le quitaban las cuchillas y la boquilla, y en su lugar se colocaba
otra boquilla distinta con tubo hacia
afuera, donde se embutía la tripa a llenar del bendito picadillo. ¡Facilísimo!
Sobre
la mesa de madera, porque entonces las mesas de todas las casas eran de madera,
y el noventa por ciento de madera de pino, se aseguraba la máquina de picar con
la manivela fuera del borde para que al que le tocara manejarla le fuera más
cómodo. Con cuchillos de buen tamaño que previamente se afilaron en la piedra
de arenisca que había en los portales de todas las casas, se iban cortando
tiras de carne y tiras de tocino, y ¡hala!, a picar se dijo. Según el gusto del
amo, la mezcla se hacía más o menos magra;
Algunos
añadían un poco de agua, ajos picados según el gusto, la sal que consideraban necesaria, y el
imprescindible pimentón dulce con un toque
de picante también según el gusto.
Remangada
hasta los codos, y en un “barreñón” grande de barro, amasa y vuelta a amasar.
El dedo índice de la mano derecha a la boca, y un minucioso paladeo era
suficiente para que la entendida añadiera un poco más de sal, o media cuchara del pimentón picante si lo consideraba
necesario. Cuando todo estaba en su punto,
se lo dejaba macerando un par de días tapado con un paño blanco y
limpio, que se había aprovechado de una sábana vieja y sucia.
Por
último se embutía la tripa en el tubo, se llenaba de picadillo la máquina, se
giraba de nuevo la manivela, y una larga
longaniza iba creciendo con una facilidad pasmosa. Con un hilo de bramante se
ataban los chorizos al tamaño deseado, se ponían unos días a secar un poco
colgados cerca del hollín de la lumbre, y por último descansaban mientras
existieran colgados del palo o los palos que se habían colocado en el techo
de la cocina.
Eso
eran chorizos caseros. Lo demás son
burdas imitaciones. Un chorizo de aquellos con un par de huevos del gallinero y
unas patatas fritas, hacían trabajar a un hombre tirando de pico y pala durante
una semana sin cansarse. Ahora, ni los huevos son huevos, ni es chorizo el chorizo. Los primeros con una
clara sin densidad, y una yema sin sustancia, que se fabrican en una granja
multitudinaria con un pienso compuesto, que tampoco es pienso. Los últimos… Pero mira, hombre, ¿tú no recuerdas que antes entrabas en
cualquier cocina de cualquier pueblo y tenías que andar saltando de un lado a
otro para que los goterones de grasa
roja no te desgraciaran la única camisa blanca que tenías? ¿No recuerdas cuando
para desayunar antes de irte a la siega, tu madre te freía un chorizo que se
reventaba de puro gusto, porque los cuerpos con el calor siempre se dilataron? Fríes ahora un chorizo de esos que te venden
por ahí, y se “arreguña” y encoge sobre sí, lo mismo que lo
hace un limaco cuando le pisas.
¡No
son caseros, no! son chorizos momificados, para que duren si hace falta, tanto como Tutankamón en Egipto.
Jesús González ©
3 comentarios:
O sea que ni los huevos son huevos ni los chorizos son chorizos. ¿No será que lo que hay son muchos chorizos con un par de... eso?
O sea que ni los huevos son huevos ni los chorizos son chorizos. ¿No será que lo que hay son muchos chorizos con un par de... eso?
Muchos no, Pedro. !Muchísimos! Calcula los que conocemos. Los que nos faltan por conocer, y lo que no conoceremos nunca
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