sábado, 8 de febrero de 2014

CHORIZOS





(De los de comer.
Si quieres,  de los  otros
te hablo otro día).
              

               Me revientan las mentiras. Además, que quien miente de ese modo, es que da por seguro que somos tontos. Y hombre, tampoco es que seamos los que inventamos la pólvora, pero que pretendan hacernos creer que son caseros los cientos y cientos de kilos de chorizos que se venden en todas las chacinerías de España, es pasarse un pelín. ¿O no?

             Porque os habréis fijado que con la cara mas dura del mundo colocan  delante de la mercancía a vender,  un cartel  con la mentira clarísima: “Chorizo casero”. Y a mi me dan unas ganas tremendas de decirle a la señora del delantal blanco, que por educación y respeto a quien de entrada ya no respeta a sus clientes, no le diga la verdad que yo estoy pensando de ella.

            Casero es lo que se hace en  casa, y lo demás son pamplinas. Mira, yo recuerdo los que se hacían en la mía, en aquellos tiempos cuando para matar el chón había que cuidarse mucho de que no fueran días de viento sur porque se asuraban las salazones. Eran chorizos   mejor o peor hechos; más o menos sabrosos,  con sobra o con falta de un poco de sal o picante, pero caseros, eso si. Porque se hacían en casa, y sabías que comías calidad de primera.

            Casi todo el mundo tenía una máquina de picar carne, y a quien no la tenía, se la prestaba el vecino que para el caso era lo mismo.  Eran de hierro o duro-aluminio, con manivela; dentro llevaban una espiral sin fin, unas cuchillas y un juego de boquillas de distinto diámetro para que el tamaño de lo picado fuera a gusto del consumidor. Después se le quitaban las cuchillas y la boquilla, y en su lugar se colocaba otra boquilla distinta  con tubo hacia afuera, donde se embutía la tripa a llenar del bendito picadillo. ¡Facilísimo!

            Sobre la mesa de madera, porque entonces las mesas de todas las casas eran de madera, y el noventa por ciento de madera de pino, se aseguraba la máquina de picar con la manivela fuera del borde para que al que le tocara manejarla le fuera más cómodo. Con cuchillos de buen tamaño que previamente se afilaron en la piedra de arenisca que había en los portales de todas las casas, se iban cortando tiras de carne y tiras de tocino, y ¡hala!, a picar se dijo. Según el gusto del amo, la mezcla se hacía más o menos magra;

            Algunos añadían un poco de agua, ajos picados según el gusto,  la sal que consideraban necesaria, y el imprescindible pimentón dulce con un toque  de picante también según el gusto.        
            Remangada hasta los codos, y en un “barreñón” grande de barro, amasa y vuelta a amasar. El dedo índice de la mano derecha a la boca, y un minucioso paladeo era suficiente para que la entendida añadiera un poco más  de sal, o media cuchara  del pimentón picante si lo consideraba necesario. Cuando todo estaba en su punto,  se lo dejaba macerando un par de días tapado con un paño blanco y limpio, que se había aprovechado de una sábana vieja y sucia.

            Por último se embutía la tripa en el tubo, se llenaba de picadillo la máquina, se giraba de nuevo la manivela, y  una larga longaniza iba creciendo con una facilidad pasmosa. Con un hilo de bramante se ataban los chorizos al tamaño deseado, se ponían unos días a secar un poco colgados cerca del hollín de la lumbre, y por último descansaban mientras existieran colgados del palo o los palos que se habían colocado en el techo de  la cocina.

            Eso eran chorizos  caseros. Lo demás son burdas imitaciones. Un chorizo de aquellos con un par de huevos del gallinero y unas patatas fritas, hacían trabajar a un hombre tirando de pico y pala durante una semana sin cansarse. Ahora, ni los huevos  son huevos, ni  es chorizo el chorizo. Los primeros con una clara sin densidad, y una yema sin sustancia, que se fabrican en una granja multitudinaria con un pienso compuesto, que tampoco es pienso.  Los últimos… Pero mira, hombre,  ¿tú no recuerdas que antes entrabas en cualquier cocina de cualquier pueblo y tenías que andar saltando de un lado a otro  para que los goterones de grasa roja no te desgraciaran la única camisa blanca que tenías? ¿No recuerdas cuando para desayunar antes de irte a la siega, tu madre te freía un chorizo que se reventaba de puro gusto, porque los cuerpos con el calor siempre se dilataron?   Fríes ahora un chorizo de esos que te venden por ahí, y se “arreguña” y encoge sobre sí, lo mismo  que  lo hace un limaco cuando le pisas.

            ¡No son caseros, no! son chorizos momificados, para que duren si hace falta, tanto como  Tutankamón en Egipto.

              Jesús González ©

3 comentarios:

Pedro dijo...

O sea que ni los huevos son huevos ni los chorizos son chorizos. ¿No será que lo que hay son muchos chorizos con un par de... eso?

Pedro dijo...

O sea que ni los huevos son huevos ni los chorizos son chorizos. ¿No será que lo que hay son muchos chorizos con un par de... eso?

Anónimo dijo...


Muchos no, Pedro. !Muchísimos! Calcula los que conocemos. Los que nos faltan por conocer, y lo que no conoceremos nunca