jueves, 9 de enero de 2014

MARISA





A quien no lo haya vivido en primera persona, le resultará difícil hacerse una idea de lo que supone, para un adolescente, tener dos hermanas que sean uno y dos años menores que él. Por decirlo claro: un regalo, un chollo.

Yo crecí en tan afortunada situación. Mi casa recibía un flujo constante de amigas de mis hermanas que siempre tenían la edad adecuada. Cuando yo tenía quince años, ellas tenían de trece a catorce; cuando yo tenía diecisiete, ellas, entre quince y dieciséis, y así sucesivamente mientras viví en casa de mis padres. Era como si los Reyes Magos llegaran cada fin de semana con sus regalos, en forma de tirabuzones rubios, colas de caballo morenas o trenzas pelirrojas. Era la envidia de mis amigos que, o no tenían hermanas, o sus edades no eran las adecuadas.

Habías dos temporadas, por llamarlas de alguna forma. En invierno, llegaban las amigas del colegio; luego, del instituto; más tarde, de la universidad. En verano, como siempre lo pasábamos en un pueblo de veraneantes, llegaban otras, cuya presencia era más efímera, porque la temporada era, naturalmente, más corta. De estas últimas, guardo un recuerdo particularmente especial de Marisa.

Tenía yo diecinueve años cuando, al comienzo del verano, una de mis hermanas la trajo por casa. Era nueva, mona, y enseguida me contó que quería ser psicóloga. Siempre me han resultado odiosas las mujeres que se ponen a psicoanalizarte a la primera de cambio, y eso es justo lo que hizo Marisa. A los dos o tres días, ya alardeaba de que me conocía mejor que nadie. 

Así que no me cayó muy bien de entrada la tal Marisa. Por lo que me decía, parece que tenía yo un problema, que me cansaba pronto de las chicas; pero, ¡mira por dónde!, barruntaba la psicóloga en ciernes que la culpa no era tanto mía como de ellas. El problema era… que no me comprendían. Y ella, claro está, sí me comprendía. ¡Qué puede hacer un hombre ante una mujer así! ¡Una mujer que te conoce hasta ese extremo! Estaba desarmado, así que me puse en sus manos.

No tardé en descubrir que, ciertamente, Marisa me comprendía muy bien. Me comprendía en el garaje de mi casa, que se podía cerrar por dentro; me comprendía en su cuarto, cuando sus padres no estaban; me comprendía en el bosque, donde teníamos nuestro lugar favorito para tan apremiantes terapias. La cosa funcionaba. Nunca me había sentido tan comprendido por ninguna otra chica; debía de ser por sus dotes innatas de psicología aunadas con su encomiable entusiasmo por ponerlas en práctica. 

A veces, de tan comprendido que me sentía, llegaba a casa hecho polvo. Mi madre podía decirme un día: “¡Vaya hambre que tienes, comes como una lima!”; y otro: “Andas muy cansado últimamente, ya te he dicho que no juegues dos partidos de fútbol al día”. Pobre mamá, no sabe la de goles que marqué de farol, pero ¡cómo iba a contarle que estaba en tratamiento psicológico! Creo que no lo hubiera visto bien.

Acabó el verano y la vida volvió a los lugares y ritmos del invierno. Marisa vivía a cuatrocientos kilómetros de distancia, y eso era muy lejos en aquellos tiempos en los que la movilidad no era la de ahora, así que fueron pasando los meses y no nos veíamos. Descubrí que la terapia psicológica epistolar no era efectiva. Sus cartas me aburrieron casi instantáneamente; no me sentía nada, nada comprendido, así que dejamos de escribirnos.

Al verano siguiente, estaba yo ansioso por recuperar mi terapia, porque ya se sabe que los tratamientos psicológicos son como las pastillas del colesterol, que hay que seguir tomándolas; si no, no sirven para nada y el pajolero te vuelve a subir enseguida. Después del largo invierno, nadie había conseguido, ni por asomo, acercarse a la eficiencia comprensiva de Marisa, así que no veía el día de que apareciese por el pueblo (tal es la dependencia que puede llegar a fraguarse entre especialista y paciente).

Marisa nunca volvió por allí de vacaciones. De hecho, no volví a verla nunca más. La eché mucho de menos aquel verano, porque me sentí muy incomprendido. Dondequiera que esté, seguro que ha sido, o quizás sigue siendo aún, una excelente psicóloga.

Pedro Cladera ©

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Dichoso tú que aún recuerdas los tiempos en que necesitabas "ser comprendido". Bonito relato.

Anónimo dijo...

Gracias por dejarnos este bonito y correcto texto, es un placer leerte.
Abrazo.
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