Hacía
como tres meses que Uca no era la misma
mujer. “Trajinadora” y activa lo fue
ella siempre lo mismo en la casa que trabajando la tierra, o volteando la yerba
seca del verano. Su hombre vistió pantalones azules de mahón con buen tiempo, y
de pana negros o marrones cuando el frío
acuciaba, pero siempre limpios como un jaspe; y los críos fueron a la escuela “tresnáos” como ningún otro, con las uñas cortadas y la
cara y las manos lavadas como Dios manda.
Pero
que lo de ahora en Uca no era normal, hasta un ciego era capaz de verlo. Nadie
sabía si en la vivienda, de puertas para adentro, sería lo mismo; pero que
aquella primavera fue ella sola quien
segó, atropó y acarreó toda la yerba verde que día tras día comían las vacas
que había en la cuadra, eso estuvo a la vista de todos. Tampoco esperó a que Jandro regresara de trabajar del Coto
donde ganaba el jornal de cada día, y
fue ella sola sin la ayuda de nadie, quien “cuchó” todos los prados y tierras que
había que “cuchar” en la casa.
Para
moverse mejor, arrinconó las albarcas tras la puerta de la cuadra, y calzando
unas botas altas de goma negra se encaramó cada mañana al romper el día sobre
la pila de estiércol que tenían en la
“güerta”, y sin levantar el lomo, con la
pala de cinco guinchos cargó el carro hasta el borde de la “jezna”.
Echaba después encima el “badillo” que sujetaba
clavando sobre él la “trente”, y arreaba con energía al par de mixtas uncidas al yugo,
que tiraban del carro con la misma
energía que su ama las arreaba. En
el lugar a abonar quitaba el zarzo de la parte trasera, y clavaba como con
rabia la “trente” en el estiércol para arrastrar de él una y otra vez hasta ir dejando por todo el campo
pequeñas pilas de abono, que en otro momento esparciría.
Lo
que nadie sabía en el pueblo es que Uca se desfogaba así de una furia interior
que le revolvía en silencio las tripas, y de unas cavilaciones y dudas que
machacaban sin cesar sus sienes,
haciéndola sentir de continuo un
fuego que le abrasaba el cerebro.
Jandro, ya no era su Jandro. Aquella adoración
que siempre sintió por ella, se había
transformado en un ritual forzado que la dejaba fría, por más que él intentara
disimular lo que era evidente. La
fogosidad placentera de Jandro se tornó
en un “cumplir” porque así debían de ser las cosas, y a las caricias les
faltó aquella autenticidad que tanto extrañó a Uca. En silencio, como si nada raro sospechara la
mujer, esta agudizó los cinco sentidos
para descubrir en primer lugar la mayor frecuencia con que se bañaba su marido.
Casi sin proponérselo se hizo esclava del reloj quien le confirmó que Jandro regresaba algunas noches de jugar la partida de cartas
en la taberna bastante más tarde de lo habitual, cosa que se apresuraba a justificar sin que ella
pidiera explicaciones, diciéndole como
sin darle importancia que la cosa se había liado más de la cuenta.
Cuando
en la intimidad de la noche el hombre la envolvía en sus brazos, Uca agudizaba
su sentido del olfato, y lo mismo que el
hocico de un perro sabueso busca entre la maraña de maleza el rastro de la
liebre, su nariz se hundía entre el
vello del pecho amado para empaparse una
y otra vez del aroma desconocido que con frecuencia alguien dejaba impregnado…
Uca siguió lo que se dice manteniendo el tipo sin
hacer una sola pregunta. Se esforzó en atender mejor si cabe la comida que cada
mañana ponía en la cesta que Jandro llevaba al Coto, y cada fin de semana le
ponía al alcance de la mano ropa limpia recién planchada. Se cuidaba cada
anochecer de que los niños no se acostaran sin haber hecho los deberes, y huyó
de los minutos de ocio empleando hasta el último segundo en limpiar de malas
hierbas las cebollas y demás hortalizas
plantadas en el huerto, hasta el día aquel, que…
Descargó
la última porción de “cuchu” en la tierra que pensaba arar al día siguiente, y
con el “badillo” limpió las tablas del carro sobre las que extendió un saco
vacío de esparto, y se sentó sobre él. Arreó las vacas que conocían el camino
de regreso a la cuadra, y mientras se alejaban del lugar envidió el amor con
que un par de jilgueros tejían el nido
que construían en las ramas de un manzano plantado al lado de la cambera. De
repente Uca levantó la cabeza como mirando al cielo, y las aletas de su nariz se
expandieron como un radar que busca en el espacio. Se incorporó de un salto
sobre las tablas del carro, y el aroma del perfume, que tantas veces olió en
secreto sobre el cuerpo de su marido, le abofeteó de pleno en la cara.
Allí venía ella, Malia, sonriente,
pizpireta, y repeinada.
Uca
se fue enterando paulatinamente de lo ocurrido… Parece ser que sin pensarlo
siquiera agarró la “trente” que iba en el carro, y la clavó con tal fuerza
sobre la cabeza de Malia, que la dejó sin
sentido tirada en el suelo con el cuero cabelludo desgarrado. Se le embotaron los sentidos, y no
percibió más que gritos y carreras de las gentes del pueblo que iban y
venían… La consecuencia final fue una ambulancia que transportó a Malia al
hospital, un Todo Terreno de la Guardia
Civil que transportó a Uca a la cárcel,
y que el pueblo entero tuvo tema suficiente para que las mujeres comentaran en
el lavadero, y los hombres en la taberna, al menos un par de meses…
Jesús González ©
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