viernes, 3 de enero de 2014

LA TRENTE






            Hacía como tres meses que Uca  no era la misma mujer. “Trajinadora” y activa  lo fue ella siempre lo mismo en la casa que trabajando la tierra, o volteando la yerba seca del verano.  Su hombre  vistió  pantalones azules de mahón con buen tiempo, y de pana negros o marrones cuando  el frío acuciaba, pero siempre limpios como un jaspe; y los críos fueron   a la escuela “tresnáos”  como ningún otro, con las uñas cortadas y la cara y las manos lavadas como Dios manda.



            Pero que lo de ahora en Uca no era normal, hasta un ciego era capaz de verlo. Nadie sabía si en la vivienda, de puertas para adentro, sería lo mismo; pero que aquella primavera fue ella sola quien segó, atropó y acarreó toda la yerba verde que día tras día comían las vacas que había en la cuadra, eso estuvo a la vista de todos. Tampoco esperó  a que Jandro regresara de trabajar del Coto donde ganaba el jornal de cada día,  y fue ella sola sin la ayuda de nadie,  quien “cuchó” todos los prados y tierras que había que “cuchar” en la casa.



            Para moverse mejor, arrinconó las albarcas tras la puerta de la cuadra, y calzando unas botas altas de goma negra se encaramó cada mañana al romper el día sobre la pila de estiércol que tenían en  la “güerta”, y  sin levantar el lomo, con la pala de  cinco guinchos  cargó el carro hasta el borde de la “jezna”. Echaba después encima el “badillo” que sujetaba  clavando sobre él la “trente”, y arreaba  con energía al par de mixtas uncidas al yugo, que tiraban del carro con la misma  energía que su ama las arreaba.  En el lugar a abonar quitaba el zarzo de la parte trasera, y clavaba como con rabia la “trente” en el estiércol para arrastrar de él una y otra   vez hasta ir dejando por todo el campo pequeñas pilas de abono, que en otro momento esparciría.



            Lo que nadie sabía en el pueblo es que Uca se desfogaba así de una furia interior que le revolvía en silencio las tripas, y de unas cavilaciones y dudas que machacaban sin cesar sus sienes,  haciéndola sentir de continuo  un fuego que le abrasaba el cerebro.



             Jandro, ya no era su Jandro. Aquella adoración  que siempre sintió por ella, se había transformado en un ritual forzado que la dejaba fría, por más que él intentara disimular  lo que era evidente. La fogosidad  placentera de Jandro se tornó en un “cumplir” porque así debían de ser las cosas, y a las caricias les faltó  aquella autenticidad  que tanto extrañó a Uca. En  silencio, como si nada raro sospechara la mujer,  esta agudizó los cinco sentidos para descubrir en primer lugar la mayor frecuencia con que se bañaba su marido. Casi sin proponérselo se hizo  esclava  del reloj quien le confirmó que Jandro regresaba algunas noches de jugar la partida de cartas en la taberna bastante más tarde de lo habitual,  cosa que se apresuraba a justificar sin que ella pidiera explicaciones, diciéndole  como sin darle importancia  que la  cosa se había liado más de la cuenta.



            Cuando en la intimidad de la noche el hombre la envolvía en sus brazos, Uca agudizaba su sentido del olfato, y lo mismo que el hocico de un perro sabueso busca entre la maraña de maleza el rastro de la liebre, su nariz se hundía  entre el vello  del pecho amado para empaparse una y otra vez del aroma desconocido que con frecuencia alguien dejaba impregnado…



            Uca  siguió lo que se dice manteniendo el tipo sin hacer una sola pregunta. Se esforzó en atender mejor si cabe la comida que cada mañana ponía en la cesta que Jandro llevaba al Coto, y cada fin de semana le ponía al alcance de la mano ropa limpia recién planchada. Se cuidaba cada anochecer de que los niños no se acostaran sin haber hecho los deberes, y huyó de los minutos de ocio empleando hasta el último segundo en limpiar de malas hierbas las cebollas y demás hortalizas  plantadas en el huerto, hasta el día aquel, que…



            Descargó la última porción de “cuchu” en la tierra que pensaba arar al día siguiente, y con el “badillo” limpió las tablas del carro sobre las que extendió un saco vacío de esparto, y se sentó sobre él. Arreó las vacas que conocían el camino de regreso a la cuadra, y mientras se alejaban del lugar envidió el amor con que un par de jilgueros  tejían el nido que construían en las ramas de un manzano plantado al lado de la cambera. De repente Uca levantó la cabeza como mirando al cielo, y las aletas de su nariz se expandieron como un radar que busca en el espacio. Se incorporó de un salto sobre las tablas del carro, y el aroma del perfume, que tantas veces olió en secreto sobre el cuerpo de su marido, le abofeteó de pleno en la cara. Allí  venía ella, Malia, sonriente, pizpireta, y repeinada.



            Uca se fue enterando paulatinamente de lo ocurrido… Parece ser que sin pensarlo siquiera agarró la “trente” que iba en el carro, y la clavó con tal fuerza sobre la cabeza  de Malia, que la dejó sin sentido tirada en el suelo con el cuero cabelludo desgarrado. Se le embotaron los sentidos, y no percibió más que gritos y carreras de las gentes del pueblo que iban y venían… La consecuencia final fue una ambulancia que transportó a Malia al hospital, un  Todo Terreno de la Guardia Civil que transportó a Uca a  la cárcel, y que el pueblo entero tuvo tema suficiente para que las mujeres comentaran en el lavadero, y los hombres en la taberna, al menos un par de meses…



                 Jesús González ©

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