Siempre saltábamos de la cama con la preocupación de llegar tarde para llevar la leche al puesto de recogida. Teníamos a nuestro favor la ventaja de que como en aquel entonces no se había inventado en nuestros pueblos el cuarto de baño, no nos teníamos que duchar, y no perdíamos el tiempo en semejantes modernidades. Vestíamos el pantalón en la alcoba, y terminábamos de abrochar los botones de la camisa en la cocina mientras soplábamos la leche caliente que bebíamos a sorbos entre mordisco y mordisco a los tortos fritos hechos con harina de maíz, que la madre nos acercaba en un plato de porcelana desportillada.
Corríamos al pajar de la cuadra, y dejábamos caer por los cebaderos la yerba suficiente para que las vacas estuvieran entretenidas mientras les sacábamos de las ubres lo que para nosotros era el brebaje de vida de nuestra existencia, y el oro blanco por el que las empresas lácteas nos pagaban el mínimo imprescindible que nos permitiera poco más que cubrir el cuerpo con ropas poco menos que harapientas…
Las vacas se habían levantado al olor del maná que a través de los cebaderos les llegaba del pajar, y lo primero que hacíamos nosotros era cepillarles el lomo para que no se resbalaran hasta el caldero de ordeñar la grana, las hierbas y el polvo que sobre los animales se desprendían constantemente del techo hecho con zarzos y tablones mal colocados. Quitábamos de la ubre de la vaca a ordeñar, los trozos de helecho o hierba que pudiera haber pegados, colocábamos junto a sus patas traseras el tajo en que nos sentábamos, y sosteníamos entre las piernas el caldero de cinc.
Generalmente eran dóciles, y a veces hasta daba la impresión de que agradecían que les aliviáramos la presión de las ubres; pero también las había que no estaban muy de acuerdo con el masaje a que se les sometía con intención de que apoyaran la leche, y se movían inquietas de un lado para otro hasta que un buen estacazo dado con el mismo “tajo” donde uno se sentaba, las convencía de que estarse quietas era lo más saludable. Después que un par de rabazos le cruzaba la cara al ordeñador dejándole tatuados los pelos del rabo como si fueran las cuerdas de una guitarra, no le quedaba a uno más remedio que con sus mismas crines atarle la cola a pata, para que no volviera a suceder y así se acabaran de una vez todos los inconvenientes.
Con el masaje la ubre se ponía turgente, se le pronunciaban las venas azuladas, y se acentuaba el color sonrosado. Solíamos humedecer las manos con las primeras gotas de leche, y empuñábamos los pezones tersos, oprimiéndolos escalonadamente con el dedo índice, corazón, anular y meñique de la mano derecha, y alternábamos la maniobra con otro pezón en la mano izquierda, en tanto el anterior se llenaba nuevamente de leche. Y así, derecha, izquierda, derecha, con un ritmo que cada vez hacíamos más acelerado, no parábamos hasta comprobar que la ubre se quedaba flácida porque en su interior se había agotado el caudal lácteo. No todas las vacas se ordeñaban con la misma facilidad. Solíamos hablar de esta diferencia diciendo que tal o cual vaca era más dura o más tierna, de ordeño. Supuse siempre que se debería a la mayor o menor anchura del conducto del pezón, o al calibre más o menos cerrado de su esfínter al exterior.
En aquellos tiempos raramente una sola vaca llenaba el caldero de leche. Blanca y dulce, coronada por diez centímetros de espuma que balanceaban en su cúspide dos o tres hierbas secas recién desprendidas del techo, vertíamos la leche en el colador colocado sobre la olla de doce litros de capacidad, que habíamos situado en lugar cercano.
Para entonces, ya habían hecho acto de presencia en la cuadra los gatos que hubiera en la casa, porque los animales mantienen muy bien sus costumbres, especialmente si están relacionadas con el comer, y a la cuadra iban siempre en busca de la escudilla de leche que como norma se les ponía cada mañana.
Con la punta de la albarca sobre el corvejón, avisábamos a la vaca siguiente de que le tocaba el turno, si es que se había vuelto a acostar. (Que no sólo a lo humanos les agarra la pereza mañanera. Más de una vez, después de quitar el “sinciu”, con cuatro “lametás” de yerba, algunas vacas volvían a reposar la panza sobre la mullida del suelo). Parecía como si el animal nos respondiera con un gesto afirmativo de cabeza, pero no era otra cosa más que un movimiento del esfuerzo por levantarse de nuevo.
Volvíamos a cepillar el lomo, volvíamos a colocar el “tajucu” de tres patas casi debajo de las cuatro tetas de turno, y si todavía nos rondaba por dentro de la cabeza el “rum- rum” del despertar mañanero, después de sentarnos, y mientras acariciábamos la ubre de la segunda vaca, apoyábamos la cabeza en el hueco que había entre la panza y el cuarto trasero de la pata del animal, y con aquel “calorucu” natural y lleno de vida, dábamos un cabezada por espacio de tres segundos, que nos dejaba como nuevos para reemprender con brío y alegría el derecha, izquierda, derecha… y los “cillíos” de leche estrellándose con fuerza sobre la pared interna del caldero de cinc, le ponían la música monótona y cadenciosa que siempre caracterizó lo que era un ordeño de aquellos tiempos.
Jesús González ©
Corríamos al pajar de la cuadra, y dejábamos caer por los cebaderos la yerba suficiente para que las vacas estuvieran entretenidas mientras les sacábamos de las ubres lo que para nosotros era el brebaje de vida de nuestra existencia, y el oro blanco por el que las empresas lácteas nos pagaban el mínimo imprescindible que nos permitiera poco más que cubrir el cuerpo con ropas poco menos que harapientas…
Las vacas se habían levantado al olor del maná que a través de los cebaderos les llegaba del pajar, y lo primero que hacíamos nosotros era cepillarles el lomo para que no se resbalaran hasta el caldero de ordeñar la grana, las hierbas y el polvo que sobre los animales se desprendían constantemente del techo hecho con zarzos y tablones mal colocados. Quitábamos de la ubre de la vaca a ordeñar, los trozos de helecho o hierba que pudiera haber pegados, colocábamos junto a sus patas traseras el tajo en que nos sentábamos, y sosteníamos entre las piernas el caldero de cinc.
Generalmente eran dóciles, y a veces hasta daba la impresión de que agradecían que les aliviáramos la presión de las ubres; pero también las había que no estaban muy de acuerdo con el masaje a que se les sometía con intención de que apoyaran la leche, y se movían inquietas de un lado para otro hasta que un buen estacazo dado con el mismo “tajo” donde uno se sentaba, las convencía de que estarse quietas era lo más saludable. Después que un par de rabazos le cruzaba la cara al ordeñador dejándole tatuados los pelos del rabo como si fueran las cuerdas de una guitarra, no le quedaba a uno más remedio que con sus mismas crines atarle la cola a pata, para que no volviera a suceder y así se acabaran de una vez todos los inconvenientes.
Con el masaje la ubre se ponía turgente, se le pronunciaban las venas azuladas, y se acentuaba el color sonrosado. Solíamos humedecer las manos con las primeras gotas de leche, y empuñábamos los pezones tersos, oprimiéndolos escalonadamente con el dedo índice, corazón, anular y meñique de la mano derecha, y alternábamos la maniobra con otro pezón en la mano izquierda, en tanto el anterior se llenaba nuevamente de leche. Y así, derecha, izquierda, derecha, con un ritmo que cada vez hacíamos más acelerado, no parábamos hasta comprobar que la ubre se quedaba flácida porque en su interior se había agotado el caudal lácteo. No todas las vacas se ordeñaban con la misma facilidad. Solíamos hablar de esta diferencia diciendo que tal o cual vaca era más dura o más tierna, de ordeño. Supuse siempre que se debería a la mayor o menor anchura del conducto del pezón, o al calibre más o menos cerrado de su esfínter al exterior.
En aquellos tiempos raramente una sola vaca llenaba el caldero de leche. Blanca y dulce, coronada por diez centímetros de espuma que balanceaban en su cúspide dos o tres hierbas secas recién desprendidas del techo, vertíamos la leche en el colador colocado sobre la olla de doce litros de capacidad, que habíamos situado en lugar cercano.
Para entonces, ya habían hecho acto de presencia en la cuadra los gatos que hubiera en la casa, porque los animales mantienen muy bien sus costumbres, especialmente si están relacionadas con el comer, y a la cuadra iban siempre en busca de la escudilla de leche que como norma se les ponía cada mañana.
Con la punta de la albarca sobre el corvejón, avisábamos a la vaca siguiente de que le tocaba el turno, si es que se había vuelto a acostar. (Que no sólo a lo humanos les agarra la pereza mañanera. Más de una vez, después de quitar el “sinciu”, con cuatro “lametás” de yerba, algunas vacas volvían a reposar la panza sobre la mullida del suelo). Parecía como si el animal nos respondiera con un gesto afirmativo de cabeza, pero no era otra cosa más que un movimiento del esfuerzo por levantarse de nuevo.
Volvíamos a cepillar el lomo, volvíamos a colocar el “tajucu” de tres patas casi debajo de las cuatro tetas de turno, y si todavía nos rondaba por dentro de la cabeza el “rum- rum” del despertar mañanero, después de sentarnos, y mientras acariciábamos la ubre de la segunda vaca, apoyábamos la cabeza en el hueco que había entre la panza y el cuarto trasero de la pata del animal, y con aquel “calorucu” natural y lleno de vida, dábamos un cabezada por espacio de tres segundos, que nos dejaba como nuevos para reemprender con brío y alegría el derecha, izquierda, derecha… y los “cillíos” de leche estrellándose con fuerza sobre la pared interna del caldero de cinc, le ponían la música monótona y cadenciosa que siempre caracterizó lo que era un ordeño de aquellos tiempos.
Jesús González ©
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