viernes, 18 de octubre de 2013

NEVANDO





            Los inviernos de mi infancia eran de una belleza tan extraordinaria, que difícilmente  acertaré  a describirte; pero lo quiero intentar:  Ayudaban a pintar su estampa la miseria de la posguerra que abrigaba a los mayores con tabardos  caqui y grises dejados  sobre cualquier “morio” por   los soldados perdedores en su huída precipitada, o regalados no sin cierta petulancia  por las tropas triunfadoras, que ofrecían a los niños que nos acercábamos a sus campamentos un pan blanco que jamás habíamos visto junto a una carne de campaña enlatada, que después de su marcha tampoco volveríamos a ver.

            Desde el balcón de mi casa, a donde salía yo por las mañanas para mear al corral por entre los tornos de madera, vieja y corroída por el paso de los años, disfrutaba cada día de un mismo paisaje cuyos colores y tonalidades la luz del sol naciente, o la filtrada por las  nubes o nubarrones  de turno los hacían diferentes cada día.

            Tenía en primer plano el tejado desvencijado y roto de la “cuadruca” que servía de  cubil a la “chona paridera”, retejado y vuelto a retejar mil veces por las manos curtidas de mi tía María, con los mismos cachos de tejas rotas que el viento se encargaba de reenviar de nuevo al corral. Era como una contienda interminable  y distante en el tiempo donde el viento  encabronado empujaba hasta  la  huerta  las piezas  de barro cocido,  cuyos cascotes  reponía ella sin darse  por vencida, mientras murmuraba para sus adentros alguna jaculatoria no muy piadosa hacia  San Pedro, su santo favorito.

            Los recuerdos del invierno son de lluvia,  de tonalidades grises y vientos desapacibles, porque los días soleados   y temperaturas templadas  que siempre hubo en invierno, se obvian cuando queremos resaltar la crudeza de la época más fría del año. Es por lo que a las retinas de mis recuerdos  llega la imagen de ese tejado con destellos de mil diamantes, escapados de los minúsculos cristales de hielo que la escarcha nocturna dejó.  O el brillo opaco con que la pertinaz llovizna se empeña en cubrir el color  rojo pálido de las tejas con los ribetes verdes y grises de líquenes y mohos adheridos en sus bordes.

            Y a lo lejos,  los troncos desnudos de los nogales plantados en torno a la bolera, con la taberna de Agustina a la izquierda y a la derecha la torre del Palacio tratando ambas de ocultarse tras el tul gris de la cortina de agua fina y continua que desdibuja las cosas lejanas. Detrás, la silueta gris de la Iglesia, y como remate del fondo una ondulación  oscura en la que se adivina  la sierra de las Espinas…
           
            Desde su alcoba escuchó mi tía como abría el cerrojo de hierro que cerraba la puerta que desde la sala daba acceso al balcón, y me dijo alzando la voz:

            - ¿Pero a dónde vas, “muchachu”, con “esti friu” que pela….?  ¡Mea en el perico!  ¡Mira que el “hielu” te va a cerrar el “cañu” “pa” “toa” la vida!

            Hice oídos sordos  a tales recomendaciones, y con sigilo abrí la puerta de cristales. Me sorprendió una claridad turbia que ocultaba por completo el paisaje. La luz llegó a mis ojos tamizada por millones y millones de motas grises que se desprendían pausadamente del cielo, y grité:

            -¡Está nevando!

            Miré al corral cubierto con diez centímetros de nieve. Los troncos de roble, la pila de astillas, y el hacha clavada de punta en el travesero de picar leña, se adivinaban bajo el mismo manto blanco. Tres gorriones dejaban sus huellas sobre la nieve impoluta mientras se acercaban con timidez  al portal en busca de granos, y cuando estos llegaron, otros cinco volaron desde el tejado de la “cuadruca” con gorjeos de esperanza.

            Cuando advertí que me estaba quedando helado bajé a la cocina, y mi madre me preparó un tazón de leche caliente mezclada con una infusión de malta y achicoria, en sustitución de un café racionado,  cuyos cincuenta gramos   que nos daban por persona y mes, debían guardarse para los  “días de incienso” o visitas inesperadas. Lo endulzó con una “lambioná” de azúcar, y con mis prisas por correr a la calle apenas comí  de la ración  de pan duro y áspero que cada día fabricaban con cualquier clase de harina, menos de trigo.

            Calzando albarcas y con un saco de esparto puesto de capirucho corrí en busca  de mi amigo “Varisto”  y nos fuimos a la huerta para colocar cepos  en cualquiera de los pocos lugares limpios de nieve,  y que solo encontramos bajo las anchas hojas de berza. Pusimos un grano de maíz, como cebo en cada cepo, y todos los prados del Alberán y de los Corrales fueron poco para revolcarnos  junto a otro montón de críos, y construir monigotes de nieve a los que intentábamos vestir alguna de nuestras andrajosas indumentarias

            Encontramos dos miruellos  y un malvís en los cepos, que llevé a casa desplumados para que al día siguiente los pusiera mi madre con arroz. Pero la agradable sorpresa del condumio inesperado, no evitó que advirtiera  la mojadura que llevaba encima, y me metiera  de cabeza en la cama mientras ponía mi  ropa a secar al lado de los tizones encendidos.

             Jesús González ©

2 comentarios:

María Gladys Estévez dijo...

Preciosa historia que se me antoja real.
Bellas descripciones..
Me gustó mucho su lectura

Abrazos

Rafael dijo...

Es que es real, Aniagua. Jesús siempre habla de sus recuerdos y te aseguro de que no tienen desperdicio.
Un abrazo.
Rafael