Los
inviernos de mi infancia eran de una belleza tan extraordinaria, que
difícilmente acertaré a describirte; pero lo quiero intentar: Ayudaban a pintar su estampa la miseria de la
posguerra que abrigaba a los mayores con tabardos caqui y grises dejados sobre cualquier “morio” por los soldados perdedores en su huída
precipitada, o regalados no sin cierta petulancia por las tropas triunfadoras, que ofrecían a
los niños que nos acercábamos a sus campamentos un pan blanco que jamás
habíamos visto junto a una carne de campaña enlatada, que después de su marcha
tampoco volveríamos a ver.
Desde
el balcón de mi casa, a donde salía yo por las mañanas para mear al corral por
entre los tornos de madera, vieja y corroída por el paso de los años, disfrutaba
cada día de un mismo paisaje cuyos colores y tonalidades la luz del sol
naciente, o la filtrada por las nubes o
nubarrones de turno los hacían
diferentes cada día.
Tenía
en primer plano el tejado desvencijado y roto de la “cuadruca” que servía de cubil a la “chona paridera”, retejado y
vuelto a retejar mil veces por las manos curtidas de mi tía María, con los
mismos cachos de tejas rotas que el viento se encargaba de reenviar de nuevo al
corral. Era como una contienda interminable y distante en el tiempo donde el viento encabronado empujaba hasta la
huerta las piezas de barro cocido, cuyos cascotes
reponía ella sin darse por
vencida, mientras murmuraba para sus adentros alguna jaculatoria no muy piadosa
hacia San Pedro, su santo favorito.
Los
recuerdos del invierno son de lluvia, de
tonalidades grises y vientos desapacibles, porque los días soleados y temperaturas templadas que siempre hubo en invierno, se obvian cuando
queremos resaltar la crudeza de la época más fría del año. Es por lo que a las
retinas de mis recuerdos llega la imagen
de ese tejado con destellos de mil diamantes, escapados de los minúsculos
cristales de hielo que la escarcha nocturna dejó. O el brillo opaco con que la pertinaz
llovizna se empeña en cubrir el color
rojo pálido de las tejas con los ribetes verdes y grises de líquenes y
mohos adheridos en sus bordes.
Y
a lo lejos, los troncos desnudos de los
nogales plantados en torno a la bolera, con la taberna de Agustina a la
izquierda y a la derecha la torre del Palacio tratando ambas de ocultarse tras
el tul gris de la cortina de agua fina y continua que desdibuja las cosas
lejanas. Detrás, la silueta gris de la Iglesia, y como remate del fondo una
ondulación oscura en la que se
adivina la sierra de las Espinas…
Desde
su alcoba escuchó mi tía como abría el cerrojo de hierro que cerraba la puerta
que desde la sala daba acceso al balcón, y me dijo alzando la voz:
-
¿Pero a dónde vas, “muchachu”, con “esti friu” que pela….? ¡Mea en el perico! ¡Mira que el “hielu” te va a cerrar el “cañu”
“pa” “toa” la vida!
Hice
oídos sordos a tales recomendaciones, y
con sigilo abrí la puerta de cristales. Me sorprendió una claridad turbia que
ocultaba por completo el paisaje. La luz llegó a mis ojos tamizada por millones
y millones de motas grises que se desprendían pausadamente del cielo, y grité:
-¡Está
nevando!
Miré
al corral cubierto con diez centímetros de nieve. Los troncos de roble, la pila
de astillas, y el hacha clavada de punta en el travesero de picar leña, se
adivinaban bajo el mismo manto blanco. Tres gorriones dejaban sus huellas sobre
la nieve impoluta mientras se acercaban con timidez al portal en busca de granos, y cuando estos
llegaron, otros cinco volaron desde el tejado de la “cuadruca” con gorjeos de
esperanza.
Cuando
advertí que me estaba quedando helado bajé a la cocina, y mi madre me preparó
un tazón de leche caliente mezclada con una infusión de malta y achicoria, en
sustitución de un café racionado, cuyos
cincuenta gramos que nos daban por
persona y mes, debían guardarse para los
“días de incienso” o visitas inesperadas. Lo endulzó con una “lambioná”
de azúcar, y con mis prisas por correr a la calle apenas comí de la ración
de pan duro y áspero que cada día fabricaban con cualquier clase de
harina, menos de trigo.
Calzando
albarcas y con un saco de esparto puesto de capirucho corrí en busca de mi amigo “Varisto” y nos fuimos a la huerta para colocar
cepos en cualquiera de los pocos lugares
limpios de nieve, y que solo encontramos
bajo las anchas hojas de berza. Pusimos un grano de maíz, como cebo en cada
cepo, y todos los prados del Alberán y de los Corrales fueron poco para
revolcarnos junto a otro montón de
críos, y construir monigotes de nieve a los que intentábamos vestir alguna de
nuestras andrajosas indumentarias
Encontramos
dos miruellos y un malvís en los cepos, que llevé a casa desplumados para que
al día siguiente los pusiera mi madre con arroz. Pero la agradable sorpresa del
condumio inesperado, no evitó que advirtiera
la mojadura que llevaba encima, y me metiera de cabeza en la cama mientras ponía mi ropa a secar al lado de los tizones
encendidos.
Jesús González ©
2 comentarios:
Preciosa historia que se me antoja real.
Bellas descripciones..
Me gustó mucho su lectura
Abrazos
Es que es real, Aniagua. Jesús siempre habla de sus recuerdos y te aseguro de que no tienen desperdicio.
Un abrazo.
Rafael
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