sábado, 12 de octubre de 2013

LA BORONA




            En el cuartón que había debajo de la escalera que conducía al piso alto de la casa,  se guardaban un montón de cosas: Al fondo estaba el saladero, un apartado hecho de ladrillo y cemento donde todos los inviernos se ponía a salar el “chon” despedazado en jamones, brazuelos, barrigas de tocino y huesos del espinazo. Luego estaba el barrilero con los botijos del agua fresca para beber, y los calderos de cinc  con el agua de la fontana para fregar lo que hiciera falta.

            Sobre el saladero estaba la masera hecha de madera de pino, y dentro de ella se guardaba  “la tabla de meter la borona”.  Había en las paredes cuatro o cinco repisas de las que colgaban atados de eucalipto seco para hacer vahos cuando los fríos del invierno le taponaban  a cualquiera de la casa los bronquios, una bolsa de tela vieja con tila para mitigar las inquietudes, y un tarro de cristal con manzanilla recogida en las brañas del Monte Corona con la que se templaban los dolores de  barriga tras la ingesta de manzanas verdes como “jaracas”, que comíamos todos críos del pueblo en cuanto empezaban a alcanzar el tamaño de las castañas.

            Además de lo dicho,  se guardaba también allí, el saco de harina de maíz,  y   sobre él, el cedazo.  Dos escudillas de barro  con una pastillas de jabón del Chimbo y estropajos renegridos. Algunos cacharros viejos, tapaderas de hojalata esmaltada y mil cosas inservibles que se guardaban con la esperanza de que algún día sirvieran para algo.

            En la última repisa se apilaban mazos y mazos de hojas secas de castaño atados con juncos, de los que mi abuela cogía uno para desatarle con la solemnidad de un ritual, y meterlas a remojar en uno de los calderos de cinc antes de comenzar  a amasar la borona.

            Ponía la masera sobre la mesa de la cocina, con los diez dedos de las manos entreabiertos se atusaba hacia el moño las hebras de pelo blanco   que se  le  escapaban sobre la frente, y ajustaba el delantal. Con una disposición increíble cernía la harina de maíz que se iba apilando sobre el fondo de la masera  como si de una  nevada color crema y pertinaz se tratase.

            Cuando tenía la cantidad deseada, hacía un hueco en la pila, añadía agua y  sal, y ponía sus cinco sentidos en amasar, hundiendo una y mil veces las manos en la pasta amarilla. Cuando adquiría la densidad deseada, hacía con la masa una bola, la cubría con un trapo blanco, y la dejaba “lleldar”

            Mientras cocía el puchero de patatas viudas para la cena, añadía a la lumbre abundancia de astillas de roble o castaño para hacer abundantes las brasas. Después de cenar, y lavados los platos en el “calderu de fregar la basa”, tomaba la tabla de roble que era  parecida a las usadas para jugar a las palas, pero más grande y redonda, y cubría toda su superficie con las hojas secas de castaño que se habían suavizado en el agua del caldero. Ponía sobre las hojas la bola de masa amarilla, mojaba las manos, y con palmadas llenas de amor  y cuidado, le iba dando forma de torta. Cuando estaba segura de haberla extendido lo suficiente, cubría todo  con el resto de hojas, y acercaba la tabla al fogón.

            Con la paleta de hierro retiraba brasas y ceniza hasta dejar al descubierto los ladrillos refractarios, y con sumo cuidado deslizaba sobre  ellos la borona envuelta en las hojas de castaño. Después lo cubría con ceniza, y sobre la ceniza las brazas incandescentes, que a su vez cubría con más ceniza para que se consumieran lentamente. Coronaba todo con una espesa capa de mullida, y se sentaba en un banco de madera que había junto al fogón hasta que la llamarada del rozo se había templado. Entre tanto desgranaba entre los arrugados dedos las cuentas de un viejo rosario, al tiempo que los labios hundidos musitaban rezos ancestrales, sin duda alguna en memoria de sus antepasados muertos.

            Una última mirada al llar, un beso a cada uno de los que aún  rondaran por la cocina, y con la lentitud que dan los muchos años vividos, subía las escaleras que cada noche la llevaban a la alcoba donde dormía.

            A la mañana siguiente todo era ceniza caliente  sobre los ladrillos del llar, que la abuela siempre madrugadora se apresuraba a retirar. Con la ayuda de la paleta de la ceniza y un trapo de camisa rota sacaba la borona que aún  quemaba, la depositaba sobre la tabla, y con la ayuda de un cuchillo arrancaba los últimos residuos de las hojas de  castaño.

            Tantas personas hubiera aquél día a desayunar, tantos tazones de leche fría  colocaba sobre la mesa en torno a la borona recién cocida. Hacía crujir la corteza  para hundir  el cuchillo en el centro, y como trozos de tarta gigantes partía las porciones de borona amarilla, caliente y dulce, que iba dejando al lado de cada tazón.

            Entre las piernas de los comensales ronroneaban dos gatas pintas y un gato pardo. Por la ventana abierta de par en par nos llegaba el canto del gallo que se desgañitaba haciendo saber a todo el gallinero quien era el rey del lugar, y yo mordía borona caliente y sorbía de la leche fría, al tiempo que intentaba aplastar con la mano a un par de moscas necias, que pegajosas e insistentes volaban en torno a mi “cachu” de borona.

                Jesús González ©

2 comentarios:

María Gladys Estévez dijo...

Me encantan éstos relatos que saben a hogar y a recuerdos. Bellas descripciones...
Abrazos

Rafael dijo...

Pues en Jesús siempre los encontrarás Aniagua.
Abrazos.