En
el cuartón que había debajo de la escalera que conducía al piso alto de la
casa, se guardaban un montón de cosas:
Al fondo estaba el saladero, un apartado hecho de ladrillo y cemento donde
todos los inviernos se ponía a salar el “chon” despedazado en jamones,
brazuelos, barrigas de tocino y huesos del espinazo. Luego estaba el barrilero
con los botijos del agua fresca para beber, y los calderos de cinc con el agua de la fontana para fregar lo que
hiciera falta.
Sobre
el saladero estaba la masera hecha de madera de pino, y dentro de ella se
guardaba “la tabla de meter la
borona”. Había en las paredes cuatro o
cinco repisas de las que colgaban atados de eucalipto seco para hacer vahos
cuando los fríos del invierno le taponaban
a cualquiera de la casa los bronquios, una bolsa de tela vieja con tila
para mitigar las inquietudes, y un tarro de cristal con manzanilla recogida en
las brañas del Monte Corona con la que se templaban los dolores de barriga tras la ingesta de manzanas verdes
como “jaracas”, que comíamos todos críos del pueblo en cuanto empezaban a
alcanzar el tamaño de las castañas.
Además
de lo dicho, se guardaba también allí,
el saco de harina de maíz, y sobre él, el cedazo. Dos escudillas de barro con una pastillas de jabón del Chimbo y
estropajos renegridos. Algunos cacharros viejos, tapaderas de hojalata
esmaltada y mil cosas inservibles que se guardaban con la esperanza de que
algún día sirvieran para algo.
En
la última repisa se apilaban mazos y mazos de hojas secas de castaño atados con
juncos, de los que mi abuela cogía uno para desatarle con la solemnidad de un
ritual, y meterlas a remojar en uno de los calderos de cinc antes de
comenzar a amasar la borona.
Ponía
la masera sobre la mesa de la cocina, con los diez dedos de las manos
entreabiertos se atusaba hacia el moño las hebras de pelo blanco que se
le escapaban sobre la frente, y
ajustaba el delantal. Con una disposición increíble cernía la harina de maíz
que se iba apilando sobre el fondo de la masera
como si de una nevada color crema
y pertinaz se tratase.
Cuando
tenía la cantidad deseada, hacía un hueco en la pila, añadía agua y sal, y ponía sus cinco sentidos en amasar,
hundiendo una y mil veces las manos en la pasta amarilla. Cuando adquiría la
densidad deseada, hacía con la masa una bola, la cubría con un trapo blanco, y
la dejaba “lleldar”
Mientras
cocía el puchero de patatas viudas para la cena, añadía a la lumbre abundancia
de astillas de roble o castaño para hacer abundantes las brasas. Después de
cenar, y lavados los platos en el “calderu de fregar la basa”, tomaba la tabla
de roble que era parecida a las usadas
para jugar a las palas, pero más grande y redonda, y cubría toda su superficie
con las hojas secas de castaño que se habían suavizado en el agua del caldero.
Ponía sobre las hojas la bola de masa amarilla, mojaba las manos, y con
palmadas llenas de amor y cuidado, le
iba dando forma de torta. Cuando estaba segura de haberla extendido lo
suficiente, cubría todo con el resto de
hojas, y acercaba la tabla al fogón.
Con
la paleta de hierro retiraba brasas y ceniza hasta dejar al descubierto los
ladrillos refractarios, y con sumo cuidado deslizaba sobre ellos la borona envuelta en las hojas de
castaño. Después lo cubría con ceniza, y sobre la ceniza las brazas
incandescentes, que a su vez cubría con más ceniza para que se consumieran
lentamente. Coronaba todo con una espesa capa de mullida, y se sentaba en un
banco de madera que había junto al fogón hasta que la llamarada del rozo se
había templado. Entre tanto desgranaba entre los arrugados dedos las cuentas de
un viejo rosario, al tiempo que los labios hundidos musitaban rezos
ancestrales, sin duda alguna en memoria de sus antepasados muertos.
Una
última mirada al llar, un beso a cada uno de los que aún rondaran por la cocina, y con la lentitud que
dan los muchos años vividos, subía las escaleras que cada noche la llevaban a
la alcoba donde dormía.
A
la mañana siguiente todo era ceniza caliente
sobre los ladrillos del llar, que la abuela siempre madrugadora se
apresuraba a retirar. Con la ayuda de la paleta de la ceniza y un trapo de
camisa rota sacaba la borona que aún
quemaba, la depositaba sobre la tabla, y con la ayuda de un cuchillo
arrancaba los últimos residuos de las hojas de
castaño.
Tantas
personas hubiera aquél día a desayunar, tantos tazones de leche fría colocaba sobre la mesa en torno a la borona
recién cocida. Hacía crujir la corteza
para hundir el cuchillo en el
centro, y como trozos de tarta gigantes partía las porciones de borona
amarilla, caliente y dulce, que iba dejando al lado de cada tazón.
Entre
las piernas de los comensales ronroneaban dos gatas pintas y un gato pardo. Por
la ventana abierta de par en par nos llegaba el canto del gallo que se
desgañitaba haciendo saber a todo el gallinero quien era el rey del lugar, y yo
mordía borona caliente y sorbía de la leche fría, al tiempo que intentaba
aplastar con la mano a un par de moscas necias, que pegajosas e insistentes
volaban en torno a mi “cachu” de borona.
Jesús González ©
2 comentarios:
Me encantan éstos relatos que saben a hogar y a recuerdos. Bellas descripciones...
Abrazos
Pues en Jesús siempre los encontrarás Aniagua.
Abrazos.
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