LUNES
Lo dijo Adolfo hace meses:
“Cuando vayamos a Extremadura, no va a llover”. Acertó, e incluso por poco se
pasa. Cuando ya metidos en la comunidad extremeña, hicimos un alto para estirar
las piernas, creímos asfixiarnos de
calor.
Ya
en la mesetas castellana, y a partir de la altura de Herrera de Pisuerga, me llamó la atención la cantidad de girasol que había sembrado. Boni, que
viajaba a mi lado, me comentó que algunos agricultores lo sembraban únicamente
por beneficiarse de las subvenciones de la Comunidad Europea, pero que
después, no caso le hacían a lo
sembrado. (Si ello fuera así, no me extraña que entre esto y otros
“aprovechamientos” más sustanciosos, la
economía europea vaya de culo. La hundimos entre todos, y luego le echamos la
culpa al vecino.
Salamanca
no estaba en el programa, por lo que fue una agradable sorpresa parar a comer
en la ciudad. Visitamos una vez más la vieja y la nueva catedral, donde María
José, (que es una de las mejores guías turísticas que hay en España), nos hizo buscar el famoso astronauta que hay
esculpido entre las figuras de su fachada lateral.. Algo parecido ocurrió en la Universidad, donde todo el mundo se
afanó en descubrir el rincón donde mora la popular rana. Para mi, estos juegos
nublan un poco la contemplación del conjunto de ambas fachadas, donde se
encierra su auténtica belleza.
Yo
recordé la primera vez que estuve en Salamanca, hace ya tanto tiempo, que me parece que fue en la época en que el
famoso lazarillo andaba haciendo sus diabluras por las orillas del Tormes. Fue
entonces cuando mi amigo, Juan José Hernández, (un salmantino de pró), me hizo aprender de memoria estas populares
palabras del Licenciado Vidrieras, que se encuentran escritas en una fachada de
la Clerecía: “Salamanca, que enechiza la
voluntad de volver a ella, a los que de
la apacibilidad de su vivienda han gustado”). Dicen que quienes de memoria lo
aprenden, regresan a Salamanca. En mi caso ha sido cierto.
Comimos
estupendamente por diez euros incluida la propina, y nos acomodamos en el bus
para dormir la siesta mientras seguíamos viajando. Nos ayudaron a dormirla con
una música relajante: “Bésame mucho” con
sonido de flauta y de maracas nos fue adormeciendo hasta que nos despertó Héctor,
nuestro otro guía, con sus repetitivas, “tripititvas”, y hasta “cuatritivas”
explicaciones. Pasamos Gijuelo,
Béjar, y… por fin, Estremadura. Pasada
la ciudad de Plasencia hicimos una nueva parada, y… ¡coño, qué calor! Era como
si respiráramos fuego convertido en
aire. Después, hasta llegar al hotel,
nos distrajimos viendo las dehesas con sus reses bravas cobijándose a la sombra de las encinas y los alcornoques.
El
Hotel Las Lomas de cuatro estrellas de Mérida, fue para mí una agradable
sorpresa, pues yo había leído en Internet los comentarios de algunos usuarios, y pintaban regular,
tirando a mal. Pienso que quienes lo comentaron eran demasiado exigentes, o
puede ser que yo me conformo con muy poco, pero le encontré más que aceptable.
Lo mismo digo de la cena. Y ahora a descansar, y esperar a ver que nos depara
el día de mañana.
Jesús González ©
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