(A
Rosi Migoya, (la de Ramona), por la
fidelidad con que sigue mis escritos, y a
Ani
y Arancha Ruíz, porque sepan lo que
era una braña.)
Ahora
muchos le llaman “Campa”; pero a mi corto juicio, lo de campa es una acepción
moderna mal empleada, que desdibuja un tanto el verdadero sentido de
“Braña”. Me supongo que lo de campa
viene de “acampada” , de cualquier lugar de esos donde la juventud actual
deposita en el suelo su mochila, monta su tienda de lona, y se dispone a
pernoctar una o varias noches en sus marchas campestres…
Lo
de braña es otra cosa muy distinta, y mucha más de andar por casa sobre todo
para las gentes de nuestra Tierruca. Aquí, una braña es una braña, se acampe o
no se acampe en ella.
Verás;
para hablar, o mejor dicho en este caso, para escribir con más propiedad y
convencimiento de estar en lo cierto, busqué la palabra en el diccionario de la
Real Academia, y tampoco me conformé con su definición, puesto que dice que: En Asturias y Cantabria, pasto o prado situado
en lugar alto de las montañas cantábricas.
Pues
si la Real Academia lo dice, así será. Pero no en mi pueblo. En mi pueblo se le
llama braña, a lo que desde el día en que nacimos mamamos de los pechos de nuestras madres. Y somos tan tercos, y tan
amigos de interpretar lo que es nuestro, (a nuestro modo), que por muy académicos
que sean los señores de la RAEl, no estamos dispuestos a darles la razón.
Para
la gente de mi pueblo Braña es un descampado natural, libre de arbolado y
maleza, donde crece por sí sola la hierba. Y lo es, tanto si está en lo alto de
las montañas, como si lo está a pie de ellas, e incluso cuando se encontraba
dentro de las propias aldeas, como en mi infancia ocurría cuando
los críos de mi edad jugábamos al “ruchi” en la “brañuca” que había plantada a
nogales tras el viejo lavadero, donde más tarde hizo la Nina su casa.
Pasto o prado, dicen los de la Real
Academia. Pero hombres de Dios, pasto nunca puede ser un lugar como lo es una
braña. Pasto es la hierba que crece en ese lugar, y solo cuando el propio
ganado la pace, porque si no lo pace, no es pasto; si no lo pace, es hierba que crece o que se
siega si se quiere segar, pero no pasto.
Prado, tampoco. Para la gente de mi
pueblo, prado es un lugar donde se cultiva la hierba, lo mismo si en un
principio fue natural como si fue sembrada. Pero que se “cucha”, es decir, se abona y se cuida, tanto
para la producción de “seco” (heno), como para “verde”, (hierba que se siega
para dar fresca al ganado), o pasto como solían comerlo las vacas en
otoño. Pero nunca se llamó prado, a
una braña natural.
Había
en mis tiempos tres importantes "Brañas"
en Caviedes: la de San Antonio, la de Gullanu, y la llamada propiamente
Braña, camino del Pindal. A ellas se
echaban a pastar las vacas en primavera. Solían ser entonces vacas ratinas
influenciadas por la proximidad de Asturias. Algunas suizas, y las menos mixtas
con tudancas que eran las que se solían uncir al carro.
Las
mañanas en las brañas eran frescas y olían a naturaleza; las albarcas de los
hombres, y también las de las mujeres, humedecían las panzas y los tarugos con
el rocío depositado sobre las cortas
hierbas, que a los primeros rayos del sol naciente desprendían reflejos de
auténticos diamantes.
Algún
matorral salpicando el descampado, y en el matorral los inquietos “raitines”
(chochines, para los cultos), construyendo sus nidos como bolas de musgo huecas, donde solo dejan
un pequeño boquete de entrada y salida. Y anidaban también “patucas”
(petirrojos), y verderones. Y ya en los
grandes matorrales que solían rodear a
las brañas, lo hacían los miruellos y los malvises que alegraban los
atardeceres con la armonía de sus silbos.
Cuando
las vacas llenaban las panzas, cesaban en su pacer, se esparrancaban,
encorvaban el lomo, y como una catarata despeñándose en el espacio, soltaban el
grifo de sus vejigas. Recuperada la postura buscaban nuevas hierbas que atrapar
con el esmeril de sus lenguas, y sin dejar de caminar hacían sus necesidades
mayores. El vaho caliente que inundaba
el ambiente atraía al instante las aves
de los contornos que con gorjeos de alegría escarbaban la inmundicia en busca
de proteínas.
Se acostaban con la parsimonia de los grandes
rumiantes, movían con lentitud la mandíbula para triturar mejor lo pacido,
mientras que unas babas densas y transparentes que se desprendían perezosas de de sus
bocas, atraían moscas y tábanos a libar de tan inesperado manjar…
Tan
a gusto se encontraban aquellas vacas en las brañas de mi pueblo, que ni caso
hacían de las moscas diminutas que acudían al lagrimal de sus ojos medio
cerrados. A lo sumo un vaivén de las
orejas cuando de cerca “runfaba” un tábano, y a esperar que al caer de la tarde viniera a buscarlas el crío con una vara de avellano en
las manos y el calzón atado con una cuerda de bala, o el viejo con los calzones
de pana y la gorra descolorida tapando la calva.
Jesús González González ©
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