Con
este título no quiero referirme a
ninguna chavalita de buen ver, porque si fuera eso, no sería “la bonita”, sería
una bonita más de las muchísimas que hay
por este mundo, ¡y que no falten!
La
Bonita, (tal era el nombre), de mi
historia, es una vaca suiza color canela que habitó en la cuadra de mis padres
en los años de mi infancia. No sé en razón a qué, ni el motivo por el cual, la
vaca no era nuestra, sino única y exclusivamente de mi tía María, una hermana
solterona de mi madre que siempre vivió con nosotros, que compartió todo con
nosotros como una segunda madre, menos el lecho con mi padre, el contenido de
un baúl siempre cerrado con llave que había a los pies de su cama, y el cuidado
de su vaca Bonita.
La
Bonita era una vaca melancólica. Serias, más bien tristes diría yo, son todas
la vacas.(Todas, menos esa chiflada “vaca que ríe” , que nos llega del país
vecino retratada con cara de vaca
borracha en las tapas redondas de unos quesitos insulsos). La
Bonita tenía los ojos también marrones, como su piel, dentro de un círculo
de pelo blanco, y unas pestañas largas y tan estilosas, que hubieran causado el
deseo y la envidia de cualquier folklórica, para lucirlas en un primer plano de
un programa de éxito televisivo.
El
pelo de la Bonita brillaba como el de ninguna otra vaca, porque mi tía se
pasaba las horas muertas cepillándoselo.
Porque la sobrealimentaba con raciones clandestinas de panojas, bajándoselas en
las penumbras de los atardeceres desde
el desván de la casa escondidas en el seno, y las iba embutiendo una a una en la boca del
animal, sin que lo vieran ni el resto de
las vacas de la cuadra a las que por desear aquellas panojas pudiera darles una
salenguana, o cualquier miembro de la familia que pudiera afear el
hecho de ese amor desmedido por su vaca.
A
la Bonita sólo la ordeñaba mi tía con la mano derecha, y sentada en un tajo de
tres patas, mientras que en la izquierda sostenía la jarra de porcelana blanca donde
almacenaba la leche que con sumo cuidado
extraía de los blancos pezones. Lo hacía con tanto mimo y cuidado mi tía, que
hoy al recordarlo, más que la imagen de un ordeño, me parece aquello la caricia
amorosa de un novio a los trémulos senos de una novia naciente…
La
Bonita dormía y descansaba sobre un suelo bien mullido, porque de continuo
estaba su dueña renovando los helechos secos que a tal fin rozaba con
frecuencia en las soleadas brañas del Monte Corona. La vaca agradecida, me
dio por error más de cuatro lametazos en
mis piernas desnudas de niño, cuando lo que en realidad intentaba el animal era
acariciar las de mi tía, siempre protegidas por unas medias de hilo negro. Era
una extrañísima sensación el contacto de aquella lengua húmeda y rasposa como
el más áspero de los papeles de lija, hecha así por el Creador más bien para recoger el puñado de hierbas que había de pacer en
cada bocado, que para lamer las piernas de un niño de cinco o seis años.
Cualquier
vaca que envejeciera en cualquiera de las
cuadras del pueblo se le solía ofrecer a Jesús el carnicero de Treceño,
que siempre se quedaba con ella por cuatro perras gordas, alegando que poco más
que la piel podría aprovecharse de aquel deshecho. Sin embargo a los dos días
ofrecía a las clientas de su carnicería exquisitos filetes
y sabrosas chuletas de una novilla tudanca, cuya metamorfosis se había
efectuado la noche anterior en la lóbrega trastienda de su negocio.
Pero
la Bonita no tuvo ese fin. Mi tía llegó a la cocina de la casa justo a la hora
de comer, y mientras se lavaba las manos comentó con mi padre que la vaca no
había comido un solo bocado del cajón de remolacha picada que le había puesto
en el pesebre. La comida quedó en suspenso hasta comprobar lo que la mujer
dijo, y después, una vez echado el
último trago de leche que como postre se ponía todos los días a la mesa, mi padre volvió a la cuadra seguido
de mi tía María. La mirada de la Bonita se había apagado aún más si cabe, y se
hubiera echado a llorar de buena gana si las vacas llorasen. Pero las vacas ni
lloran ni ríen, salvo en los quesos
franceses.
La
temperatura que a mí me tomaban cuando
estaba enfermo, poniéndome un termómetro
frío como el hielo debajo del brazo derecho, a la Bonita se la tomó mi padre
empuñando con atención el nacimiento de ambos cuernos. “Están fríos”, dijo
después de unos segundos de contacto. Y
sin mediar más palabras, mi tía corrió
a la taberna con dos botellas
vacías, que Agustina la tabernera se apresuró a llenar de vino con un
embudo que puso bajo la canilla de un pegajoso pellejo. Y las dos botellas, una
tras otra, revertieron “gargüelo” abajo de la Bonita, que tosió porque se
atragantó con aquel líquido rojo que probaba por vez primera. Sacó la lengua
rasposa para hundirla con calma primero
en una y después en otra de sus tremendas fosas nasales, buscando sin duda las
gotas de vino mal encaminadas con sus estornudos, y dejó caer lastimosamente
aquellos párpados poblados de largas
pestañas. Pero la temperatura no mejoraba en la raíz de sus astas.
Como
empezaba a llover, agarró mi tía el
mejor paraguas que había en la casa con dos varillas rotas, calzó unas botas negras de goma con una reparación
de un corte en una de ellas hecho con un parche rojo de bicicleta, y andando se
plantó en Roiz en busca de Maizón.
Así
como había entonces, en casi todos los pueblos, parteras de oficio en lugar de
comadronas, reparadores de huesos rotos y descoyuntados en vez de traumatólogos,
y brujos y curanderos que con cuatro “yerbatos” se aventuraban a curar todo
tipo de enfermedades, había también sanadores de vacas de oficio en lugar de veterinarios. Y Maizón
el de Roiz, que era un vejete de escasa
estatura, torcido del lado izquierdo a consecuencia de una joroba que le deformaba,
con una voz quebrada que sonaba a hojalata, y una boina que nacía a media calva
de aquel cráneo pelado y terminaba cubriendo las arrugas negras de su cuello, era uno de ellos.
Pero
fueron inútiles todas las pócimas que el de Roiz recetó. La Bonita se murió el
día en que el “cárabu” estuvo cantando toda la noche, y mi tía no cesó de
limpiar una y mil veces los gruesos cristales de las gafas que el vaho de sus
lágrimas calientes empañaban de continuo. La enterraron en la huerta que hay
delante de la casa al pie de un manzano de “canal de Montejo”, y algo que no
recuerdo me hace sospechar que desde aquel año mi tía no comió más fruta que la
de aquel árbol…
Jesús González ©
1 comentario:
¡Muy buena historia Jesús, muy buena, y bien escrita!
Abrazo -de los que no raspan-.
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