martes, 9 de julio de 2013

LA BONITA



            Con este título no quiero  referirme a ninguna chavalita de buen ver, porque si fuera eso, no sería “la bonita”, sería una bonita más  de las muchísimas que hay por este mundo, ¡y que no falten!

            La Bonita, (tal era el nombre),  de mi historia, es una vaca suiza color canela que habitó en la cuadra de mis padres en los años de mi infancia. No sé en razón a qué, ni el motivo por el cual, la vaca no era nuestra, sino única y exclusivamente de mi tía María, una hermana solterona de mi madre que siempre vivió con nosotros, que compartió todo con nosotros como una segunda madre, menos el lecho con mi padre, el contenido de un baúl siempre cerrado con llave que había a los pies de su cama, y el cuidado de su vaca  Bonita.

            La Bonita era una vaca melancólica. Serias, más bien tristes diría yo, son todas la vacas.(Todas, menos esa chiflada “vaca que ríe” , que nos llega del país vecino retratada con cara de vaca  borracha en las tapas redondas de unos quesitos insulsos). La Bonita  tenía los ojos también  marrones, como su piel, dentro de un círculo de pelo blanco, y unas pestañas largas y tan estilosas, que hubieran causado el deseo y la envidia de cualquier folklórica, para lucirlas en un primer plano de un programa de éxito televisivo.

            El pelo de la Bonita brillaba como el de ninguna otra vaca, porque mi tía se pasaba las horas muertas  cepillándoselo. Porque la sobrealimentaba con raciones clandestinas de panojas, bajándoselas en las penumbras de los atardeceres  desde el desván de la casa escondidas en el seno, y  las iba embutiendo una a una en la boca del animal, sin que lo vieran ni el  resto de las vacas de la cuadra a las que por desear aquellas panojas pudiera darles una salenguana,  o cualquier  miembro de la familia que pudiera afear el hecho de ese amor desmedido por su vaca.

            A la Bonita sólo la ordeñaba mi tía con la mano derecha, y sentada en un tajo de tres patas, mientras que en la izquierda sostenía la jarra de porcelana blanca donde almacenaba la leche que con sumo  cuidado extraía de los blancos pezones. Lo hacía con tanto mimo y cuidado mi tía, que hoy al recordarlo, más que la imagen de un ordeño, me parece aquello la caricia amorosa de un novio a los trémulos senos de una novia naciente…

            La Bonita dormía y descansaba sobre un suelo bien mullido, porque de continuo estaba su dueña renovando los helechos secos que a tal fin rozaba con frecuencia en las soleadas brañas del Monte Corona. La vaca agradecida, me dio  por error más de cuatro lametazos en mis piernas desnudas de niño, cuando lo que en realidad intentaba el animal era acariciar las de mi tía, siempre protegidas por unas medias de hilo negro. Era una extrañísima sensación el contacto de aquella lengua húmeda y rasposa como el más áspero de los papeles de lija, hecha así por el Creador más  bien para recoger  el puñado de hierbas que había de pacer en cada bocado, que para lamer las piernas de un niño de cinco o seis años.

            Cualquier vaca que envejeciera en cualquiera de las  cuadras del pueblo se le solía ofrecer a Jesús el carnicero de Treceño, que siempre se quedaba con ella por cuatro perras gordas, alegando que poco más que la piel podría aprovecharse de aquel deshecho. Sin embargo a los dos días ofrecía a las clientas de su carnicería exquisitos  filetes  y sabrosas chuletas de una novilla tudanca, cuya metamorfosis se había efectuado la noche anterior en la lóbrega trastienda de su negocio.
           
            Pero la Bonita no tuvo ese fin. Mi tía llegó a la cocina de la casa justo a la hora de comer, y mientras se lavaba las manos comentó con mi padre que la vaca no había comido un solo bocado del cajón de remolacha picada que le había puesto en el pesebre. La comida quedó en suspenso hasta comprobar lo que la mujer dijo, y después,  una vez echado el último trago de leche que como postre se ponía todos los días a  la mesa, mi padre volvió a la cuadra seguido de mi tía María. La mirada de la Bonita se había apagado aún más si cabe, y se hubiera echado a llorar de buena gana si las vacas llorasen. Pero las vacas ni lloran ni ríen, salvo  en los quesos franceses.

            La temperatura que a mí  me tomaban cuando estaba enfermo,  poniéndome un termómetro frío como el hielo debajo del brazo derecho, a la Bonita se la tomó mi padre empuñando con atención el nacimiento de ambos cuernos. “Están fríos”, dijo después de unos segundos de contacto. Y  sin mediar más palabras, mi tía corrió  a la taberna con dos botellas  vacías, que Agustina la tabernera se apresuró a llenar de vino con un embudo que puso bajo la canilla de un pegajoso pellejo. Y las dos botellas, una tras otra, revertieron “gargüelo” abajo de la Bonita, que tosió porque se atragantó con aquel líquido rojo que probaba por vez primera. Sacó la lengua rasposa  para hundirla con calma primero en una y después en otra de sus tremendas fosas nasales, buscando sin duda las gotas de vino mal encaminadas con sus estornudos, y dejó caer lastimosamente aquellos párpados  poblados de largas pestañas. Pero la temperatura no mejoraba en la raíz de sus astas.

            Como empezaba a llover,  agarró mi tía el mejor paraguas que había en la casa con dos varillas rotas, calzó  unas botas negras de goma con una reparación de un corte en una de ellas hecho con un parche rojo de bicicleta, y andando se plantó en Roiz en busca de Maizón.

            Así como había entonces, en casi todos los pueblos, parteras de oficio en lugar de comadronas, reparadores de huesos rotos y descoyuntados en vez de traumatólogos, y brujos y curanderos que con cuatro “yerbatos” se aventuraban a curar todo tipo de enfermedades, había también sanadores de vacas  de oficio en lugar de veterinarios. Y Maizón el de Roiz, que era un vejete  de escasa estatura, torcido del lado izquierdo a consecuencia de una joroba que le deformaba, con una voz quebrada que sonaba a hojalata, y una boina que nacía a media calva de aquel cráneo pelado y terminaba cubriendo las arrugas  negras de su cuello, era uno de ellos.

            Pero fueron inútiles todas las pócimas que el de Roiz recetó. La Bonita se murió el día en que el “cárabu” estuvo cantando toda la noche, y mi tía no cesó de limpiar una y mil veces los gruesos cristales de las gafas que el vaho de sus lágrimas calientes empañaban de continuo. La enterraron en la huerta que hay delante de la casa al pie de un manzano de “canal de Montejo”, y algo que no recuerdo me hace sospechar que desde aquel año mi tía no comió más fruta que la de aquel árbol…

                                             Jesús González ©

1 comentario:

lns Ángeles Sánchez Gandarillas dijo...

¡Muy buena historia Jesús, muy buena, y bien escrita!
Abrazo -de los que no raspan-.
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