Llegaron
el jueves, justo a la hora en punto para asistir a la exposición de “pintura
prehistórica” que se inauguró en el Castillo del Rey a las ocho de la
tarde. Bernardo y Felisina habían salido aquel mismo día de Madrid, después de
pasar por la estación de Atocha para recoger a María de los Ángeles, que
llegaba en el tren de alta velocidad procedente de Valencia.
El
viernes y el sábado comimos en Vallines, en casa de Raúl las exquisiteces
que siempre prepara Sara. El primero de
los días después de haber llevado a María de los Ángeles a quedarse con la boca
abierta contemplando la cueva de El Soplao, y el segundo después de conocer el
valle de Cabuérniga y la pequeña maravilla en pura piedra, que es el pueblo de
Bárcena Mayor. El Domingo nos
invitó a los siete Roberto Bedoya a
comer con él y su hijo Álvaro en “Los Infantes” de El Sardinero, y como el día
estaba radiante, y las playas pletóricas de gente, María de los Ángeles volvió
a quedarse admirada contemplando desde El Chiqui la estampa marítima coronada al fondo con la Península de la
Magdalena y su palacio que parecía flotar en la bruma.
Hoy
nos tocó Potes, y de entrada visitamos en Tama el Centro de Interpretación de
los Picos de Europa. Como era lunes, y por tanto día de mercado en la villa,
las mujeres no resistieron la tentación de visitar tenderetes.
Como
tenían intención de comprar “orujo del
bueno”, los llevé a casa de un conocido cuyo nombre silencio porque la
fabricación casera y artesanal está prohibida, pero se llevan para Madrid y
Valencia un orujo sin etiqueta hecho con
el mayor de los mimos en la clandestinidad de un subterráneo.
Felisina,
así en diminutivo, es el nombre familiar y cariñoso de toda una seria y
responsable directora de un conocido colegio
de la capital de España. Caminábamos por una callejuela comercial de
Potes cuando de pronto la seria y
responsable directora se paró para hacer una compra insólita: Un “tirapiedras”
que decimos aquí, o “tirachinas” que dicen allá, o “tiragomas” que le llaman en otra parte. El tendero, que al parecer
jamás había vendido semejante artefacto a una seria directora de colegio, le
preguntó como tratando de ser simpático:
-No
le querrá usted para romper alguna farola…?
-
Pues sí señor, para eso le quiero. Para romper una farola de la calle que me
obliga a cerrar a cal y canto la persiana de la habitación donde duermo.
Y
la reacción del comerciante fue un “¡Joder…..!”, que aún debe estar retumbando
en la callejuela de marras.
Acto
seguido y ya en la calle, telefoneó a Raúl para decirle que sobre la mesita de
noche del dormitorio grande de su apartamento
de verano en el litoral valenciano, le dejaba el “tirapiedras” para cuando en
septiembre fueran él y Sara, a las tres de la madrugada del primer día que
llegaran, hiciera desaparecer aquella luz que no les dejaba dormir con la
ventana abierta.
El
asesinato de una lámpara que alumbra a
las mismísimas puertas de la ciudad de Valencia, se había gestado de repente en
Potes, a setecientos diez kilómetros de distancia, por una respetable directora
de colegio, que es vecina de Madrid.
Ahora fíense ustedes de las apariencias, y de las distancias…
Jesús González ©
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