martes, 30 de julio de 2013

FELISA Y EL TIRAPIEDRAS




             Llegaron el jueves, justo a la hora en punto para asistir a la exposición  de “pintura  prehistórica” que se inauguró en el Castillo del Rey a las ocho de la tarde. Bernardo y Felisina habían salido aquel mismo día de Madrid, después de pasar por la estación de Atocha para recoger a María de los Ángeles, que llegaba en el tren de alta velocidad procedente de Valencia.

            El viernes y el sábado comimos en Vallines, en casa de Raúl las exquisiteces que  siempre prepara Sara. El primero de los días después de haber llevado a María de los Ángeles a quedarse con la boca abierta contemplando la cueva de El Soplao, y el segundo después de conocer el valle de Cabuérniga y la pequeña maravilla en pura piedra, que es el pueblo de Bárcena Mayor. El Domingo  nos invitó  a los siete Roberto Bedoya a comer con él y su hijo Álvaro en “Los Infantes” de El Sardinero, y como el día estaba radiante, y las playas pletóricas de gente, María de los Ángeles volvió a quedarse admirada contemplando desde El Chiqui la estampa marítima  coronada al fondo con la Península de la Magdalena y su palacio que parecía flotar en la bruma.

            Hoy nos tocó Potes, y de entrada visitamos en Tama el Centro de Interpretación de los Picos de Europa. Como era lunes, y por tanto día de mercado en la villa, las mujeres no resistieron la tentación de visitar tenderetes.

            Como tenían intención de comprar  “orujo del bueno”, los llevé a casa de un conocido cuyo nombre silencio porque la fabricación casera y artesanal está prohibida, pero se llevan para Madrid y Valencia un  orujo sin etiqueta hecho con el mayor de los mimos en la clandestinidad de un subterráneo.

            Felisina, así en diminutivo, es el nombre familiar y cariñoso de toda una seria y responsable directora de un conocido colegio  de la capital de España. Caminábamos por una callejuela comercial de Potes  cuando de pronto la seria y responsable directora se paró para hacer una compra insólita: Un “tirapiedras” que decimos aquí, o “tirachinas” que dicen allá, o “tiragomas” que le  llaman  en otra parte. El tendero, que al parecer jamás había vendido semejante artefacto a una seria directora de colegio, le preguntó como tratando de ser simpático:

            -No le querrá usted para romper alguna farola…?     

             - Pues sí señor, para eso le quiero. Para romper una farola de la calle que me obliga a cerrar a cal y canto la persiana de la habitación donde duermo.

            Y la reacción del comerciante fue un “¡Joder…..!”, que aún debe estar retumbando en la callejuela de marras.

            Acto seguido y ya en la calle, telefoneó a Raúl para decirle que sobre la mesita de noche del dormitorio  grande de su apartamento de verano en el litoral valenciano, le dejaba el “tirapiedras” para cuando en septiembre fueran él y Sara, a las tres de la madrugada del primer día que llegaran, hiciera desaparecer aquella luz que no les dejaba dormir con la ventana abierta.

            El asesinato de una lámpara que alumbra  a las mismísimas puertas de la ciudad de Valencia, se había gestado de repente en Potes, a setecientos diez kilómetros de distancia, por una respetable directora de colegio, que es  vecina de Madrid. Ahora fíense ustedes de las apariencias, y de las distancias…

                                                  Jesús González ©

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