Os
juro que importa poco mear en un lugar o mear en otro. Lo del
título sólo es por dar continuidad a mi escrito anterior, en el que vaticinaba
que en nuestro viaje a Oviedo
pararíamos en Colunga para tomar café y
abrir grifos de desagüe. Pero ni lo uno ni lo otro. Desde San Vicente hasta
Oviedo de un tirón.
En
lo que sí acerté fue en el cariño con
que nos recibió Chelo, quien a
pesar de andar tan alterada como un loco
con viento de levante, en cuanto descubrió
entre tanta gente al grupo de San Vicente de la Barquera, le faltó tiempo para correr a
darnos un abrazo a todos. Poco más tarde
comprobé que no sólo era Chelo quien nos acogía de forma tan familiar: un grupo
de mujeres y un par de caballeros, nos abordaron sonrientes recordándonos el
día que ellos vinieron para hacer una ruta literaria en nuestro pueblo. Nos
aseguraron que pasaron un día formidable en San Vicente.
El
primer objetivo fue el encuentro con el escritor Manuel Vicent, venido a Oviedo
expresamente para presidir este encuentro
de Clubs de Lectura. Y mientras esperábamos a que abrieran las puertas
del Auditorio Príncipe Felipe, Luis,
nuestro receptor de peregrinos en San Vicente, nos sorprendió con una bandeja
de casadielles, pastel típicamente asturiano, que ni por un instante dudamos en
saborear.
Oye,
los ovetenses tienen un auditorio que
hay que quitarse el sombrero. Se
inauguró en 1999, y su arquitecto fue
Rafael Beca, un señor cuyo currículum no
aparece en Internet a pesar de ser autor de esta moderna maravilla.
(Paradójicamente Wikipedia se ocupa muchas veces de personajillos que no tienen
dos dedos de frente). De la acústica se encargó el físico catalán Higini Arau,
al que no me atrevo a juzgar su acierto. Yo estaba en primera fila, y tanto de
la charla del señor Vicent, como del coloquio que siguió después, no me enteré
de nada. Claro que yo padezco una sordera progresiva que se lleva muy mal con
los micrófonos y las voces enlatadas, pero no obstante entendí bastante bien a
la primera moza que habló, que si no me equivoco llegó de Pravia para tal fin.
Habló
el señor alcalde de Oviedo, y solo me enteré de un poco de lo que dijo. Pero en
estos casos los alcaldes de todo el mundo suelen decir las mismas cosas, que también suelen ser escritas por
otros que no son alcaldes para que los ”títeres” se luzcan como buenos oradores. No digo que este sea el caso del de
Oviedo, pero es el caso de la mayoría.
Después
hablaron Chelo Veiga y María Díez a las
que sí entendí todo lo que dijeron, y a quienes no me atrevo a juzgar porque
reconozco que soy fan incondicional de estas dos bibliotecarias, y creo que me
parecería maravillosa cualquier tontería que ellas pudieran decir. Con que
fijaros cual sería mi comentario sabiendo como sé, que son las dos mejores
bibliotecarias del mundo, (al menos del mundo del habla hispana), y que jamás
en la vida dicen una sola tontería por mucho que hablen. ¡Y cuidado que hablan!
Creo
que Manuel Vicent habló bien. Lo digo por lo que le aplaudieron. Supongo que
como orador habitual, tendrá el repertorio bien aprendido y salpicado de
simpáticas anécdotas para conectar fácilmente con el auditorio, y aquí creo que
lo consiguió. Todo son suposiciones mías, a causa de las pocas palabras que yo pesqué, y las risas y
aplausos que de cuando en cuando le dedicaba la audiencia. (Aquí acabé de
convencerme que soy sordo a las notas graves, pues cuando después habló
Inmaculada, la concejala de educación, que es otra maravilla de la que pueden
presumir los ovetenses, volví a entender lo que la megafonía relataba).
A
continuación, y en el hall del Auditorio, el invitado firmó libros. Una fila
tremenda de gente, todos con “El Azar de la Mujer Rubia”, (su última novela),
en la mano. Como yo no tenía ningún libro que firmar, eché una última mirada al
fabuloso vestíbulo del auditorio, y salía a la calle.
Belén,
que es ovetense y conoce la ciudad como la palma de su mano, nos condujo dando
un agradable paseo hasta el Hotel de la Reconquista que es donde teníamos el
condumio. Samuel, que también es el
mejor bibliotecario del mundo, (creo que a estas alturas, hasta yo me estoy
dando cuenta de que soy un pelota), se preocupó de mi pié, hasta el punto de
ofrecerme un taxi para el desplazamiento. Pero ni hablar. Yo me encontraba ágil
como un chaval de veinte años.
Junto
a mi mujer me senté en las butacas de un acojonante salón del Reconquista, y
enseguida nos rodearon un grupo de socias del Club de Lectura de la Biblioteca de Pumarín para
desearnos que pasáramos un día estupendo. En estas charlas estábamos
cuando nos hizo levantar la cabeza una banda de gaitas y tambores que acudió
para festejarnos, y que pintó de tipismo el interior del hotel.
Después
a comer. Servilletas de tela, profusión
de cubiertos, y grandes y lucidas copas
sobre las mesas. La comida bien, pero sin pasarse. Era un menú a elegir
entre ensalada templada o canelones rellenos de ”pitu de calella” de primero, y
merluza o carrillera de segundo. Bien, pero sin pasarse. Con el vino
y el agua tampoco se pasaron. Pero ¡bien, bien! Lo que más me satisfizo
fue el postre. Troncos de helado a tres sabores disfrazados de suflé con
chantillí ligeramente quemado, fue
generosamente troceado para deleite de golosos como yo. Lo peor el café. Aguachurri, le llaman en mi
pueblo a semejante calidad. Pero bien. Si algún defecto tuvo el yantar, lo
suplió con creces el marco. De todas formas prefiero el lugar, (que no sé como
se llama ni donde está ubicado), donde comimos cuando hicimos la ruta literaria de Dolores Medio.
También decía en mi escrito anterior al viaje, que esperaba encontrar
algún conocido de Sarón, Unquera o Cabezón de la Sal, y no los encontré, salvo
a Mónica la bibliotecaria de Val de San Vicente, que la conozco desde que era
una niña. María me presentó a un grupo de su club, y allí me topé con dos mozas de la Penilla. María Luisa Cano
y María Mazón. ¡Madre, qué recuerdos! La
primera hija de José Luis, y sobrina de mi compañero de trabajo Germán Cano, y
la segunda sobrina en algún grado de Luís Mazón, el administrativo que fue de
nuestro departamento de inspección en la fábrica Nestlé. Me hicieron volver por
unos instantes cuarenta y cinco o cincuenta años atrás. Fue un placer
conoceros, muchachas,
Chelo, siempre Chelo, casi nos mete de cabeza al bús, porque había que hacer la ruta literaria de “El Cabestrante” de Armando Palacio Valdés. Yo no pude. Todavía se está soldando la rotura de mi tobillo, y no debo caminar mucho. Así que junto con mi mujer, con Luis “Peregrín”, e Isabel la de Unquera que estaba recién operada de cadera, nos fuimos en el autobús hasta el lugar donde ellos permanecían hasta la hora del regreso. Ignoro el nombre de la plaza donde estuvimos, pero tuvimos la suerte de que en ella había algo así como una exposición de asuntos campestres, y dentro de una carpa la mayor exposición avícola que he visto en mi vida. Palomas, patos, pavos, y un número tan grande de razas de gallinas de todo el mundo, que si no lo veo, aunque me lo jurara, no hubiera creído. Yo, que tengo espíritu de campesino, disfruté de lo lindo.
Jesús González ©
2 comentarios:
Gracias por esa crónica. Leí y recordé cada hora que pasamos por ese Oviedo repleto de historias. ¡Buena gente!
Lines
Gracias, Jesús, por tus palabras.
¿Has revisado ya cuántos comentarios hay en tus escritos???
Un placer estar con vosotros en Oviedo.
Un abrazo
María
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