Nada
permanece. Ya lo dijo la mujer aquella, cuando al cabo de los muchos años se
encontró con un pretendiente de su juventud: “¡Con el tiempo, como ha cambiado
la faz de las cosas!” Y el otro viéndole
el semblante le respondió: “!Y las cosas de la faz!”
Hoy
visité la fábrica donde trabajé treinta
y cinco años consecutivos. Digo lo de consecutivos porque no recuerdo a
Dios gracias, de haber cogido ni un solo día de baja por enfermedad. En aquel
tiempo llegaba yo a la portería, y nada
más verme el portero, sonreía, hacía un gesto de saludo y oprimía un botón para que la valla se
elevara dejándome expedita la entrada.
Hoy
tuve que dejar mi coche en un aparcamiento exterior para acercarme a pie hasta
una portería moderna protegida con cristales ahumados salvo el del lugar de
atención al visitante. Había carteles que anunciaban en tres idiomas las
instrucciones para poder entrar, y un doble paso peatonal con puertas de
cristal de seguridad, con movimiento electrónico. A través del cristal de
atención al visitante descubrí un
interior de portería que me recordó el lugar de operaciones que la Nasa tiene en Cabo Cañaveral: Todo
eran pantallas de control, botones, teléfonos y aparatos desconocidos para mí.
El único hombre que manejaba todo aquello fue quien me atendió, y de momento
dudé si estaba hablando con un científico, con un policía, o simplemente era un
portero. Le informé del departamento al que quería acceder, me pidió el número de mi documento de
identidad, y tras consultar un ordenador, me informó por si no lo sabía, que yo era un antiguo colaborador
de aquella empresa. Pidió al responsable del departamento a visitar
autorización para permitirme pasar, y una vez autorizado me dio una tarjeta
magnética que hube de colgar con un cordón en mi cuello, y me instruyó muy
amablemente, sobre las dos pantallitas que había de posicionar la tarjeta para
que los cristales de seguridad se abrieran y me dejaran entrar.
Estaba
claro por las normas, que solucionado el
asunto que me llevó allí, debía desandar los pasos andados, pasar la tarjeta por las pantallas
correspondientes, y tras cruzar las puertas de seguridad, entregar mi llave
electrónica a quien me la había dado, para salir a la calle.
Pero más claro estaba que yo no iba a salir sin saludar al menos a
alguno de los pocos y viejos amiguetes y conocidos que aún quedan trabajando en el lugar. Las
edificaciones siguen siendo prácticamente la mismas que en mis tiempos, pero
los interiores, al menos en el edificio central destinado a despachos
administrativos, son totalmente distintos. Para llegar a ellos hube de seguir
las flechas que indican los caminos peatonales, y una vez dentro me guié por el
instinto hasta llegar a las modernísimas
salas donde antes de ser tan modernas, se
controlaba todo lo relacionado con la leche comprada en el campo a los
ganaderos. Me recibió Juan con una sonrisa
amplia, y mientras tomábamos un
café que por treinta céntimos nos sirvió una de las máquinas que hay en los
pasillos, me informó que Javier Ortiz
estaba operado de una rodilla, y Javier
Gómez estaba en Barcelona gestionando unos asuntos. Estos tres hombres,
veterinarios y peritos agrónomos que yo conocí después de jubilado, resuelven
por sí solos lo que en mis tiempos hacíamos nueve inspectores, dos agrónomos,
dos administrativos y el jefe de
todos. No, no es que trabajen más que lo
hacíamos nosotros. Simplemente es que la técnica y la electrónica avanzan computando de tal manera los datos, que llegará el momento en que el mundo se
rija y mueva con la intervención de un solo hombre que controle un panel electrónico.
De
lo que no estoy tan seguro es de si las máquinas electrónicas serán capaces de
recibir a alguien con tanto afecto y un montón de besos como me recibieron las
compañera de otros departamentos que en mi época eran jóvenes novias o recién
casadas, y que hoy me informaban de que ya eran abuelas, mientras que
recordando mi afición al chocolate, abrieron una caja de bombones recién
fabricados para obsequiarme…
Todo
cambia, nada permanece. Excepto los sentimientos humanos.
Jesús González ©
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