domingo, 3 de marzo de 2013

TODO CAMBIA





            Nada permanece. Ya lo dijo la mujer aquella, cuando al cabo de los muchos años se encontró con un pretendiente de su juventud: “¡Con el tiempo, como ha cambiado la faz de las cosas!”  Y el otro viéndole el semblante le respondió: “!Y las cosas de la faz!”

            Hoy visité la fábrica donde trabajé treinta  y cinco años consecutivos. Digo lo de consecutivos porque no recuerdo a Dios gracias, de haber cogido ni un solo día de baja por enfermedad. En aquel tiempo  llegaba yo a la portería, y nada más verme el portero, sonreía, hacía un gesto de saludo y  oprimía un botón para que la valla se elevara  dejándome  expedita la entrada.

            Hoy tuve que dejar mi coche en un aparcamiento exterior para acercarme a pie hasta una portería moderna protegida con cristales ahumados salvo el del lugar de atención al visitante. Había carteles que anunciaban en tres idiomas las instrucciones para poder entrar, y un doble paso peatonal con puertas de cristal de seguridad, con movimiento electrónico. A través del cristal de atención al visitante descubrí un  interior de portería que me recordó el lugar de operaciones  que la Nasa tiene en Cabo Cañaveral: Todo eran pantallas de control, botones, teléfonos y aparatos desconocidos para mí. El único hombre que manejaba todo aquello fue quien me atendió, y de momento dudé si estaba hablando con un científico, con un policía, o simplemente era un portero. Le informé del departamento al que quería acceder,  me pidió el número de mi documento de identidad, y tras consultar un ordenador,  me informó por si  no lo sabía, que yo era un antiguo colaborador de aquella empresa. Pidió al responsable del departamento a visitar autorización para permitirme pasar, y una vez autorizado me dio una tarjeta magnética que hube de colgar con un cordón en mi cuello, y me instruyó muy amablemente, sobre las dos pantallitas que había de posicionar la tarjeta para que los cristales de seguridad se abrieran y me dejaran entrar.

            Estaba claro por las normas,  que solucionado el asunto que me llevó allí, debía desandar los pasos andados,  pasar la tarjeta por las pantallas correspondientes, y tras cruzar las puertas de seguridad, entregar mi llave electrónica a quien me la había dado, para salir a la calle.

            Pero  más claro estaba  que yo no iba a salir sin saludar al menos a alguno de los pocos y viejos amiguetes y conocidos que aún  quedan trabajando en el lugar. Las edificaciones siguen siendo prácticamente la mismas que en mis tiempos, pero los interiores, al menos en el edificio central destinado a despachos administrativos, son totalmente distintos. Para llegar a ellos hube de seguir las flechas que indican los caminos peatonales, y una vez dentro me guié por el instinto  hasta llegar a las modernísimas salas donde antes  de ser tan modernas, se controlaba todo lo relacionado con la leche comprada en el campo a los ganaderos. Me recibió Juan con una sonrisa   amplia, y mientras tomábamos  un café que por treinta céntimos nos sirvió una de las máquinas que hay en los pasillos,  me informó que Javier Ortiz estaba operado de una rodilla, y Javier  Gómez estaba en Barcelona  gestionando unos asuntos. Estos tres hombres, veterinarios y peritos agrónomos que yo conocí después de jubilado, resuelven por sí solos lo que en mis tiempos hacíamos nueve inspectores, dos agrónomos, dos administrativos  y el jefe de todos.  No, no es que trabajen más que lo hacíamos nosotros. Simplemente es que la técnica y la electrónica avanzan  computando de tal manera los datos,  que llegará el momento en que el mundo se rija y mueva con la intervención de un solo hombre  que controle un  panel electrónico.

            De lo que no estoy tan seguro es de si las máquinas electrónicas serán capaces de recibir a alguien con tanto afecto y un montón de besos como me recibieron las compañera de otros departamentos que en mi época eran jóvenes novias o recién casadas, y que hoy me informaban de que ya eran abuelas, mientras que recordando mi afición al chocolate, abrieron una caja de bombones recién fabricados para obsequiarme…

            Todo cambia, nada permanece. Excepto los sentimientos humanos.

                                         Jesús González ©

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