El
Llano no es más que los trescientos
metros de carretera que caminan los
viandantes que llegan de fuera, antes de
situarse junto a las primeras casas de mi pueblo. (Escribí casi sin darme cuenta la palabra “viandantes”, porque al pulsar las teclas el
subconsciente transportó mi mente a la época de mi niñez, y entonces, lo mismo
desde el balcón de mi casa que desde
cualquier otro lugar del pueblo, solo eran viandantes lo que se veía llegar por
el Llano).
Solía
verse alguna mañana el coche de don Tomás el médico, al que familiarmente le
llamábamos “la rana”. Lo uno porque
aquel Valilla granate de dos plazas no era mucho mayor que un bichejo de
estos; lo otro, porque el ruido que
hacía su bocina recordaba el croar de
tantos anfibios de esta especie que se multiplicaban a montones en el
piso cenagoso que rodeaba al bebedero de las vacas y la fuente de San Justo.
Todos
los vecinos de Caviedes, y también muchas gentes más que no son vecinos, saben perfectamente
que esos trescientos, (o como mucho, cuatrocientos metros),
de carretera, se llaman El Llano.
Y lo saben, porque, aunque también algún visitante nos llegaba por el camino
del alto de la Calzada que da acceso a
la estación del tren en Treceño, las visitas importantes nos llegaban por el
Llano.
Al Llano miraban siempre las mujeres como
sustituto al mejor de los relojes, para apresurarse a preparar el refrito de
las alubias, cuando por él veían regresar a los críos de la escuela en su
horario de mañana. Y al Llano miraban también los hombres porque desde que
veían venir a los críos hasta una hora más tarde que estaría el plato de berzas
con tocino sobre la mesa, era el tiempo de tomar un valdepeñas en la taberna de Baltasar y otro en la de
Pedro mientras se hablaba con los vecinos de tierras y prados, porque
preocupaciones mayores no llegaban al pueblo.
Pero
las más numerosas y fieles de todas las miradas al Llano, se producían sin duda
alguna a las doce en punto de la mañana, porque puntual como nadie en Caviedes
fue durante lustros nuestro cartero Laureano Ruiz.
-Buen
día, Laureano.
-Hermoso,
hermoso. –Era su infalible respuesta.
Afable
como pocos, y querido por todo el pueblo, repartía de casa en casa la felicidad
a las madres y la satisfacción a los padres.
Ilusión para las novias, proyectos para los novios y alegrías para todo
el mundo. Eran las cartas que enviaban
los ausentes. Con solo ver el sobre sabían quien la enviaba porque aquella
letra picuda era inconfundible. O el rasgo de la “o” final, o las mayúsculas
tan historiadas…
Las
cartas lo eran todo para la gente del
pueblo, porque eran el único medio de comunicación Los sobres de las que llegaban de ultramar
eran especiales, finos como el papel biblia para que pesaran poco si es que las
enviaban en avión. Eran las menos, claro, porque costaba más dinero el sello.
Generalmente venían en barco que era más barato, aunque tardaban hasta un mes
en llegar, eso si no se extraviaban y podían tardar hasta dos.
Pocas
imágenes más poéticas que las del rostro
que lee una carta. La expresión de inmensa alegría mientras los ojos recorren
ávidos los renglones torcidos de letras
maltrechas. Los atascos en la lectura, y vuelta atrás para empezar de nuevo cerciorándose que lo leído está bien
comprendido…
O el rostro que se demuda, la carta que
tiembla, y las lágrimas
que asoman y resbalan como perlas
derramadas sobre las mejillas ante la
triste misiva…
Eran
las cartas de entonces, que desde el mismo momento que se escribían, se
esperaba con anhelo la respuesta.
Hoy
no se esperan cartas, ni alegra la
visita del cartero. Llegan porquen tienen que llegar, pero no son más que
papeles sin vida. Nunca más he vuelto a ver en ellas la mancha carmín de unos
labios, ni la tinta corrida de una letra
por la lágrima que cayó sobre ella. .. Hoy ya no hay cartas. Que las cartas se
hacían con plumilla y tinta a lo que se
añadía corazón y vida, y se besaban al dejarlas en un buzón.
El
cartero de hoy no trae más que facturas
de agua y luz, y temidas cartas del banco reclamando por la vía de urgencia
débitos que no sabes de donde salieron.
Hoy nos comunicamos de mil maneras distintas que nos ofrecen los
ordenadores y teléfonos móviles, y lo hacemos con expresiones en abreviatura,
casi en código para que nos cueste poco dinero, y casi nos conformamos con
saber que nuestro interlocutor sigue viviendo.
Las
cartas con sobres de hermosa y cuidada
caligrafía fueron víctimas del progreso, y el progreso no se puede ni se debe
detener. ¡Réquiem, por las cartas de mi época!
Jesús González González ©
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