sábado, 16 de marzo de 2013

EL LLANO





            El Llano no es más que  los trescientos metros  de carretera que caminan los viandantes  que llegan de fuera, antes de situarse junto a las primeras casas de mi pueblo.  (Escribí casi sin darme cuenta  la palabra “viandantes”,   porque al pulsar las teclas el subconsciente  transportó mi mente  a la época de mi niñez, y entonces, lo mismo desde el balcón de mi casa  que desde cualquier otro lugar del pueblo, solo eran viandantes lo que se veía llegar por el Llano).

            Solía verse alguna mañana el coche de don Tomás el médico, al que familiarmente le llamábamos “la rana”. Lo uno porque  aquel Valilla granate de dos plazas no era mucho mayor que un bichejo de estos;  lo otro, porque el ruido que hacía su bocina recordaba el croar de  tantos anfibios de esta especie que se multiplicaban a montones en el piso cenagoso que rodeaba al bebedero de las vacas y la fuente de San Justo.

            Todos los vecinos de Caviedes, y también muchas gentes  más que no son vecinos, saben perfectamente que esos trescientos, (o como mucho, cuatrocientos  metros),  de carretera, se llaman  El Llano. Y lo saben, porque, aunque también algún visitante nos llegaba por el camino del alto de la Calzada  que da acceso a la estación del tren en Treceño, las visitas importantes nos llegaban por el Llano.

             Al Llano miraban siempre las mujeres como sustituto al mejor de los relojes, para apresurarse a preparar el refrito de las alubias, cuando por él veían regresar a los críos de la escuela en su horario de mañana. Y al Llano miraban también los hombres porque desde que veían venir a los críos hasta una hora más tarde que estaría el plato de berzas con tocino sobre la mesa, era el tiempo de tomar un valdepeñas  en la taberna de Baltasar y otro en la de Pedro mientras se hablaba con los vecinos de tierras y prados, porque preocupaciones mayores no llegaban al pueblo.

            Pero las más numerosas y fieles de todas las miradas al Llano, se producían sin duda alguna a las doce en punto de la mañana, porque puntual como nadie en Caviedes fue durante lustros nuestro cartero Laureano Ruiz.

            -Buen día, Laureano.

         -Hermoso, hermoso. –Era su infalible respuesta.

            Afable como pocos, y querido por todo el pueblo, repartía de casa en casa la felicidad a las madres y la satisfacción a los padres.  Ilusión para las novias, proyectos para los novios y alegrías para todo el mundo.  Eran las cartas que enviaban los ausentes. Con solo ver el sobre sabían quien la enviaba porque aquella letra picuda era inconfundible. O el rasgo de la “o” final, o las mayúsculas tan historiadas…

            Las cartas lo eran todo  para la gente del pueblo, porque eran el único medio de comunicación  Los sobres de las que llegaban de ultramar eran especiales, finos como el papel biblia para que pesaran poco si es que las enviaban en avión. Eran las menos, claro, porque costaba más dinero el sello. Generalmente venían en barco que era más barato, aunque tardaban hasta un mes en llegar, eso si no se extraviaban y podían tardar hasta dos.

            Pocas imágenes más poéticas que las del  rostro que lee una carta. La expresión de inmensa alegría mientras los ojos recorren ávidos  los renglones torcidos de letras maltrechas. Los atascos en la lectura, y vuelta atrás para empezar  de nuevo cerciorándose que lo leído está bien comprendido…

             O el rostro que se demuda, la carta que tiembla, y  las  lágrimas  que asoman  y resbalan como perlas derramadas sobre  las mejillas ante la triste misiva… 
           
            Eran las cartas de entonces, que desde el mismo momento que se escribían,  se  esperaba con anhelo la respuesta.

            Hoy no se esperan  cartas, ni alegra la visita del cartero. Llegan porquen tienen que llegar, pero no son más que papeles sin vida. Nunca más he vuelto a ver en ellas la mancha carmín de unos labios, ni la tinta corrida  de una letra por la lágrima que cayó sobre ella. .. Hoy ya no hay cartas. Que las cartas se hacían con  plumilla y tinta a lo que se añadía corazón y vida, y se besaban al dejarlas en un buzón.

            El cartero de hoy  no trae más que facturas de agua y luz, y temidas cartas del banco reclamando por la vía de urgencia débitos que no sabes de donde salieron.  Hoy nos comunicamos de mil maneras distintas que nos ofrecen los ordenadores y teléfonos móviles, y lo hacemos con expresiones en abreviatura, casi en código para que nos cueste poco dinero, y casi nos conformamos con saber que nuestro interlocutor sigue viviendo.

            Las cartas  con sobres de hermosa y cuidada caligrafía fueron víctimas del progreso, y el progreso no se puede ni se debe detener. ¡Réquiem, por las cartas de mi época!

              Jesús González González ©
               

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