sábado, 30 de marzo de 2013

A LA PITA LA COJA



            No sé si también lo decíais vosotros cuando erais críos, pero en mi pueblo no conocíamos mejor expresión cuando  por cualquier motivo teníamos que andar sobre un solo pié.  Pues así,  “a la pita la coja” ando yo desde el jueves veintiuno por prescripción  facultativa. 

            Pues “ná”, que uno ya es viejo y le faltan reflejos. Y de poco me sirve saber que tengo muchos años, y que debo  suplir la falta de esos reflejos con el ser reflexivo.  Por ejemplo: a la hora de cruzar un semáforo, si cuando llegas ya está verde, lo normal es echar una carrerita, y pasar. Pues con mis años no. Hay que comprender que lo de la carrerita es para gente joven; que yo no debo hacerlo porque puedo tropezar, o no correr lo suficiente, o… ¡coño!, cualquier otro contratiempo que  la torpeza de los muchos años  te puede acarrear. Así que reflexiono, me digo que el verde puede estar a punto de volverse rojo, y que lo mejor es tener paciencia  y esperar a que llegue un nuevo color verde, para cogerle de refresco 

            Pero a veces pasa que tu crees que eres bastante reflexivo, y no lo eres. Porque la falta de reflejos no te deja ver que no has reflexionado bastante aunque tu  te creas que sí.  O sea, que los muchos años te hacen la puñeta por más que uno trate de evitarlo. 

            Pues eso. Que estuve en Valencia, y la última noche de Fallas de regreso  a casa, tropecé tontamente con un bordillo de la acera, y  me caí. (Siempre se tropieza“tontamente”, porque yo nunca he oído decir a nadie que tropezó “listamente” contra algo). Claro, si el tropezón le da un chaval,  pega un pequeño salto, y se acabó la historia. Pero como el tropezón le dieron ochenta y dos años acabados de cumplir, la historia no hizo más que empezar.

            La gente de la calle muy solícita ella, corrieron en mi ayuda lo mismo que mis acompañantes. Yo les di las gracias, y les informé de que la cosa no era nada.  No fue por hacerme el valiente ni mucho menos, fue porque así me lo pareció a mí, pues luego estuve más de una hora de pie mirando desde el ventanal de la casa como ardía la falla dedicada al dios Baco, y hasta bajé luego a la calle para hacer las fotos desde otro ángulo. 

            A la mañana siguiente regresamos. Hicimos tres o cuatro paradas durante el viaje, sin sentir más que un ligero dolor del pié derecho en algunos movimientos. Pero ¡Ay, Cristo! Al día siguiente aquí, en casa, no se como puse  el pie al momento de levantarme de la cama, que vi las estrellas. Y como medida de prevención, ya fui casi “a la pita la coja” al baño.

            Bajé al ambulatorio, y Conchi me miró el pie a conciencia.  Me tocó en un punto, que a pesar de ser ya las diez de la mañana,  volví a ver las estrellas, y entonces me hizo un volante para que fuera a “Urgencias” en Sierrallana. Atentísimas las mozas aquellas de Sierrallana; nada más verme, me sentaron en una silla de ruedas, recogieron los papeles que me dio Conchi, me pusieron en la muñeca derecha  una pulsera de plástico con mi nombre completo por si me perdía, y me llevaron a una sala grandísima llena de gente, donde debía esperar hasta que me llamaran. 

            Pues no tardaron en llamarme.  El traumatólogo era joven cosa que me alegró, pues ya tengo bien comprobado que los jóvenes andan mucho mejor  de reflejos que los viejos. Pues aunque se diga que la “veteranía” es un grado, y se hable mucho de lo que vale la experiencia, a la hora de tratar con médicos, a mi dame gente joven que tenga el pulso seguro y los razonamientos frescos.  

            Mientras me miraba le dije que no me fuera a estropear un viaje del Inserso a Menorca que tengo para el día doce de abril, y me respondió que todo dependía de losresultados de la radiografía que me iban a hacer. Y a la coño radiografía no se le ocurrió otra más que decir que tenía el tobillo roto.

            Sin más me llevaron a la sala de yesos. Yo nunca había estado en una sala de yesos, y me dio la sensación de encontrarme en el taller del escayolista que me puso los techos rasos cuando hice la casa. Al médico escayolista, o al escayolista médico que también era joven, le cuestioné si no me habrían hecho mal la radiografía, pues a mi modo de ver, pusieron la lente por el lado opuesto a la rotura, y me respondió con un par de palmadas cariñosas  en el hombro, como diciéndome, “¿qué sabrás tú de esto?”. En el momento de empezar su trabajo advirtió que yo tengo psoriasis en la pierna, e hizo un alto para ir a consultar con un dermatólogo. Volvió preocupado, me pidió que  perdonara otro momento porque iba a hablar con el traumatólogo, y regresó enseguida diciéndome que me fuera así para casa, que la rotura no era mucha cosa, y que si me escayolaban con el psoriasis me iba a picar un montón, etc. etc. 

             Así, sin más, cogí el portante y aquí estoy. Pero se me hace que me echaron un poco de prisa, diciéndome solamente que quietud y que volviera el día dos.  Un montón de gente me ha dicho que al menos debían habérmelo vendado; y otros más entendidos en la materia, dicen que debieron ponerme una férula. (Mira tú por donde aprendí yo la palabreja esa de “férula”, que como dice el  refrán, no hay mal que por bien no venga). Pero yo digo que los especialistas en la cosa son ellos, y ellos sabrán. De todas formas, si el asunto sale mal, al menos tendré tema para otro escrito criticando lo mal que los médicos desempeñan su cometido.                                            
                                                         

    Jesús González ©

No hay comentarios: