Lloró,
lloró. Por falta de llanto no tengo
queja. Y aunque se lo miradora que es de la peseta, en el fondo le agradecí
mucho que dispusiera del mejor traje que tenía en el armario para amortajarme.
Bien temí que quisiera guardarle para regalo a cualquiera de sus yernos.
Cuatro
yernos tengo grandes como castillos, y quizás por eso me encasquetó a mí el traje
negro de rayas. Tanto Mario como Nazario, aunque les valiera, (que no
les valía), son demasiado puntillosos
como para vestir un traje que perteneció al difunto. A Rafa o Pascual, por más
que echara abajo el dobladillo de los pantalones y el de las mangas de la
chaqueta, siempre les quedaría más que raquítico, y los vecinos criticarían la
herencia.
Algo
discutió con las hijas a la hora de elegir
el féretro, y les repitió una y otra vez aquello de que las atenciones en vida, pero que con tal que la
caja tuviera buena apariencia la calidad no importaba mucho, y que nadie iba a
ser tan fisgón como para ponerse a curiosear si por dentro estaba forrada de
raso bueno, o de organdí corriente como
las ventanas del baño.
Me
besó la frente fría, y dejó que las hijas lloraran a gusto porque reconoció que
un padre no se pierde más que una vez en
la vida. Pero se negó en redondo al
acuerdo de la familia entera, a que la mejor forma de bajarme de un tercer piso
a la calle, era descolgando el féretro por el balcón con la ayuda de un camión de obras y unas poleas
adecuadas. La razón de lo empinadas y estrechas que eran las escaleras
interiores del edificio, no fue suficiente para justificar el gasto de un
camión con garruchas y escaleras
extensibles.
No
sé si alguna vez llegaré a perdonárselo. Como veinte centímetros me sobraban de
caja, y la inexperiencia de mis cuatro yernos hizo que me sacaran de casa. Al
intentar descender el primer tramo resbalé y pegué tal testarazo con la madera
central, que de no haber estado muerto me hubiera levantado un lamentable dolor
de cabeza. Despacio, muy despacio
bajaron los veinte escalones primeros, pero la lentitud no impidió que
la calva de mi cabeza rejoneara sobre un diminuto clavo que sostenía el organdí del forro blanco. Sangrar no sangré, porque
después de casi treinta horas muerto la sangre se había tornado pastosa dentro
de mis venas, pero tuve suficiente tiempo para comprender que en otras
condiciones aquel clavo microscópico me
hubiera hecho ver las estrellas mucho antes de que mi alma volara hacia ellas.
La
curva del primer rellano era tan estrecha, que por más pruebas que hicieron fue
imposible tomarla en posición horizontal . Machacaron mi hombro derecho, y después el
izquierdo. Los volvieron a machacar en intentos sucesivos, y cuando decidieron
que habían de bajarme en posición vertical, alguien advirtió que “con los pies
para adelante”. Se me desclavó entonces
el clavo de la cabeza, y se clavó otro más grande que apareció a los pies,
porque después de haberme puesto los
calcetines se olvidaron de los zapatos. (Todavía hoy mantengo la duda de
si realmente fue olvido, o si fue porque siendo de piel auténtica de
becerro y mi número coincidir con el de
mi yerno Pascual, le entraron a mi viuda auténticos escrúpulos de conciencia; que la situación no
está tan boyante como para no sopesar
las cosas, y enterrar tales zapatos cubriendo unos pies que ya no iban a
caminar).
Entre
planos de rellanos, verticalidades de escaleras, que si “empina”, que si
“aplana”, que si “más a la derecha”, me sentí agitado como en una coctelera, y
se revolvieron las tripas de tal modo que de no haber estado el vientre
paralizado, el muerto se hubiera cag…. en todos sus vivos.
¡Ah!,
perdón, se me olvidaba presentarme: Soy el muerto del que el lunes pasado hizo mención Isabel, cuando junto a Lines
bajábamos de la radio.
Jesús González ©
1 comentario:
Jesús, me encanta. Sigues sorprendiéndonos cada día con tus capacidades, primero para discurrir historias y segundo para contárnoslas de manera tan divertida.
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