miércoles, 27 de febrero de 2013

EL MUERTO






            Lloró, lloró.  Por falta de llanto no tengo queja. Y aunque se lo miradora que es de la peseta, en el fondo le agradecí mucho que dispusiera del mejor traje que tenía en el armario para  amortajarme.  Bien temí  que quisiera guardarle para regalo a cualquiera de sus yernos.



            Cuatro yernos tengo grandes como castillos, y quizás por eso me encasquetó  a mí el traje  negro de rayas. Tanto Mario como Nazario, aunque les valiera, (que no les valía),  son demasiado puntillosos como para vestir un traje que perteneció al difunto. A Rafa o Pascual, por más que echara abajo el dobladillo de los pantalones y el de las mangas de la chaqueta, siempre les quedaría más que raquítico, y los vecinos criticarían la herencia.



            Algo discutió con las hijas a la hora de  elegir el féretro, y les repitió una y otra vez aquello de que las  atenciones en vida, pero que con tal que la caja tuviera buena apariencia la calidad no importaba mucho, y que nadie iba a ser tan fisgón como para ponerse a curiosear si por dentro estaba forrada de raso  bueno, o de organdí corriente como las ventanas del baño.



            Me besó la frente fría, y dejó que las hijas lloraran a gusto porque reconoció que un padre no  se pierde más que una vez en la vida.  Pero se negó en redondo al acuerdo de la familia entera, a que la mejor forma de bajarme de un tercer piso a la calle, era descolgando el féretro por el balcón con  la ayuda de un camión de obras y unas poleas adecuadas. La razón de lo empinadas y estrechas que eran las escaleras interiores del edificio, no fue suficiente para justificar el gasto de un camión con garruchas y  escaleras extensibles.



            No sé si alguna vez llegaré a perdonárselo. Como veinte centímetros me sobraban de caja, y la inexperiencia de mis cuatro yernos hizo que me sacaran de casa. Al intentar descender el primer tramo resbalé y pegué tal testarazo con la madera central, que de no haber estado muerto me hubiera levantado un lamentable dolor de cabeza. Despacio, muy despacio  bajaron los veinte escalones primeros, pero la lentitud no impidió que la calva de mi cabeza rejoneara sobre un diminuto clavo que  sostenía el organdí  del forro blanco. Sangrar no sangré, porque después de casi treinta horas muerto la sangre se había tornado pastosa dentro de mis venas, pero tuve suficiente tiempo para comprender que en otras condiciones aquel clavo microscópico  me hubiera hecho ver las estrellas mucho antes de que mi alma volara hacia ellas.



            La curva del primer rellano era tan estrecha, que por más pruebas que hicieron fue imposible tomarla en posición horizontal .  Machacaron mi hombro derecho, y después el izquierdo. Los volvieron a machacar en intentos sucesivos, y cuando decidieron que habían de bajarme en posición vertical, alguien advirtió que “con los pies para adelante”.  Se me desclavó entonces el clavo de la cabeza, y se clavó otro más grande que apareció a los pies, porque después de haberme puesto los  calcetines se olvidaron de los zapatos. (Todavía hoy mantengo la duda de si realmente fue olvido, o si fue porque siendo de piel auténtica de becerro  y mi número coincidir con el de mi yerno Pascual, le entraron a mi viuda auténticos  escrúpulos de conciencia; que la situación no está tan boyante  como para no sopesar las cosas, y enterrar tales zapatos cubriendo unos pies que ya no iban a caminar).



            Entre planos de rellanos, verticalidades de escaleras, que si “empina”, que si “aplana”, que si “más a la derecha”, me sentí agitado como en una coctelera, y se revolvieron las tripas de tal modo que de no haber estado el vientre paralizado, el muerto se hubiera cag…. en todos sus vivos.



            ¡Ah!, perdón, se me olvidaba presentarme: Soy el muerto del que el lunes pasado  hizo mención Isabel, cuando junto a Lines bajábamos de la radio.

Jesús González ©

1 comentario:

Laura dijo...

Jesús, me encanta. Sigues sorprendiéndonos cada día con tus capacidades, primero para discurrir historias y segundo para contárnoslas de manera tan divertida.