sábado, 23 de febrero de 2013

EL HORIZONTE

                                                           
“Red Sky in the morning sheperds warn in the evening” 
   Sabía lo que significaba el alba rojo chillón, pero aun así, como posesa, siguió mirando al majestuoso astro que se levantaba ataviado con su manto color sangre.  En su cénit la temperatura superaba los 28 grados en el parking del supermercado.  Cuando hubo colocado las compras en el maletero, se sentía sudorosa y nerviosa.  ¡Qué bien le habrían venido unos chorros de ducha refrescantes y no el sofocante contacto con el volante durante casi tres horas de cansino recorrido!   Hacia la mitad del trayecto, en la estación de LA PAUSA, donde otras veces optaba por un receso, tuvo que reducir la velocidad  hasta los 80 Kms. porque el dios Eolo empezó a zarandearlos en zig.zag.  Los pinos cimbreaban ufanos en el horizonte.  Parecía que los agentes meteorológicos seguían preparándose para su noche apoteósica: risas, algarabía y nubes que corrían, huían, ya en estratos, ya en nimbos por el horizonte rosado de júbilo. 
  La casa estaba vacía: nadie para ayudarla con los bártulos.  Algún vecino lanzó algunos piropos disonantes ante el ascensor ocupado más de la cuenta.  El reloj de pared rompió el espacio desangelado con cinco golpes.  Sin abrir siquiera las bolsas, se tiró en el sofá. Y en unos minutos se olvidó del estado deprimente.   
Los truenos de Thor la despertaron; seguro que los esgrimistas llevaban tiempo ya sacando chispas a sus lanzas en el  horizonte y comenzó a jarrear: los duros y gordos goterones golpeaban los cristales del balcón.  Parece que querían refrescar el ambiente peligroso, que se suavizase el horizonte, pero los lanceros se  retaron a muerte y los fenómenos  atmosféricos lanzaron mantos de granizo, deseosos de producir una catástrofe entre los que se apresuraban a sus casas o  tomaran la última noche por chirigota. 
  Preparó la mesa del comedor como corresponde a la noche más opulenta y a los queridos familiares: el acebo estaba presente en el centro de la mesa y en las servilletas.  ¡A ver si la noche tomaba otro cariz…!  
 Llegó la primera invitada; no pronunció una palabra al ver las viandas aún embaladas: iba a ser el pinche. Separó, con cuidado, las lonchas de jamón serrano.  Después extendió el paté sobre los panecillos tostados.  Los espárragos “Dantza”… Las fuentes con sus aromas, con sus diferentes  tonalidades fueron a ocupar el espacio llamador de la mesa.  Y llegó el tercer comensal.  La anfitriona bendijo lo allí presente y a saborear…  La  cocinera se levantó para preparar los langostinos frescos a la plancha.  Con la bandeja humeante, dorada, oliendo a kresala llegó al comedor.  Primera decepción: el último invitado se había echado en la cama.  No le faltaron langostinos  -pues la plancha echaba humo que hasta la cocina empezó a resollar, pero tampoco la  fría mirada que recibió por su falta de respeto hacia los demás.  Al igual que los pavos engullen, se prepararon a hacer lo mismo.  Los ojos se llenaron de aquella hermosura (¿Pintaría pavos, Botticelli?)  Las papilas gustativas produjeron mucha saliva…  La pinche se dispuso a  trinchar el pavo;  se puede decir que sacó un aprobado, (cosa que enojó al tercer comensal, ya que él se consideraba más diestro)       Engulleron como pavos.  La anfitriona y el pinche recogieron la mesa y la limpiaron de migas.  Cuando volvieron con los dulces y  la compota, el vago comensal dormía en el sofá.  Nadie llevó el azúcar a la boca  La anfitriona, hecha una energúmena despertó al bello durmiente y le señaló la cocina.  Él  aletargado, atiborrado negó con la cabeza: fue entonces cuando  ella asió el cuchillo de trinchar el pavo y le señaló la cocina.  Él abrió los ojos incrédulo, ella bajó los suyos, también incrédula.  En una micra de segundo escondió el cuchillo tras ella.  Pero fue tiempo más que suficiente para que los lazos de amor quedaran cortados.  Oyó  los “cras, cras” de los huesos del cráneo.   
  Cuando hubo dejado la cocina como los chorros del oro, el cansado y escéptico invitado se marchó (¿habría ella actuado de la misma forma si no se hubiera echado la cabezadita?)  
   El pinche preparó los boles con las doce uvas en cada uno y como si fueran habitantes de una ciudad en otro huso horario, sumidas en la tristeza,  se tragaron los granos.  Era el final del aciago día y la casa recobró, igual que el horizonte el silencio sepulcral.
 
 San Vicente de la Barquera, 31 de Enero de 2013                                                                 
Isabel Bascaran ©

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