“Red Sky in
the morning sheperds warn in the evening”
Sabía lo que significaba el alba rojo
chillón, pero aun así, como posesa, siguió mirando al majestuoso astro que se
levantaba ataviado con su manto color sangre.
En su cénit la temperatura superaba los 28 grados en el parking del
supermercado. Cuando hubo colocado las
compras en el maletero, se sentía sudorosa y nerviosa. ¡Qué bien le habrían venido unos chorros de
ducha refrescantes y no el sofocante contacto con el volante durante casi tres
horas de cansino recorrido! Hacia la
mitad del trayecto, en la estación de LA PAUSA, donde otras veces optaba por un
receso, tuvo que reducir la velocidad
hasta los 80 Kms. porque el dios Eolo empezó a zarandearlos en
zig.zag. Los pinos cimbreaban ufanos en
el horizonte. Parecía que los agentes
meteorológicos seguían preparándose para su noche apoteósica: risas, algarabía
y nubes que corrían, huían, ya en estratos, ya en nimbos por el horizonte
rosado de júbilo.
La casa estaba
vacía: nadie para ayudarla con los bártulos.
Algún vecino lanzó algunos piropos disonantes ante el ascensor ocupado
más de la cuenta. El reloj de pared
rompió el espacio desangelado con cinco golpes. Sin abrir siquiera las bolsas, se tiró en el
sofá. Y en unos minutos se olvidó del estado deprimente.
Los truenos de Thor la despertaron; seguro que los
esgrimistas llevaban tiempo ya sacando chispas a sus lanzas en el horizonte y comenzó a jarrear: los duros y
gordos goterones golpeaban los cristales del balcón. Parece que querían refrescar el ambiente
peligroso, que se suavizase el horizonte, pero los lanceros se retaron a muerte y los fenómenos atmosféricos lanzaron mantos de granizo,
deseosos de producir una catástrofe entre los que se apresuraban a sus casas
o tomaran la última noche por chirigota.
Preparó la mesa del
comedor como corresponde a la noche más opulenta y a los queridos familiares:
el acebo estaba presente en el centro de la mesa y en las servilletas. ¡A ver si la noche tomaba otro cariz…!
Llegó la primera
invitada; no pronunció una palabra al ver las viandas aún embaladas: iba a ser
el pinche. Separó, con cuidado, las lonchas de jamón serrano. Después extendió el paté sobre los panecillos
tostados. Los espárragos “Dantza”… Las
fuentes con sus aromas, con sus diferentes
tonalidades fueron a ocupar el espacio llamador de la mesa. Y llegó el tercer comensal. La anfitriona bendijo lo allí presente y a
saborear… La cocinera se levantó para preparar los
langostinos frescos a la plancha. Con la
bandeja humeante, dorada, oliendo a kresala llegó al comedor. Primera decepción: el último invitado se había
echado en la cama. No le faltaron
langostinos -pues la plancha echaba humo
que hasta la cocina empezó a resollar, pero tampoco la fría mirada que recibió por su falta de
respeto hacia los demás. Al igual que
los pavos engullen, se prepararon a hacer lo mismo. Los ojos se llenaron de aquella hermosura
(¿Pintaría pavos, Botticelli?) Las
papilas gustativas produjeron mucha saliva…
La pinche se dispuso a trinchar
el pavo; se puede decir que sacó un
aprobado, (cosa que enojó al tercer comensal, ya que él se consideraba más
diestro) Engulleron como
pavos. La anfitriona y el pinche
recogieron la mesa y la limpiaron de migas.
Cuando volvieron con los dulces y
la compota, el vago comensal dormía en el sofá. Nadie llevó el azúcar a la boca La anfitriona, hecha una energúmena despertó
al bello durmiente y le señaló la cocina.
Él aletargado, atiborrado negó
con la cabeza: fue entonces cuando ella
asió el cuchillo de trinchar el pavo y le señaló la cocina. Él abrió los ojos incrédulo, ella bajó los
suyos, también incrédula. En una micra
de segundo escondió el cuchillo tras ella.
Pero fue tiempo más que suficiente para que los lazos de amor quedaran
cortados. Oyó los “cras, cras” de los huesos del cráneo.
Cuando hubo dejado
la cocina como los chorros del oro, el cansado y escéptico invitado se marchó
(¿habría ella actuado de la misma forma si no se hubiera echado la cabezadita?)
El pinche preparó
los boles con las doce uvas en cada uno y como si fueran habitantes de una
ciudad en otro huso horario, sumidas en la tristeza, se tragaron los granos. Era el final del aciago día y la casa
recobró, igual que el horizonte el silencio sepulcral.
San Vicente de la Barquera, 31 de Enero de 2013
Isabel
Bascaran ©
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