No
puedo presumir de tener una memoria de elefante, pero tampoco puedo quejarme de
tener mala memoria. Sin embargo, de joven, tuve una memoria fatal. Creo que
a mi memoria le ocurre lo que al
vino, que con los años mejora.
Pero
solo a la memoria, porque de lo demás, voy de culo: Tengo dientes porque se los
compré al dentista, y además, como es sobrino, me salieron a buen precio. En la
cabeza me quedan cuatro pelos, que con los años han desteñido y se volvieron
blancos. Los músculos se quedaron
flácidos, tan flácidos que me da la impresión que cuando tropiece con una nuez,
me caeré de morros; menos mal que por el suelo no suele haber muchas
nueces. La falta de oído me va en
aumento, y hay veces que me alegro, pero otras me jode un rato. Tengo en el ojo
izquierdo una catarata que lleva camino de ser más grande que las del Niágara, y en el otro ojo tengo dañado el nervio
óptico; según me dijo el oftalmólogo, esto se llama “glaucoma,” un nombre que
da repelús.
Se
me gastó de tanto usarle, un hueso de la cadera izquierda; me le reemplazaron
con una prótesis de titanio, y me dejaron como nuevo. Nunca he vuelto a ver al
médico que me operó para invitarle a una caña, que a otros con mucho menos
motivo, lo hice alguna vez. Pero no muchas. Me cansaba subiendo escaleras, y
ahora me canso hasta bajándolas, porque la negación de estas piernas mías
marcha bastante más a prisa que yo. La postura encogida para cortarme las uñas de
los pies, hace que siempre piense en mi nieta Dafne, que me las corta de
maravilla. A mi, esto de encorvarme, cada vez lo veo más difícil.
Mantengo
mejor que de joven además de la memoria, las ganas de comer, pero las tengo que
moderar si no quiero tener en las noches malas digestiones. Sigo con ganas de viajar, porque es uno de mis grandes
placeres, pero presiento que el patear
rincones de ensueño se me acabará pronto, si no encuentro una vitamina que me
fortalezca las piernas. Pero creo que no la encontraré. La vejez es lo que es,
y no hay dios que lo remedie, pero si no pierdo la razón lo aceptaré de buen
talante. De todas formas va ser lo que sea, así que lo mejor es ponerle buna
cara.
En
los últimos días de su vida, mi madre me dijo un día que le hubiera gustado ser
de esos viejos que pierden la razón para no darse cuenta de su estado; pero yo,
de momento, no estoy de acuerdo con ella. Mi suegra que fue más longeva, cuando
ya había doblado la frontera de los noventa, le dijo a mi mujer que el día que ella fuera “vieja”, se iría a una
residencia para no dar que hacer a los hijos. Tampoco estoy de acuerdo con
ella, que a mi las residencias, no me simpatizan nada. Las dos murieron en casa, y tampoco dieron tanto que hacer. Ya veremos como acabo yo, si hay “facebook”
en el otro barrio, prometo contaros como
acaba la película.
Yo
espero llegar al final con la mente clara, y lo espero porque como de joven
tuve tan mala memoria, no la estropeé demasiado, y me durará. Hombre, se me olvidan cosas, sí,
pero son cosas recientes, lo que hice ayer, o lo de esta mañana Pero las cosas
importantes no se me olvidan
Pero
cuando era joven… Verás, tenía yo veinte o veintiún años, y un médico cliente del restaurante de mi tío
donde yo trabajaba, me receto “Fósforo
Ferrero” y “Fosglutén” para la memoria. Pasado un tiempo me preguntó si me
hacía efecto, y la respuesta no pudo ser otra:
-Pues
mira, como no tengo memoria, no me acuerdo de tomar las pastillas, así es que
estoy como al principio.
De
recién casado vivíamos en Caviedes, en
una casa que mi suegro tenía en el barrio de La Cotera, un lugar alto y
soleado. Poco más abajo tenía mi familia una cuadra vacía, y en ella guardaba
yo el Renault 4-4 que usaba para
trabajar. Pues una mañana salí temprano para hacer junto al camión de recogida
la ruta de Bielva, pasé por delante del lugar donde guardaba el
coche, y enfrascado en mis pensamientos caminé y caminé, hasta que en la salida
del pueblo me di cuenta que marchaba a pie, y tuve que volver a buscar el
vehículo.
Nestlé,
la empresa donde trabajé toda mi vida,
alimentaba gratuitamente durante un año a todos los hijos de sus
empleados. Nos regalaba Eledón, Nativa,
Pelargón, etc. Más de una vez al
salir de casa camino de La Penilla, mi mujer me advirtió: “No te olvides de la
lactancia, que sólo me queda un bote.” Pues por la tarde, al regreso, tuve que
llegarme a comprarlo a la farmacia más cercana, porque se me había olvidado.
Terminaba
de comer unas patatas rellenas de jamón con salsa de tomate, cuando vino don
Juan el cura que vivía a pocos metros de nosotros, a preguntarme cuando iría
por Comillas para traer a su madre, que al parecer se mareaba en todos los
coches menos en el mío. (Me doy cuenta ahora que hace un montón de años que no
como aquellas patatas rellenas que tanto me gustaban, y que seguramente me
seguirán gustando.)
Como
en aquellos días no tenía previsto
trabajar la zona de Comillas, y don Juan parecía que tenía prisa por
tener a su madre en casa, decidí ir expresamente a buscarla aquella misma
tarde. Así que comimos escuchando “el parte” de la radio, como llamábamos
entonces a las noticias de Radio Nacional de España, tomé tranquilamente el
café, y después, poco a poco, monté en el coche y me fui a Comillas en busca de
la buena de doña Felipa. Como era harto temprano tomé otro café sentado en la
terraza del bar Samovi, y después subí hasta la Universidad Pontificia en busca
de mi grupo de amigos para charlar un rato con
ellos.
Llamé
al timbre de la residencia de jesuitas, y como siempre me abrió aquel hermano
vasco, alto, flaco, parco de palabras, cuyo nombre con el pasó de los años olvidé,
y que me saludó con su ritual de costumbre:
-Hola,
ilustre. ¿Llamo a tus amigos?
Tenía
este hombre un hermano que era allí mismo el encargado del ganado que los
jesuitas tenían detrás de la residencia, y si fueran gemelos, (que no lo eran),
no se hubieran parecido más. Alto y enjuto de carnes, si querías escuchar una
palabra de él, había que sacársela con sacacorchos. Tan poco habladores eran
ambos, que algunas veces, cuando hacía varios días que no se veían, decía el
portero: “Voy a ver a mi hermano.” Iba
hasta la cuadra, abría la puerta, le
miraba de lejos un rato, y sin decirle una sola palabra se volvía a la
portería. Ya había visto a su hermano.
Pues
volviendo a mi historia: Creo que estuve un par de horas con Juanjo, Laredo,
Gama y otros amigos, y cuando consulté el reloj y decidí que ya era hora, me
marché, Así , sin más, me marché para casa. Lo primero que Adelina me preguntó
cuando entré en la cocina, fue si doña Felipa se había mareado.
-¡Ay,
Dios! Si no la traje. ¡Se me olvidó!
-¿Que
te olvidaste? ¿Pero tú, a qué fuiste a
Camillas…?
Naturalmente,
tuve que volver a buscarla.
En
otra ocasión que yo salía a trabajar, llegó mi cuñado con una receta del
veterinario. Para que al pasar por una farmacia le comprara el medicamento.
Sabiendo de mi mala memoria me advirtió: “Procura no olvidarte, que es urgente.”
Yo fumaba entonces como dos paquetes diarios de “Ducados,” y como medida de
seguridad puse la receta doblada entre el paquete azul, y el celofán que le
envolvía, de manera que la viera cada vez que sacaba un cigarrillo. Cuando
regresé, le hube de explicar:
-No
solo no te lo traje, sino que tienes que volver al veterinario para que te haga otra
receta. En la recta de Navas encendí el último pitillo, y por la ventanilla
lancé el paquete vacío con la receta dentro...
Estos
despistes no los tengo hoy. Me olvido de
cosas, sí. Pero mucho menos… digo yo,
(que a lo peor, es que me olvido de que se me olvidan las cosas). ¡Vete tú a saber…!
Jesús González ©
1 comentario:
Jesús, echo de menos estas historias directamente contadas en la biblioteca cuando pasabas a hacerme una visita. ¡Qué bien las cuentas!
Un abrazo
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