domingo, 13 de enero de 2013

DE LA MEMORIA.



   
         No puedo presumir de tener una memoria de elefante, pero tampoco puedo quejarme de tener mala memoria. Sin embargo, de joven, tuve una memoria fatal.  Creo que  a mi memoria le ocurre lo que  al vino, que con los años mejora.

            Pero solo a la memoria, porque de lo demás, voy de culo: Tengo dientes porque se los compré al dentista, y además, como es sobrino, me salieron a buen precio. En la cabeza me quedan cuatro pelos, que con los años han desteñido y se volvieron blancos.  Los músculos se quedaron flácidos, tan flácidos que me da la impresión que cuando tropiece con una nuez, me caeré de morros; menos mal que por el suelo no suele haber muchas nueces.  La falta de oído me va en aumento, y hay veces que me alegro, pero otras me jode un rato. Tengo en el ojo izquierdo una catarata que lleva camino de ser más grande que las del Niágara,  y en el otro ojo tengo dañado el nervio óptico; según me dijo el oftalmólogo, esto se llama “glaucoma,” un nombre que da repelús.

            Se me gastó de tanto usarle, un hueso de la cadera izquierda; me le reemplazaron con una prótesis de titanio, y me dejaron como nuevo. Nunca he vuelto a ver al médico que me operó para invitarle a una caña, que a otros con mucho menos motivo, lo hice alguna vez. Pero no muchas. Me cansaba subiendo escaleras, y ahora me canso hasta bajándolas, porque la negación de estas piernas mías marcha  bastante más a prisa que yo.  La postura encogida para cortarme las uñas de los pies, hace que siempre piense en mi nieta Dafne, que me las corta de maravilla. A mi, esto de encorvarme, cada vez lo veo más difícil.

            Mantengo mejor que de joven además de la memoria, las ganas de comer, pero las tengo que moderar si no quiero tener en las noches malas digestiones. Sigo con  ganas de viajar, porque es uno de mis grandes placeres, pero presiento que  el patear rincones de ensueño se me acabará pronto, si no encuentro una vitamina que me fortalezca las piernas. Pero creo que no la encontraré. La vejez es lo que es, y no hay dios que lo remedie, pero si no pierdo la razón lo aceptaré de buen talante. De todas formas va ser lo que sea, así que lo mejor es ponerle buna cara.

            En los últimos días de su vida, mi madre me dijo un día que le hubiera gustado ser de esos viejos que pierden la razón para no darse cuenta de su estado; pero yo, de momento, no estoy de acuerdo con ella. Mi suegra que fue más longeva, cuando ya había doblado la frontera de los noventa, le dijo a mi mujer que el día  que ella fuera “vieja”, se iría a una residencia para no dar que hacer a los hijos. Tampoco estoy de acuerdo con ella, que a mi las residencias, no me simpatizan nada.  Las dos murieron en casa, y tampoco  dieron tanto que hacer.  Ya veremos como acabo yo, si hay “facebook” en el  otro barrio, prometo contaros como acaba la película.

            Yo espero llegar al final con la mente clara, y lo espero porque como de joven tuve tan mala memoria, no la estropeé demasiado, y  me durará. Hombre, se me olvidan cosas, sí, pero son cosas recientes, lo que hice ayer, o lo de esta mañana Pero las cosas importantes no se me olvidan

            Pero cuando era joven… Verás, tenía yo veinte o veintiún años, y un  médico cliente del restaurante de mi tío donde yo trabajaba, me receto  “Fósforo Ferrero” y “Fosglutén” para la memoria. Pasado un tiempo me preguntó si me hacía efecto, y la respuesta no pudo ser otra:

            -Pues mira, como no tengo memoria, no me acuerdo de tomar las pastillas, así es que estoy como al principio.

            De recién casado vivíamos en Caviedes,  en una casa que mi suegro tenía en el barrio de La Cotera, un lugar alto y soleado. Poco más abajo tenía mi familia una cuadra vacía, y en ella guardaba yo el Renault 4-4 que usaba  para trabajar. Pues una mañana salí temprano para hacer junto al camión de recogida la ruta de Bielva,  pasé  por delante del lugar donde guardaba el coche, y enfrascado en mis pensamientos caminé y caminé, hasta que en la salida del pueblo me di cuenta que marchaba a pie, y tuve que volver a buscar el vehículo.

            Nestlé, la empresa donde trabajé toda mi vida,  alimentaba gratuitamente durante un año a todos los hijos de sus empleados. Nos regalaba Eledón, Nativa,  Pelargón, etc.  Más de una vez al salir de casa camino de La Penilla, mi mujer me advirtió: “No te olvides de la lactancia, que sólo me queda un bote.” Pues por la tarde, al regreso, tuve que llegarme a comprarlo a la farmacia más cercana, porque se me había olvidado.

            Terminaba de comer unas patatas rellenas de jamón con salsa de tomate, cuando vino don Juan el cura que vivía a pocos metros de nosotros, a preguntarme cuando iría por Comillas para traer a su madre, que al parecer se mareaba en todos los coches menos en el mío. (Me doy cuenta ahora que hace un montón de años que no como aquellas patatas rellenas que tanto me gustaban, y que seguramente me seguirán gustando.)

            Como en aquellos días no tenía previsto  trabajar la zona de Comillas, y don Juan parecía que tenía prisa por tener a su madre  en casa, decidí  ir expresamente a buscarla aquella misma tarde. Así que comimos escuchando “el parte” de la radio, como llamábamos entonces a las noticias de Radio Nacional de España, tomé tranquilamente el café, y después, poco a poco, monté en el coche y me fui a Comillas en busca de la buena de doña Felipa. Como era harto temprano tomé otro café sentado en la terraza del bar Samovi, y después subí hasta la Universidad Pontificia en busca de mi grupo de amigos para charlar un rato con  ellos. 

            Llamé al timbre de la residencia de jesuitas, y como siempre me abrió aquel hermano vasco, alto, flaco, parco de palabras, cuyo nombre con el pasó de los años olvidé, y que me saludó con su ritual de costumbre:

            -Hola, ilustre. ¿Llamo a tus amigos?

            Tenía este hombre un hermano que era allí mismo el encargado del ganado que los jesuitas tenían detrás de la residencia, y si fueran gemelos, (que no lo eran), no se hubieran parecido más. Alto y enjuto de carnes, si querías escuchar una palabra de él, había que sacársela con sacacorchos. Tan poco habladores eran ambos, que algunas veces, cuando hacía varios días que no se veían, decía el portero: “Voy a ver a mi hermano.”  Iba hasta la cuadra, abría la puerta,  le miraba de lejos un rato, y sin decirle una sola palabra se volvía a la portería. Ya había visto a su hermano.

            Pues volviendo a mi historia: Creo que estuve un par de horas con Juanjo, Laredo, Gama y otros amigos, y cuando consulté el reloj y decidí que ya era hora, me marché, Así , sin más, me marché para casa. Lo primero que Adelina me preguntó cuando entré en la cocina, fue si doña Felipa se había mareado.

            -¡Ay, Dios! Si no la traje. ¡Se me olvidó!

            -¿Que te olvidaste?  ¿Pero tú, a qué fuiste a Camillas…?

            Naturalmente, tuve que volver a buscarla.

            En otra ocasión que yo salía a trabajar, llegó mi cuñado con una receta del veterinario. Para que al pasar por una farmacia le comprara el medicamento. Sabiendo de mi mala memoria me advirtió: “Procura no olvidarte, que es urgente.” Yo fumaba entonces como dos paquetes diarios de “Ducados,” y como medida de seguridad puse la receta doblada entre el paquete azul, y el celofán que le envolvía, de manera que la viera cada vez que sacaba un cigarrillo. Cuando regresé, le hube de explicar:

            -No solo no te lo traje, sino que tienes que volver al veterinario para que te haga otra receta. En la recta de Navas encendí el último pitillo, y por la ventanilla lancé el paquete vacío con la receta dentro...

            Estos despistes no los tengo hoy.  Me olvido de cosas, sí. Pero   mucho menos… digo yo, (que a lo peor, es que me olvido de que se me olvidan las cosas). ¡Vete tú  a saber…!

                                             Jesús González ©

1 comentario:

María dijo...

Jesús, echo de menos estas historias directamente contadas en la biblioteca cuando pasabas a hacerme una visita. ¡Qué bien las cuentas!
Un abrazo