En
los últimos días de su vida, mi madre me llamaba Julio, que era el nombre de su
hermano mayor. Y a mi hermana, o sea, a su hija con quien vivió hasta su muerte,
la llamaba madre.
Yo,
a tanto no llego todavía, pero hoy que tengo ganas de escribir, el
subconsciente me lleva hasta los recuerdos de la infancia, y me sitúa en el
portal de cemento de la casa donde nací. Hay un poyete también de cemento donde
a veces se sientan las mujeres a charlar un rato de no importa que tema, hay un
banco de madera donde en días de lluvia se sienta mi padre dispuesto a matar la
mañana haciendo tarugos para las albarcas de toda la familia, y esparcido por
el suelo viruta, serrín y “jorcinas” de
madera, desperdicios de su cotidiana labor de invierno.
Hace
frío, y
al cielo le ocultan unos nubarrones densos y grises que entristecen el
paisaje y que dejan escapar la lluvia fina y pertinaz que lo mismo apelmaza que disuelve el lodo de
las callejas. En la linde del portal con
el corral media docena de cacharros recogen el agua de las “goterás” de las
tejas que cae como chorros, y que luego empleará mi madre o mi hermana lo mismo para cocer las alubias con
chorizo que para fregar con arena y lejía la blanca madera del suelo de la
cocina.
Dos
gatos perezosos que salen y entran por la puerta de la casa medio abierta, ronronean junto a mí, al
tiempo que restriegan su pelaje caliente sobre mis piernas desnudas, y en el
rincón más lejano del portal, hay agachada una gallina clueca que ahueca sus
alas para dar cobijo a una docena de diminutos polluelos amarillos como el oro.
Frente
a la casa, está la “cuadruca” con el pesebre donde se atan los burros, y que tiene al fondo dos cubiles hechos con
toscas estacas de madera, uno para sobrealimentar en él al “chón” que ha de
matarse cuando pase Año Nuevo, y el otro
más amplio para la “marrana” paridera. Sobre la cuadra, la tejavana donde se
almacena la hierba seca y el pienso de los animales. Una escalera de pinos de madera de
fabricación casera, por la que al caer todas las tardes del año suben a la
“pajareta” los pobres que llegan al pueblo para pernoctar al abrigo de la
hierba y de los viejos sacos de esparto.
Al
lado de la “cuadruca” está la “güerta” donde crecen las berzas para el “cocíu”,
y un buen cuadro de remolacha forrajera para el pienso de los animales, en el
lugar donde se acabaron de recoger las alubias
y las panojas. Y entre las hojas
verdes de las remolachas agujereadas por los granizos que cayeron la semana anterior,
Tino, Varisto y yo, ponemos los cepos de alambre con un grano de maíz como cebo,
con la esperanza de coger algún
“miruello” bien gordo que de sabor al arroz que acababa de cambiar mi madre por
un plato de harina de maíz a la estraperlista que cada dos o tres días llega de Santander.
Pero
los “miruellos” estaban “resabiaos” de tanto cepo con un grano de maíz como hay
por las huertas del pueblo, y no pican fácilmente a no ser que el hambre los
acucie. Cogemos mejor “papucas”, verderones y gorriones, que son bastantes más“chicucos”,
y por ello los cenaremos fritos en manteca de cerdo.
En
un rincón de la “güerta” tenemos el gallinero, y a su vez en un rincón del
gallinero tengo yo las conejeras que me hizo mi padre con unas tablas viejas y
unos trozos de tela metálica.
Conejas.
Solo conejas que no paren de parir camadas y más camadas de gazapos. Dándoles
bien de comer, en tres meses están listos para ir a la cazuela. La hierba mojada
o caliente es un veneno pera ellos, y lo mismo que crecen a un ritmo vertiginoso, se mueren uno tras otro
los miembros de una camada. Por eso vamos a cortar cardos para ellos por las tardes, cuando el calor del día se
llevó la humedad que hay sobre las plantas. Los cardos crecen a montones en las
tierras a barbecho, después que se
recogen las alubias y el maíz.
Vamos los críos a buscarlos en sacos de
esparto o de yute, y regresamos con las manos y piernas embadurnadas del
líquido que sueltan al cortarlos que es blanco como la leche, y que despide un
olor acre que les encanta a los conejos.
Yo
tengo en una jaula aparte, un conejo macho grande como un toro. Se le dejo con frecuencia a mis amigos para
que monte a sus conejas. Suelen tenerle un par de días con la hembra en un
cajón de madera, pero yo creo que con un
par de minutos sería bastante, porque es un fornicador de alta velocidad. Con
él, todo es llegar y besar. Aquí te pillo, aquí te mato. No me gustaría ser conejo, porque es todo muy
rápido. Los conejos nada de arrumacos, ni de contoneos, ni siquiera una
insinuación. Ni besitos, ni olisqueos. No pierden ni un par de segundos en la
conquista. Van derechos a lo que van, y es como un calambre. Un salto, un
quejido, y caer de lado como electrocutado….
Pues
eso, que ahora, a la vejez, regreso a mis primitivos recuerdos. ¿Por qué será? Menos mal que hasta hoy, no he llamado padre
a ninguno de mis hijos.
Jesús González González ©
1 comentario:
Mira, mi buen amigo, si recuerdas es bueno.
Si lo compartes, mejor aún.
Si lo escribes dejarás huella y aprenderemos porque el olvido es el fin.
Y si es así de bien, pues miel sobre hojuelas.
Abrazo memoria andante.
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