miércoles, 3 de octubre de 2012

¿POR QUÉ SERÁ?



            En los últimos días de su vida, mi madre me llamaba Julio, que era el nombre de su hermano mayor. Y a mi hermana, o sea, a su hija con quien vivió hasta su muerte, la llamaba madre.

            Yo, a tanto no llego todavía, pero hoy que tengo ganas de escribir, el subconsciente me lleva hasta los recuerdos de la infancia, y me sitúa en el portal de cemento de la casa donde nací. Hay un poyete también de cemento donde a veces se sientan las mujeres a charlar un rato de no importa que tema, hay un banco de madera donde en días de lluvia se sienta mi padre dispuesto a matar la mañana haciendo tarugos para las albarcas de toda la familia, y esparcido por el suelo viruta, serrín y “jorcinas”  de madera, desperdicios de su cotidiana labor de invierno.

            Hace frío,  y  al cielo le ocultan unos nubarrones densos y grises que entristecen el paisaje y que dejan escapar la lluvia fina y pertinaz  que lo mismo apelmaza que disuelve el lodo de las callejas. En la linde del  portal con el corral media docena de cacharros recogen el agua de las “goterás” de las tejas que cae como chorros, y que luego empleará mi madre o mi  hermana lo mismo para cocer las alubias con chorizo que para fregar con arena y lejía la blanca madera del suelo de la cocina.

            Dos gatos perezosos  que salen y entran  por la puerta de la casa  medio abierta, ronronean junto a mí, al tiempo que restriegan su pelaje caliente sobre mis piernas desnudas, y en el rincón más lejano del portal, hay agachada una gallina clueca que ahueca sus alas para dar cobijo a una docena de diminutos polluelos amarillos como el oro.

            Frente a la casa, está la “cuadruca” con el pesebre donde se atan los burros, y  que tiene al fondo dos cubiles hechos con toscas estacas de madera, uno para sobrealimentar en él al “chón” que ha de matarse cuando pase Año  Nuevo, y el otro más amplio para la “marrana” paridera. Sobre la cuadra, la tejavana donde se almacena la hierba seca y el pienso de los animales.  Una escalera de pinos de madera de fabricación casera, por la que al caer todas las tardes del año suben a la “pajareta” los pobres que llegan al pueblo para pernoctar al abrigo de la hierba y de los viejos sacos de esparto.

            Al lado de la “cuadruca” está la “güerta” donde crecen las berzas para el “cocíu”, y un buen cuadro de remolacha forrajera para el pienso de los animales, en el lugar donde se acabaron de recoger las alubias  y las  panojas. Y entre las hojas verdes de las remolachas agujereadas por los granizos que cayeron la semana anterior, Tino, Varisto y yo, ponemos los cepos de alambre con un grano de maíz como cebo, con la esperanza de  coger algún “miruello” bien gordo que de sabor al arroz que acababa de cambiar mi madre por un plato de harina de maíz a la estraperlista que cada dos  o tres días llega de Santander.

            Pero los “miruellos” estaban “resabiaos” de tanto cepo con un grano de maíz como hay por las huertas del pueblo, y no pican fácilmente a no ser que el hambre los acucie. Cogemos mejor “papucas”, verderones y gorriones, que son bastantes más“chicucos”, y por ello los cenaremos  fritos  en manteca de cerdo.

            En un rincón de la “güerta” tenemos el gallinero, y a su vez en un rincón del gallinero tengo yo las conejeras que me hizo mi padre con unas tablas viejas y unos trozos de tela metálica.

            Conejas. Solo conejas que no paren de parir camadas y más camadas de gazapos. Dándoles bien de comer, en tres meses están listos para ir a la cazuela. La hierba mojada o caliente es un veneno pera ellos, y lo mismo que crecen a un  ritmo vertiginoso, se mueren uno tras otro los miembros de una camada. Por eso vamos a cortar cardos para ellos  por las tardes, cuando el calor del día se llevó la humedad que hay sobre las plantas. Los cardos crecen a montones en las tierras a barbecho, después que se  recogen  las alubias y el maíz. Vamos los críos a buscarlos  en sacos de esparto o de yute, y regresamos con las manos y piernas embadurnadas del líquido que sueltan al cortarlos que es blanco como la leche, y que despide un olor acre que les encanta a los conejos.

            Yo tengo en una jaula aparte, un conejo macho grande como un toro.  Se le dejo con frecuencia a mis amigos para que monte a sus conejas. Suelen tenerle un par de días con la hembra en un cajón  de madera, pero yo creo que con un par de minutos sería bastante, porque es un fornicador de alta velocidad. Con él, todo es llegar y besar. Aquí te pillo, aquí te mato.  No me gustaría ser conejo, porque es todo muy rápido. Los conejos nada de arrumacos, ni de contoneos, ni siquiera una insinuación. Ni besitos, ni olisqueos. No pierden ni un par de segundos en la conquista. Van derechos a lo que van, y es como un calambre. Un salto, un quejido, y caer de lado como electrocutado….

            Pues eso, que ahora, a la vejez, regreso a mis primitivos recuerdos.  ¿Por qué será?  Menos mal que hasta hoy, no he llamado padre a ninguno de mis hijos.

                                               Jesús González González ©

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mira, mi buen amigo, si recuerdas es bueno.
Si lo compartes, mejor aún.
Si lo escribes dejarás huella y aprenderemos porque el olvido es el fin.
Y si es así de bien, pues miel sobre hojuelas.
Abrazo memoria andante.
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