jueves, 5 de julio de 2012

¡OH, LAS MUJERES!



Creo que la conocí antes del Diluvio Universal. Fue en los tiempos aquellos cuando las industrias lácteas corrían todos los pueblos de La Montaña, (que por este nombre se conocía entonces a Cantabria,) buscando de cuadra en cuadra, (que así se llamaba entonces a los establos), los pocos litros de leche que a los campesinos, (ahora se llaman ganaderos), les sobraran después de apartar los necesarios para el consumo familiar.

Me tocó en suerte abrir mercado en los municipios de Lamasón, Herrerías, Rionansa… Íbamos los inspectores de pueblo en pueblo calculando los litros de leche que pudieran comprarse en cada uno de ellos, y cuando suponíamos que entre todos los vecinos pudieran llenarnos una olla de treinta y cinco o cuarenta litros,(que era la capacidad de aquellos pesadísimos recipientes de hierro bañado en cinc), sólo nos quedaba contratar una persona local que por diez pesetas diarias se encargara de:

Mañana y tarde, recoger la leche que aportara cada vecino, medirla, anotar los litros en unos impresos para enviar a fábrica, anotarlos también en la libreta de cada proveedor, tomar en un tarro de cristal una muestra de la leche que aportaba cada uno, y tenerla dispuesta hasta la llegada del camión de recogida, por si el inspector consideraba que debía llevarse al laboratorio de fábrica para su análisis. Después, tenía que lavar el cubo de medir y el colador de filtrarlo, y limpiar a conciencia el suelo del local de recogida, para evitar el olor acre de las gotas fermentadas. Cada final de mes, los inspectores íbamos de pueblo en pueblo acompañados de una pareja de la guardia civil, pagando toda la leche comprada durante el mes, y dejábamos el total de cada pueblo a este mismo encargado de recoger la leche, quien a su vez debía pagar a cada proveedor los litros entregados por él.

En la mayoría de los pueblos era muy fácil conseguir que de esta cuestión se ocuparan los tenderos y taberneros, por dos razones muy simples. Ellos no perdían tiempo de salir a trabajar al campo, porque siempre estaban en casa atendiendo al negocio. La otra, y más poderosa razón era que, como en los pueblos todo el mundo compraba en la tienda a crédito, el tendero hacía cuentas, y cobraba de antemano a cada vecino de la paga de la leche.

De recoger la leche de Puentenansa, se encargaron Fidel y su esposa Adelina. A la entrada del pueblo, y a la derecha de la carretera que va a Polaciones tenían lo que más que casa era una casona construida de piedra de sillería, señorial y elegante. La planta baja dedicada a comercio, y en la alta la vivienda familiar.

Fidel era alto, fuerte, robusto. Noventa o cien kilos de peso tendría el hombre. Excesivamente serio y parco de palabras, no hacía fácil la cercanía Por el contrario la esposa de aspecto frágil, de palabra fácil y sonrisa permanente, acogía siempre mis visitas con formas gratas y conversación amistosa.

Tenían dos hijos que criaban, a mi modo de ver, con un celo excesivo: Carmina, (Carminín, le llamaba la madre) y Fidel. (Fidelín, le llamaban los dos). Yo solía ver a los críos, porque coincidía la hora de recogida de la leche en las mañanas con la hora que ellos salían de casa camino de la escuela. Y como ambos eran simpáticos y abiertos de carácter, siempre sostuve con ellos alguna parrafada. A su madre se le caía la baba escuchándoles explicarse. A menudo la mujer suspiraba, y murmuraba como hablando para ella misma:

-Me preocupa tanto este hijo…

Un día, cuando los críos salían por la puerta, me comentó la madre:

-En manos de que mujer caerá este hijo mío cuando se haga hombre…

Y como quiera que en sucesivas visitas me hizo idéntico comentario, una vez le respondí:

-Siempre me habla usted de su hijo, y nunca de la hija. ¿Es que no le preocupa el porvenir de su hija?

Rió la mujer de buena gana, mientras negaba con movimientos de cabeza.

-La hija no me preocupa lo más mínimo. El que me preocupó desde el día que nació, fue mi hijo. Las mujeres, con que solo sean medianamente inteligentes, llevan a los hombres por donde les de la gana, Y mi hija es inteligente.

Mire: cuando yo me hice novia de Fidel, todos me decían que si estaba loca. Que cómo una muchacha como yo se iba a casar con Fidelón, grande como un oso, y siempre con cara de malos amigos. Pues le digo que con Fidelòn fui yo la mujer más feliz del mundo, porque siempre supe llevarle por donde yo quise, haciéndole creer que íbamos siempre por donde quería él. Y mi hija es como yo. Esta no me preocupa. Lo único que le pido a Dios es que sobre mi hijo no caigan las zarpas de una lagarta…

Jesús González ©

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