Llevaba varios días soñando lo mismo, sí, quizá por ello, mi cabeza estaba como una bomba de relojería, aunque, la primavera producía efectos de ese tipo.
Sí, la primavera, sí, el sueño, sí, el cansancio...
Mira que creí estar libre de lo que siempre decía mi abuela, “la sangre altera”. Pero, hay otro dicho, “el despacio hace cucharas”, y eso podría ser la otra circunstancia, demasiado tiempo para pensar al ser los días más largos, la necesidad de viajar o cambiar según que cosas, porque claro, uno ya no está en edad de hacer locas locuras...
Bueno, quizá alguna sí.
Decidí que al día siguiente, ya que tenía la suficiente preparación física para ello, daría una caminata por la zona boscosa que conocía desde pequeño.
La mañana había amanecido clara. Preparé la mochila con lo suficiente, es decir, alimento, chocolate, frutos secos y un par de bocadillos, ¡a sí!, y el agua, no sea que la zona donde estaba el manantial, estuviera tapado por los restos de cañas y hojas del pasado temporal. Al salir a la calle me escalofrié, retrocedí a ponerme una camiseta más.
Seguí el paseo de siempre pero, esta vez, lo culminé entrando al bosque.
El olor a tierra mojada de la rosada nocturna me llenó los pulmones y me hizo recordar que poseía esos órganos, respiré con un poco de dolor, me pareció que no los había usado al cien por cien hasta ese momento.
Dado el silencio natural, bueno, silencio relativo, son ruidos o murmullos ajenos a las poblaciones, se oía en la lejanía el torrente incansable del río, era una musiquilla adormecedora. Notaba el aire fresco sobre mi cabeza y el crujir de los tres viejos y altos eucaliptos, un tanto resecos que dejaron atrás, quizá, por su belleza, en la penúltima tala. Parecía que alguien gigantesco paseara sobre ellos. Triscaban y acompañaban mis pasos al entrar por el sendero, aún virgen, pues ni siquiera los cazadores, había pasado por allí.
A lo lejos, los ganaderos sacaban a sus animales a pastar o beber para limpiar el establo. En la ladera de la montaña, vi abonar los prados con un tractor silencioso, pues el viento trasladaba el ruido hacía el oeste. Una vista extraordinaria desde aquel alto, parecía una pantalla gigantesca y muda.
Bajé de aquella atalaya natural con precaución ya que la roca, estaba un poco húmeda del fresco nocturno y el contraste de los rayos de sol que la caldeaban.
Llegué a las inmediaciones del juncal y el cañaveral, que después de tantos meses, había proliferado, junto con la hierba de las orillas, empezaban a perder el verde invernal. Me sorprendió el salto de una lubina a lo lejos.
Llevaba dos horas adentrándome en el bosque al lado del cauce.
Decidí sentarme en un claro templado por el sor de media mañana; respiré profundamente con la cabeza en blanco, aquel espacio llenó todo mi interior. Comí un trozo de bocadillo de tortilla de patatas, agua y un poco de chocolate. Me supo diferente, sabía a hambre y a satisfacción, sabía a vida...
En esa zona, el río se estrechaba en su canal y el agua saltaba y sonaba con fuerza. Traía bastante agua del deshielo en las cumbres y de la lluvia de dos días atrás.
Me tumbé sobre la chaqueta y decidí, pues no tenía metas, dejarme llevar sin moverme por todo aquel lugar, dejando atrás las pesadillas y los sueños extraños, sí, aquellos sueños delirantes y sorprendentes, que no tenían que ver con mis adentros. Eran tan chocantes, que incluso, opté por hablar con la amiga protagonista de ellos; ella tampoco supo entender nada, simplemente, dijo que debía descansar y buscar un tanto de libertad interior. La verdad es que, después de esa conversación me encontré mejor.
Cerré los ojos.
El agua pasaba y yo dejaba que me trasladase imaginariamente y me llevase lejos, que rompiese por unos momentos con todo aquello que supuse me apretaba...
El aire estaba templado y me abrigaba, acariciaba mi piel y se introducía entre las estiradas mangas de la camiseta; la convertí en una mujer sin tapujos que me recorría por todo el torso, acariciándome la cabeza y que me apretujaba tiernamente contra la mullida hierba...
Sonó un ruido escandaloso. No lo reconocí hasta pasados unos segundos.
¡Maldita sea!, el reloj despertador.
Me estiré lo más que pude y me levanté de la cama.
Al fin había dormido relajado, descansé en el bosque de mis sueños sin mortificarme.
- - ¡Buenos días querida!
- - Buenos; hoy tienes mejor aspecto, dormiste sin apenas moverte.
Sonreí.
Ángeles Sánchez Gandarillas ©
8-V-2012
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