viernes, 13 de abril de 2012

LA ESCUELA.


Se dejó de utilizar como tal cuando se unificaron en Treceño las escuelas de todos los pueblos del Ayuntamiento de Valdáliga, y más tarde desapareció su estructura arrasada por el progreso, bajo el relleno que se hizo para construir la autovía del Cantábrico.

Los más viejos guardamos su imagen en la memoria, pero dentro de cuatro días no habrá nadie en Caviedes que la recuerde, si no es por verla en fotografía.

A mitad de camino entre Caviedes y Vallines. Casi a la misma distancia de los dos barrios mencionados, y de San Pedro, para que ninguno de los tres se pudiera quejar de que tenía que andar más que los otros.

Era una alargada edificación de planta baja con seis ventanales que daban al norte y otros seis que daban al sur. Al este un portal con la puerta de entrada de los niños, y al oeste otro portal con la de las niñas. En ambos portales dos retretes: uno para los maestros y el otro para los niños.

Creo que los retretes de los críos solo se usaron para guardar los sacos y las chaquetonas que llevábamos en invierno para taparnos, pues yo no me recuerdo de usarlos para lo que era su cometido, entre otras cosas por una muy principal: No había agua corriente. Íbamos a hacer nuestras necesidades entre los matorrales que crecían detrás de la escuela, o entre los maizales de las dos tierras que había en Redondo. Los de los maestros es posible que si se usaran, pues recuerdo que siempre había dentro de ellos un cubo con agua.

Una pared en medio del interior nos separaba por sexos, y cerca de la pared, bajo un crucifijo que tenía como escolta a un lado la foto de Franco y al otro la de José Antonio Primo de Rivera, estaban, en un aula. la mesa del señor maestro, y en la otra la de la señorita maestra.

Creo que empecé a ir a la escuela teniendo cinco años. Eran los mismos que tenía cuando estalló la Guerra Civil en España. También creo, aunque no estoy muy seguro, que mi primer maestro fue Don Manuel, ( para los niños, que para la gente mayor del pueblo, siempre fue Manolo el maestro.) Después, supongo que don Manuel marchó de maestro a Roiz.

Pienso que fue entonces cuando vino a Caviedes Novoa. Novoa a mi se me parecía una barbaridad a Don Manuel Azaña, el Primer Ministro de la Segunda República Española, del que por aquellos tiempos era muy frecuente ver su fotografía por cualquier sitio. Don Manuel Novoa fue un maestro gallego que todas las tardes se quedaba dormido con los brazos sobre la mesa y la cara apoyada en los brazos. Era el momento que los mayores aprovechaban para hacer bolas de papel y tirárselas unos a otros, y terminaban apostando un “bolsillau” de nueces al que más cerca de la cara del maestro tirara la bola.

“Sidro” el de Vallines, que a mi me parecía un gigante de grande que era, le despertaba siempre acercándose a él, y diciéndole muy alto cerca de la oreja que tenía para arriba.

-Don Manuel, le estoy preguntando hace “ratu,” ¡que si me deja salir a mear.!

Y don Manuel Novoa levantaba la cabeza asustado, sacaba del bolsillo el pañuelo para limpiar los gruesos cristales de las gafas, y le respondía a “Sidro” que sí, sin siquiera estar seguro de lo que le había pedido.

Novoa, que como la señorita María Luisa Barrón, la maestra de las niñas, vivía en el bario de Vallines, terminó casándose con ella, y vivieron después en la “Casuca de la Escuela”, que fue una casa que hizo Matilde la hija de Pedro Valdés, en la finca que tenían junto a la escuela.

Supongo que Novoa fue maestro interino en Caviedes, y tuvo que marchar a otro lugar cuando sacó plaza en propiedad, porque durante algunos años más, su mujer siguió en el pueblo mientras él estaba ausente.

Fue entonces cuando nos vino a los chavales una maestra vallisoletana que se llamaba la Señorita Ángeles. Ángeles Olmedo. Tenía siempre los labios pintados de un color rojo intenso, y se los pintaba fuera del labio, seguramente para dar la impresión de tener una boca más grande, porque realmente la tenía muy pequeña. Caminaba como una “pisondera,” con pasos cortos y poniendo un pié frente al otro como hacen las modelos de lencería.

Una tarde que estábamos en el recreo, y a la hora de volver a entrar en clase, venía ella por la acera de charlar con la señorita María Luisa, y yo caminé tras ella. Iba la mujer contoneándose, y yo, para hacerme el gracioso ante el resto de los chavales, imité sus movimientos. En la sombra que el sol alargaba sobre la acera vio mis imitaciones y volviéndose de repente, me dio en la cara las dos bofetadas más sonadas que he recibido en mi vida.

También fui una corta temporada a la escuela con Sánchez el de Julia la de San Pedro. Él era entonces estudiante, y estuvo como un par de meses haciendo una sustitución, no recuerdo si a la señorita Ángeles u otro maestro. Lo que si recuerdo es que aquello era un cachondeo, que hasta clases de baile nos daba haciéndonos bailar unos con otros.

La mayoría de los críos iban descalzos a la escuela. Y digo iban, porque a mi no me dejaban en casa ir descalzo, y sentía verdadera envidia de los que llevaban los pies desnudos. Pero tengo entendido que de niño fui bastante enclenque, y por miedo a que cogiera catarros, me lo prohibía mi madre.

Solíamos llevar fruta para comer en los recreos. Especialmente manzanas, que era lo que más abundaba en Caviedes. Empezábamos llevándolas verdes como “jaracas”. (Yo no se lo que es una “jaraca”, pero eso decíamos siempre de una fruta demasiado verde.) Y como estaban tan verdes las machacábamos golpeándolas contra el suelo o una pared, para que se pusieran más tiernas y poder hincarle mejor el diente.

Había críos que ni manzanas verdes tenían, y cuando las comíamos se acercaban casi suplicando.

-Déjame un “pocu” de manzana “pegá” al “gazpitu”, hombre.

También llevábamos castañas o nueces. Con estas últimas jugábamos al “ ruchi” en el recreo. El que tuviera la nuez más grande la ponía en el suelo en sentido vertical como el huevo de Colón, y a cada lado cada jugador iba colocando otra hasta conseguir una fila de quince o veinte nueces. Después se marcaba una distancia, y como jugando a los bolos, se tiraba con otra nuez. Cada nuez que se sacaba de la fila, la ganaba quien la sacaba. Y el que acertaba a sacar la nuez grande del centro, las ganaba todas.

Lo primero que se hacía por las mañanas era izar bandera. El mástil estaba en la facha exterior, justo en el centro de las dos aulas, frente a la larga escalera de cemento que subía hasta la carretera. Uno tras otro, a lo largo de la escalera, las niñas un lado y los niños al otro, con el brazo en alto entonábamos el Himno Nacional mientras los maestros izaban lentamente la bandera.

Creo que aprendí las letras y los sonidos de sus combinaciones en un libro que se llamaba “Rayas”. También teníamos en la escuela el “Catón”. La Enciclopedia, la Historia Sagrada, el Catecismo, y la pizarra con el pizarrín, lo mimo que los cuadernos, cada cual compraba lo suyo. Yo lo llevaba todo en una cartera colgada al hombro, que me la había hecho mi madre con una tela de lona fuerte.

Nos enseñaban a leer en alta voz. Teníamos un libro que se llamaba “Para mi hijo.”, que era un libro de lectura de cuentos e historietas. Los primeros cuentos eran muy simples e impresos en letras muy grandes. A medida que se avanzaba leyendo, la letra iba siendo más pequeña y las historias más atractivas. Creo que era un libro muy interesante.

Nos ponía el maestro a todos en torno a su mesa, y mandaba leer en voz alta a uno. Cuando le parecía mandaba seguir al otro, y otro, y así sucesivamente. Sin duda yo hubiera necesitado más clases de lectura, por que nunca aprendí a hacerlo con corrección. No valgo para leer en público porque tengo problemas para coordinar la vista con la palabra.

El último maestro que tuve en Caviedes fue don Eduardo. Un salmantino que se quedaba en casa de Irene, y del que, como de los anteriores, siempre guardé un buen recuerdo. Creo yo que a él le debo mi afición por la escritura, pues todos los sábados por la tarde nos explicaba el Evangelio del domingo siguiente, y luego nos mandaba que escribiéramos cada uno a nuestra manera, lo que él acababa de explicar. Me dijo más de una vez que no redactaba mal, pero que usaba demasiadas veces la expresión “y después”. Que procurara no repetir palabras, y si tenía que repetirlas, lo hiciera después de haber intentado buscar otra palabra distinta que quisiera decir lo mismo.

Si, los sábados por las tardes teníamos clase. Cuando no la había era las tardes de los jueves.

Finalizábamos las tardes cantando todos juntos la tabla de multiplicar, cantando los meses del año, y cantando: “El siglo tiene cien años, el año doce meses, el mes treinta días, el día veinticuatro horas, la hora sesenta minutos y el minuto sesenta segundos.”

Yo después me fui a estudiar a Cabezón de la Sal, al colegio Sagrado Corazón regido por religiosas de San Vicente Paul, donde además se aprendía lo que entonces se llamaba “Teneduría de Libros”, o sea, contabilidad, y taquigrafía y mecanografía.

Por aquellos tiempos volvió a Caviedes don Manuel donde permaneció de profesor de los niños hasta su jubilación, y algún tiempo más tarde vino a la escuela de las niñas doña Susana Plasín, que fue toda una institución en el pueblo.

Jesús González González ©

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