martes, 31 de enero de 2012

RECUERDOS AJADOS (VI)



DE LAS GENTES III (EL PALACIO)

Camino de la Corraliega al Palacio estaba sola la casa de Amalia la renovera, también con suelo de tierra, pero con piso alto. Al lado, una cuadra quemada sin tejado, y vigas de madera negras como tizones apagados. Dentro crecían saúcos y maleza donde anidaban los pajarucos, y entre las ortigas y “rajales” jugábamos nosotros. Delante de la casa una braña, en cuya izquierda se alzaba una “socarrena” que acogía con frecuencia al clan de “El Tuertu”. Ocho o diez veces al año llegaba esta familia de gitanos.

“Malia” tenía una burra de panza gris y lomo rojizo sobre el que todos los domingos ponía la albarda y sobre la albarda los cuévanos para ir al mercado de Cabezón. Compraba y vendía pollos y conejos, harina de maíz y alubias pintas y blancas, y hacía cuantos encargos le encomendara cualquier vecino del pueblo. “Malia” era menuda y arrugada su cara como una manzana asada, en la que siempre brillaban los cristales diminutos y redondos de sus gafas.

Más o menos sobre las tres y media de la tarde regresaba del mercado, y “Varisto” y yo nos acercábamos a su puerta cuando íbamos camino del Rosario, porque siempre nos daba una galleta maría a cada uno. Eran unas galletas tan grandes como las hostias que alzaba don Juan cuando celebraba misa, y frescas y crujientes que no se parecían en nada a las revenidas y viejas que yo le robaba a mi tía María del baúl aquél, siempre cerrado con llave, que tenía en su habitación a los pies de la cama.

Cuando venía El Tuerto con aquél rosario de hijos y nietos, siempre permanecían cuatro o cinco días en la braña de “Malia”, y nosotros nos lo pasábamos en grande jugando con ellos en torno a la hoguera que hacían al aire libre. Mientras las gitanas iban de casa en casa tratando de venderles a las mujeres los cestos que hacían de mimbre, o pidiendo algo de tocino, y si se lo daban todavía seguían insistiendo para que al tocino añadieran un chorizo para el guiso, los hombres se dedicaban al trapicheo de burros. A Saturnino, El Valentón, le compraron una burra vieja que él les vendió a condición de que en la próxima visita le trajeran otra más joven. Le cobraron por la joven casi el doble de lo que pagaron por la vieja. Lo que más sorprendió a Saturnino fue que al llevarla a la cuadra, el animal fue derecho a ocupar el mismo sitio que ocupaba la burra vendida. A los cuatro días la llevó Pepe a buscar una burrada de yerba verde al prado del Torraco, y el cielo que estaba encapotado empezó a soltar agua como por un tubo. La burra empezó a desteñir y desteñir, y cuanto tras el desteñido fue apareciendo el verdadero color de la burra vieja que habían vendido, empezó Pepe a cagarse en la puta madre que parió a El Tuerto, y regresó a casa jurando que en cuanto el gitano volviera al pueblo, le arrancaba las entrañas…

Esta casa de “Malia” fue la que muchos años más tarde compraron Víctor Migoya y Concha, la reformaron, e hicieron allí un paraíso para criar su familia.

En la casuca pegada al camino que lleva a la Llosa vivieron Chuchi y Rosario de recién casados. Era otra casa de planta baja y portal profundo bajo las tejas, con suelo de tierra. Tenía dos puertas: una daba acceso a la cocina y al interior, y la otra al dormitorio de la pareja, por lo que para irse a dormir, necesariamente tenían que volver a salir al portal. Se habían casado en pleno invierno, y Rosario para mitigar el frío de aquellas noches gélidas, discurrió desnudarse en la cocina, y ponerse la saya de dormir previamente calentada junto a la leña encendida. Después tomaba en sus manos el candil de petróleo, y toda mimosa le decía al marido:

-Ponte de espalda, caballín miu, que me vas a llevar “a cuchos” a la mi camina…

La de la saya caliente montaba en la espalda “del su caballín”, una mano ocupara en agarrarse en torno al cuello del muchacho, y en la otra el candil balanceándose al compás trote del jumento.

Ocurrió que Chuchi se cansó de transportar todos los días tan dulce carga, y una noche, en cuanto se encontró en el portal, en lugar de abrir la puerta del dormitorio, cogió camino del callejón que hay entre el Palacio y casa Carolina, y no paró hasta llegar a la bolera en cuya paredilla desmontó a su amazona en medio de una helada que arrancaba destellos de las ortigas del camino, a causa de la escarcha…

En la casa de al lado vivía “Carmitu” con su hijo Samuel que era un chaval un poco mayor que nosotros. Carmitu era hermana de Chuchi, de Fausto, de “Tano”, y de “Nel el Chatu”. Tan míseramente se habían criado, que la propia Carmitu contaba que cuando ellos eran niños cenaban una sardina arenque con borona, para tres, y que siempre se pegaban entre los hermanos disputándose la parte central de la sardina, que era la que menos desperdicio tenía.

Luego la casa de mi tía Carmen. En realidad, era tía de mi madre, hermana de mi abuela Lorenza. Visité mucho aquella casa, más que por ser mi tía, porque era la abuela de mi amigo “Varisto”. Nos dio de merendar muchas tardes onzas de un chocolate duro y terroso que nosotros mordiscábamos lentamente para prolongar la duración de la “onza”…

Por fin, el Palacio que daba nombre al barrio. Lo de palacio, sería por ser casa grande con torre y escudos en la fachada, pues otra cosa… Allí vivía mi tía Consuelo. Esta era hermana de mi otra abuela, Felisa, la madre de mi padre, a quien no llegué a conocer.

Tía Consuelo era viuda de un maestro que ejerció muchos años en la escuela de Carrejo. Siempre la conocí viviendo sola, pues Luz, la única hija que tuvo, estaba casada con mi tío Julio, hermano de mi madre, y vivían también en Cádiz. Tía Consuelo no tenía el aspecto vulgar de mi abuela Lorenza, ni de su hermana Carmen. Tenía un toque de distinción, y un carácter afable y bondadoso.

Bastantes años más tarde después de su muerte, mi tía Luz alquiló el Palacio a doña Susana, una buena moza vasca casada con Leandro, un torrelaveguense, que llegó a Caviedes para ejercer de Maestra Nacional del aula de las niñas. Si mal no recuerdo traían tres hijas, Mila, Susi, y Amaya. En Caviedes les nació Consu, la cuarta. En Caviedes también quedaron estas niñas huérfanas al morir su padre, a consecuencia de un accidente de tráfico en el Puente de la Maza de San Vicente. Y en Caviedes, cuando esta familia marchó definitivamente a Bilbao, dejaron un recuerdo de afecto imperecedero

Después estaba la casa de tía Carolina, separada de la torre del Palacio por un estrecho callejón, cuya estrechez impidió siempre poder contemplar la hermosura del escudo tallado en piedra que hay en la torre. De tía Carolina sólo recuerdo el día que se rompió una pierna en un prado de el Alberán, y que cuando la bajaron entre cuatro hombres sentada en una silla, le asomaba bajo el negro faldamento un refajo colorado. Pienso que era viuda, y sospecho que era viuda de algún tío de mi madre por el hecho de que tanto mi madre como mi tía, siempre la llamaron tía Carolina.

Después, la taberna en medio de una explanada. Igual que hoy, esa explanada era entonces el centro neurálgico de Caviedes. Era el cruce de caminos más importante del pueblo. Allí paraban a preguntar, lo que preguntar tuvieran cuantos forasteros llegaban. Frente a la taberna, a la derecha, una fila de chopos plantados al lado del minúsculo riachuelo, (que nosotros llamábamos pomposamente río), llegaban hasta el lavadero. Frente a éste, pero al otro lado de la carretera, la fuente de San Justo, y el bebedero donde abrevaban todas las vacas del pueblo.

Eran una delicia los atardeceres veraniegos cuando los mozos llevaban las vacas a beber, y las mozas con sus botijos de barro a buscar agua fresca para la cena.

Los corrillos, las charlas, las bromas, las risas… Los tábanos “runfando”, las moscas impertinentes, croando las ranas bajo el puente, y los vencejos volando como centellas… Regresaban solas las vacas a la cuadra, mientras contra el caño de la fuente se rompía algún botijo porque la moza se agachó en busca del chorro, y el mozo la siguió en busca del beso…

Tras el lavadero una braña con peñascos entre los que crecían media docena de nogales, y una casa ruinosa que sirvió más tarde de cuadra, y después remozó otra vez como casa, una hija de José Luis Cofiño.. En los brotes de hojas nuevas de aquellos nogales, como en los de los álamos que crecían junto el río, cogíamos en primavera las “bacarolas” o “jorges” con las que nos divertíamos atándoles un hilo largo a una pata y les hacíamos volar luego como si de diminutos cometas se tratara…

Cerca, a la derecha, la portilla que cerraba el paso a la carretera que conducía al “camino real”. (¿El porqué de la portilla? Sencillo: en aquellos tiempos prácticamente todos los animales andaban sueltos por las callejas del pueblo, y esto obligaba a poner una portilla en la entrada de cada mies para que los sembrados no fueran pasto de ellos). A la izquierda, la iglesia cuyo jardín tenía un muro que la separaba del camino que lleva al cementerio y a San Pedro. Entre la Iglesia y el cementerio la casa de Jesusa la loca, una tía de Nela, a cuya casa nos acercábamos los críos cuando en medio de sus crisis de locura salía a dar gritos y a insultar a la gente que pasaba frente a su casa, y nos divertíamos de lo lindo provocándola nosotros, para que remontara su furia…

Volviendo a la taberna, los tenderos más antiguos que conocí fueron Rosario y Vicente Cruces. Solo imágenes borrosas conservo de sus caras.¿Se destacaron políticamente en los días de nuestra guerra civil? ¡Vete tu a saber…! Desaparecieron del pueblo en cuanto entraron “los nacionales”, porque los llevaron a la cárcel… No, matar no habían matado a nadie. Y jamás oí quejarse a ninguno del pueblo de que ellos les hubieran hecho daño… Pero fueron los tiempos de las ruindades, de las venganzas personales, de las sinrazones… Después, supongo que saldrían de la cárcel pero como ellos no eran oriundos de Caviedes, tampoco regresaron al pueblo

Tomaron las riendas de aquél negocio Agustina y Manolo, que vinieron de La Revilla con sus tres hijos: Encarnita, Manolita y Tinín, y en Caviedes les nació Sole.

Como Manolo estaba embarcado, fue Agustina la tabernera, y se ocupó de recuperar el perdido baile de los domingos. Lo hizo con un derroche de modernidad: En lugar de la pandereta, alquiló un “altavoz” y discos de setenta revoluciones, que atrajeron a mozas de Treceño, Roiz y Lamadrid, y mozos en bicicleta llegaron hasta de Labarces y Caviña, e incluso de mucho más lejos, según contaron las crónicas de entonces…

Pero Agustina fue mucha Agustina. Y no lo digo por el tamaño, que también pudiera ser, ateniéndome a su figura rolliza de carnes repletas, lo digo porque en el fondo era una infeliz, que con tal de ver contentas a las gentes de su entorno, freía chorizos y torreznos para invitar a sus clientes con tapas más caras que el importe de las consumiciones. ¡Así le fue a ella! En un principio había en la trastienda una fila de cuatro o seis pellejos de vino resplandecientes y hermosos como aquellos que atacó el Ingenioso Hidalgo, según cuenta El Quijote. Pues bien, poco a poco fueron desapareciendo los pellejos, y no porque el de la Mancha los atravesara con su espada, sino porque a la mujer le fueron mermando las reservas económicas, y arreglado a lo que pagaba, era lo que le servía Aurelio Corral con aquellos “fotingos” antaño.

Desapareció el “altavoz” que tanto alegraba las tardes de los domingos, desaparecieron los pellejos con su olor a pez avinagrada, y fueron sustituidos por garrafones forrados de mimbre. Y cuando ni para pagar garrafones tuvo la pobre mujer, iba andando a Treceño con media docena de botellas vacías en una bolsa para que Aurelio se las llenara, y éste terminaba siempre regalándole un par de ellas…

Creo que lo peor de todo es que Agustina no vivió esta crisis económica que estamos padeciendo en España en estos momentos, porque siempre hubiera sido para ella un consuelo tener a quien echarle la culpa de sus despilfarros…

Muy cerca de la taberna estaba la casa de tía Hipólita. Era alargada hacia la Cotera, con un mirador cara al Palacio, y un “naranjal” en el huerto de "alante" que parecía recostarse contra la fachada.

En realidad el tío fue su marido Antonino, que era hermano de mi abuela Lorenza. Pero “Pólita” era quien me daba a mi las ciruelas aquellas tan llamativas de color, que tenía el ciruelo que estaba en la otra huerta que llegaba hasta la fuente. El mayor de sus hijos se llamó como su padre, pero siempre se le conoció en el pueblo como “Nino el mudo”. Era mudo, y sin embargo el jodido de él no callaba la boca. A su manera se expresaba bastante mejor que muchos de los que hablaban correctamente… Bueno. Eso tampoco. Que en Caviedes correctamente no hablábamos nadie, y menos en aquellos tiempos de María Castañas. Nino, que fue carpintero y un extraordinario tornero, me hizo a mi una maleta de madera preciosa para llevarla a Marruecos cuando me fui a hacer “la mili”. Con el tiempo se casó con María Luisa, una moza de Bielva… A Nino el mudo, le siguió su hermana “Politina”, que se casó con Toñito el de Mena. María Luz, que fue siempre un poco sorda, se casó con “Sidoro”. Y Toñina, se casó con Luciano al que conoció en Santander, y tuvieron muchos años el conocido Garaje Lastra, poco más arriba de el cine Los Ángeles. El último de los hijos fue Pepe, unos pocos años mayor que yo, y conocido como Pepe Maza, aunque cariñosamente, los de Caviedes le llamamos siempre “El Tarugu.”

Jesús González ©

1 comentario:

Anónimo dijo...

Una bonita historia, eso es lo que es, historia.
Sabes, cuando me contó Mila su drama de la niñez, escalofríó todo mi cuerpo y dejé, por unos momentos, de admirar nuestro puente. Verle mezclado en un accidente mortal, me pareció que le retiraba ese halo de romanticismo con el que siempre le vestí.
Está claro que de todo tiene que haber.
Admiro tu buena memoria, además de tus escritos, y mira, como somos amigos, queda dentro la verdad y fuera lo de hacerte "la pelota". Abrazo. Lns