jueves, 26 de enero de 2012

RECUERDOS AJADOS (V)


(DE LAS GENTES II) EL COTERO

En la casa primera del barrio de el Cotero, vivía “Nemesia”, (el nombre por sí sólo, ya tiene perendengues,) que era la partera, es decir, encargada de recibir a cuantos críos nacían en el pueblo. Como a casi todas las viejas del pueblo, la recuerdo siendo viuda, con dos hijos varones, Adolfo y Pedro y una hembra llamada Natividad con la que siempre vivió ella. (Los hijos, como muchos padres, emigraron a Cádiz, a trabajar como “chicucos” con el sueño de alcanzar una vida mejor. Adolfo fue el primero en regresar sin haber hecho fortuna, y también sin mucha suerte regresó más tarde Pedro casado con Rosarito, una gaditana que los ayudó a sobrevivir vendiendo pan blanco de estraperlo. Nati, se casó ya pasados los cincuenta con Nel “el chatu”, otro jándalo sin fortuna que regresó también a dejar los huesos en el pueblo que le había visto nacer.

De aquella boda dijeron las mujeres que fue un acierto. Suponía tanto para ella como para él, un apoyo donde aliviar la soledad en el atardecer de la vida. Una moza del pueblo que los acompañó una mañana mientras desayunaban, aseguró a cuantos vecinos quisieron escucharla, que no se casaron sólo por buscar ese apoyo, que también se habían casado enamorados como dos adolescentes.

El desayuno era el de todas las casas en aquellos tiempos: un tazón de leche recién ordeñada y un “torto” de harina de maíz cocido en una plancha de hierro sobre los tizones.

Nel, sentado a la mesa sorbió de la leche dulce y espumosa. Se dirigió después a Nati, e imitando la voz de
un niño mimoso, suplicó:

-“Po favó”, “páteme” un poquitín de “totu”

Mas mimosa ella le respondió:

-Yo no “pato totu” “pa” nadie. El que quiera “totu”, que lo “pata”.

Aunque algunos “hombrones” aseguraron en la taberna que Natividad se casó porque fue la única oportunidad que se le presentó de probar “la gracia del espíritu santo” antes de dejar este mundo, lo cierto es que a partir de entonces se les conoció en Caviedes por “Nel pate totu”, y “Nati, no pate totu”.

María “la de Nelucu” vivió con el tal Nelucu en la casa siguiente. Del hombre apenas guardo recuerdo. Menudo, encogido, y me parece que de poco espíritu. Puede ser que le recuerde de esta guisa, porque hasta donde alcanzan mis recuerdos, el hombre estaba ya con un pie en el estribo para tomar el tren que le llevó al otro mundo.

De armas tomar era la señora. ¡Menudas voces y recoños soltaba la vieja cuando “Varisto” y yo nos colábamos en su huerto en busca de las peras que empezaban a madurar!

Tuvieron dos hijas, Florentina y Palma. En la escuela, el que más y el que menos tenía su mote, y a Palma, quizás por tener la boca chica y un tanto rara la llamaron “El ratón”. Un día que la señorita la dejó sin recreo, sintió necesidad de hacer aguas menores, y como estaba sóla en el aula lo hizo dentro de un cajón de madera donde había plantados geranios. Lo que no pensó Palma es que a la tierra empapada le sobraba riego, y escurrió el sobrante cerca de la maestra. Aquél día nació una canción que durante años se entonó tanto a la ida como la vuelta de la escuela: “Ratón, pintu, meón, que meó en la escuela en un cajón”.

Florentina era bastante mayor que Palma, y se casó también con la fecha caducada. Yo creo que se casó a punto de “pasársele el arroz”, si es que no se le había pasado ya, porque hijos no tuvieron, e intentar, no dejarían de intentarlo. Se casó con Sindo, un hombre de El Tejo grande y rollizo de ojos saltones y colorados, y una cara siempre de pocos amigos, que con sólo mirarnos a los críos se nos metía el resuello para adentro. Sin embargo era generoso. Una mañana, no sé con qué motivo fui yo a su casa cuando estaba desayunando. Desayunaba algo que yo no había visto nunca: Un tazón de leche, y dentro, como si de sopas se tratara, manzanas asadas, en vez de pan o borona, Notó que me quedé observándole, y espléndido el hombre, tomó una cucharada de aquella pasta mezclada con sus babas, e insistió para que lo probara.

Jesús Blanco y Mercedes ocupaban la casa siguiente. Tenían tres o cuatro hijas, que como la mayor parte de las mozas de la posguerra marcharon a servir, e ignoro si después arrastraron con ellas a sus padres, o murieron en el pueblo, son fallos de la memoria que no llevan arreglo. Después durante muchos años aquella casa permaneció cerrada.

Tadeo y Consuelito habitaban la casa que daba entrada a la corralada. Con ellos vivían además de Norita, Santos, Julio y la Nena, sus hijos, Balbina y Lilo, cuyo parentesco ignoro. Balbina tenía un defecto de pronunciación al hablar que a mi me intrigaba mucho. Sería hermana de Consuelo...?

Los tuve entonces por unos de los labradores más pudientes del pueblo, y sus hijos Santos y Julio fueron compañeros de juegos “a la rampla” o al “garbancito” cuando en las tardes otoñales de viento sur nos reuníamos toda la recría del pueblo a jugar en la bolera.

Baltasar y Tina vivieron en la casa primera de la siguiente barriada. Baltasar, con María, su hermana mayor, Aurina, José Manuel y Cesárea fueron los descendientes directos de tiu Cofiño el de La Corraliega. Baltasar fue uno de los muchos hombres que hubo en Caviedes cuya palabra “iba a misa”. Se solía decir eso de quienes no hacía falta firmar con ellos ningún documento, porque su palabra era inquebrantable. José Luis y Toñu sus dos hijos varones también corrieron con nosotros por setos y matorrales buscando “niales” de malvís. José Luis fue otro de los amigos entrañables que nos dejó demasiado pronto, aunque tuvo tiempo suficiente para crear y consolidar con su simpatía, y con las manos de buena cocina de su mujer, el restaurante “Casa Cofiño” que tan admirablemente siguen regentando sus hijos.

Sigue la casa de “Rosaliúca”, una viejuca menuda y coja, que vivió con dos hermanos cuyos nombres no recuerdo. Supongo, aunque no se porqué lo supongo, que eran los tres solteros. Rosalía prohijó a Ramona, una de las hijas de Concesa. No se si es correcta la palabra prohijar, pero lo cierto es que Ramona desde muy niña vivió con esta familia, e incluso fue su heredera, sin renunciar por ello a ser hija de quien era, y hermana de sus hermanos. Frente a las casas de Baltasar y Rosalía hubo una fragua que regentaron los hermanos de Rosalía. Los críos del pueblo nos pasábamos allí las horas muertas viendo como el gigantesco fuelle avivaba el fuego del carbón encendido, y como aquellos hombres iban modelando sobre el yunque los hierros candentes a golpe de martillazos.

En la casa siguiente vivieron María y su hija Elisa. Me parece recordar que María tenía al hablar un acento un poco gangoso. Paca, su otra hija estaba casada con “Manolo el maestro”, y sus dos hijos José y Chuchi, ¡qué raro! También habían emigrado a Cádiz.

Por último, la casa de Marcelina y Valeriano ya rozando el camino que lleva a la mies de San Lorenzo. Aunque tuvieron varios hijos, en la época de mis recuerdos, solo vivían con ellos Manolo y Mariana, porque Pedro, ¿imagináis dónde pudo haberse marchado? ¡pues eso! y Teresa se había casado.

Porque el abuelo Cofiño tenía en El Cotero la cuadra de sus vacas, y porque seguramente “Varisto”, su nieto, fue a echarles un brazado de hierba verde, y fui yo con él; y porque después de cerrar la puerta de la cuadra cogimos del suelo un buen puñado de piedras para tirar unas manzanas de “nájara” se ofrecían rojas y brillantes colgando de los manzanos que Valeriano tenía en el huerto frente a la casa, fue por lo que Marina, que nos observaba desde el balcón donde regaba unos geranios, nos llamó la atención para que dejáramos de tirar piedras a donde no debíamos tirarlas.

Y cómo decía mi tía María, y algunas otras tías más también lo decían, que “Varisto” estaba hecho de la mismísima piel del diablo, el muchacho, sin pararse un segundo a pensar lo que hacía, respondió a Marina a “estillazu limpiu”. Había en el corral una pila enorme de astillas de roble y de castaño que el bueno de Valeriano había partido con el fin de que a Marcelina no le faltara leña para avivar el fuego de la cocina, y una tras otra comenzaron a volar las astillas hacia el balcón de Marina con la sana intención de hacer que aquella callara la boca, y nosotros pudiéramos seguir tirando “calamejazos” a sus manzanos. A los gritos de Marina salió “Lisa” a su balcón, gritándole a “Varisto”:

-¡”Muchachu”! Si estás “locu”, que te encierren, pero no vengas a matar a la gente dentro de su casa.

El artillero cambió el punto de mira, y el resto de las astillas fueron todas a parar al balcón de “Lisa” que no le quedó más remedio que guarecerse sin pérdida de tiempo en el interior de su casa, igual que se había guarecido Marina en la suya.

Camino de la calle del Medio había otras dos casas: donde muchos años más tarde vivirían Alfonsa y Julina, pero que entonces permanecía cerrada porque ellas estaban… (¿adivinan dónde?) Pues sí, en Cádiz. Y la otra, era la de Mariquita y Saturnino.

En el portal de la casa cerrada, que era amplio y con piso de cemento, la juventud del pueblo hacía baile los domingos. (Lo del portal de piso de cemento era todo un lujo, si tenemos en cuenta que en muchas otras casas del pueblo, ni siquiera en la cocina podían cubrir con cemento la tierra del suelo.) Nardo el de Rufino y si no, cualquiera de sus hermanos o hermanas, que todos ellos eran verdaderos artistas tocando la pandereta, amenizaban la fiesta, a donde acudían en bicicleta los mozos de otros pueblos a mover el esqueleto con las mozas de Caviedes.

Saturnino fue un hombre al que “Varisto” y yo tuvimos siempre antipatía, y nunca supe por qué. Jamás en su cara vimos una sonrisa, y le pusimos de mote “Valentón”. Por el contrario Mariquita, su mujer, se hacía querer de las gentes del pueblo. Tenían dos hijos y un nieto, Pepe e Isabel, y José Luís.

Muchos años más tarde comprendí la amargura de aquél hombre. Por razones que ignoro, Isabel y su hermano Pepe nunca se relacionaron. Hasta el punto de no vivir dos días juntos bajo el mismo techo. Pepe se iba a trabajar a… ¡Cádiz!, mientras Isabel estaba con sus padres. Cuando Pepe volvía a la casa paterna, se marchaba Isabel a servir a Barcelona..

A José Luís, el nieto, que era hijo natural de Isabel, le criaron los abuelos. Fue, como todos los críos de aquella época, compañero de mil juegos, pero poco más que adolescente marchó del pueblo, y volvía sólo ocasionalmente. Murió también muy joven junto a su esposa en un accidente de coche.

Estaba por último en este barrio la casa de José Romano. Otra casa miserable con suelo de tierra, y un tanto apartada, donde vivió con su esposa Elvira, sus hijos José, Eduardo, Elena, Amparo y Julia. Hasta donde alcanza mi memoria, conocí a la familia viviendo con ellos solamente a su hija Julia que era la pequeña. Los demás, habían marchado a “buscar por el mundo las alubias”, como se decía entonces.

El viejo debió ser un mentiroso “de mucha madre”, como también se decía. Pues a partir de él, quedó en Caviedes el dicho de: “Ese es más mentiroso que el Romano”. Como curiosidad, recuerdo que José regresó al pueblo una vez, cuando ya nadie de su familia vivía allí. Era pleno verano, un día de auténtico calor, y vestía una gabardina abrochada hasta el cuello. Alguien en la taberna le preguntó como no se quitaba la gabardina, con el día agobiante que estaba haciendo, y respondió. “No puedo. Debajo no llevo más que los pantalones.” El cuello de la camisa que le asomaba, era solamente un cuello de camisa cosido al interior del cuello de la gabardina…

Jesús González ©
Enero 2012

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