viernes, 2 de diciembre de 2011

CON EL CHA, CHA, CHA…


¡El cha, cha, cha! del tren!. El tren de los años cuarenta. El de vapor. El que arrancaba lento y cadencioso con la clásica musiquilla: cha…… cha…..cha….cha…cha.. cha-chá…cha-chá… cha-cha-chá… Casi como si tuviera labios para pronunciar en clarísimo castellano los acompasados chachachás del inicio de sus andaduras. Y el carril de las estaciones se lamentaba bajo la tremenda presión de las ruedas de hierro iniciando un lastimero y agresivo rodaje que luego iría flexibilizándose a medida que crecía la velocidad…

Desde Caviedes a la estación de Roiz fuimos caminando a las cuatro y media de la madrugada para tomar el especial que pusieron con motivo de la visita de Su Excelencia el Generalísimo a la ciudad de Santander. Mi padre y ocho o diez hombres más todos con su pantalón negro y camisa azul con el yugo y las flechas bordados en rojo sobre el bolsillo del pecho, y yo entre ellos tiritando de frío a pesar del abrigo de paño, (también azul como las camisas de ellos,) con unos botones con anclas doradas, que pocos días antes me habían enviado mis tíos de Cádiz como regalo de Reyes. Supongo que me llevaba consigo mi padre a pasar unos días con mis primos en la ciudad, aprovechando que al menos el viaje de ida, era gratuito.

Hasta llegar a Roiz me quité un montón de veces con el dorso de la mano las gotas que resbalaban por mi congelada nariz, y luego limpiaba aquella bajo mis brazos cruzándolos para ocultar tanto la mano mojada por la moquita como la seca, al calor de mis axilas. El cielo estaba raso, y cuajado de estrellas rutilantes que parpadeaban como ojos encendidos, y una luna de luminosidad diáfana arrancaba destellos del hielo que se iba formando sobre las hierbas de la cuneta.

Los hombres, a lo suyo. Supongo que a vitorear y aplaudir a Franco tras la arenga que a media mañana pronunciaría desde el balcón del Ayuntamiento, y yo a quedarme con mis primos para ver las películas de Sabú o Los Tambores de Fumanchú que se proyectaban en la Sala Narbón frente al restaurante de mi tío…

Me fascinaban las máquinas de los trenes en aquellos tiempos que aún ni siquiera habíamos aprendido que se llamaban locomotoras. Eran como monstruos de hierro gigantes y negros con los nombres de algunos de los pueblos por donde pasaban, escritos con letras de bronce atornilladas a sus negros mofletes.

En la estación de Treceño reponían agua para fabricar vapor. Era como una enorme ducha fija y giratoria por cuya manga de lona metía cientos de litros en la caldera que el monstruo llevaba en sus entrañas. Y en la parte trasera, siempre de pié, maquinista y fogonero, pintados de negro sus caras y brazos por el polvo del carbón…

De cuando en cuando el fogonero abría la puerta del hogar para lanzar en su interior unas paladas de carbón, y venía a estrellarse en su cara una abrasadora bocanada de calor, como si aquello fuera la antesala del infierno con el que cada domingo nos amenazaban los curas en sus homilías reiterativas, que entonces llamábamos pesados sermones. El maquinista agarraba y tiraba con fuerza de la empuñadura del émbolo, y un silbido largo y penetrante avisaba a los viajeros de que se ponía en marcha el convoy: Cha….cha. Cha, cha…chá. Y de algún tubo de escape colocado cercano a las ruedas, soplaban y resoplaban bocanadas de blanquísimo vapor…

Jamás viajé en “clase preferente”, que eran vagones de butacas tapizadas con terciopelo azul. Aquél era lugar para señoras que se limpiaban el rostro con “Vishnú”, y luego abrían un primoroso estuche dorado para empolvarse con estudiada delicadeza los contornos de la nariz, y de señorones con sombrero de paño a juego con el abrigo, que olían a tabaco de pipa comprado de contrabando. Yo fui siempre en “económica”, de asientos con respaldo, todo hecho con listones de madera, lo mismo que los altillos o repisas para los equipajes, que generalmente se componían de bolsas de tela, sacos de yute, o los ya más finos de cajas envueltas en papel de estraza y atadas con una cuerda de bala.

Subir la cuesta del Turujal era toda una odisea para aquellos trenes de vapor. El cha, cha, chaaaa… se ralentizaba; las ruedas parecían querer aferrarse al rail para trepar cadenciosamente su superficie, y los cristales de las ventanillas trepidaban como en una canción de continuos lamentos… Remontado el Turujal, cuando el tren tomaba el llano a la altura de Navas, volvía a sonar el silbido penetrante, pero esta vez con la alegría del que ha superado el esfuerzo, y el cha, cha, chá repicaba precipitado como el pedaleo del ciclista que está llegando a la meta…

En la estación de Cabezón de la Sal subieron más hombres con camisas azules y flechas rojas sobre el pecho. Algunos portaban boinas rojas envueltas sobre si mismas y presas en las trabillas sobre los hombros de las camisas, y banderas en las manos. En cada estación del trayecto fue montando más gente hasta que el tren terminó de llenarse en Torrelavega. En la vía segunda había otro tren repleto de boinas rojas y correajes de cuero negro, y de su interior salía el murmullo de himnos militares entonados con el gozo de los triunfadores.

Media provincia iba a vitorear a Franco, al triunfador, del que la mayoría de cuantos allí viajaban no sabían de él más que era el que con su victoria había terminado con el derramamiento de sangre entre hermanos. Los hombres de las aldeas sin periódicos ni radios ignoraban la palabra Dictador, y los pocos que eran capaces de pensar por si mismos, en aquellos días esperaban de él la creación de un gobierno democrático…

Aún no había amanecido cuando después de tres largas horas de viaje llegamos a Santander. El tren silbó jubilosamente entrando en la estación, como con júbilo silbaron también otros trenes que llegaban. Una marea humana inundaba las calles adyacentes donde los dueños de bares habían madrugado para abrir sus puertas.

Setenta años más tarde pienso que estos viajes no han cambiado tanto. Hoy son los partidos políticos quienes fletan autobuses gratuitos para llevar hasta ellos gentes dispuestas a aplaudir cuantas ilusiones y utopías siembren desde los estrados de los grandes recintos. Lo malo es que si no mejora el camino por el que marchamos en estos días, mucho me temo que se pueda repetir la anécdota que en el restaurante de mi tío se vivió aquél día después que los hombres de mi pueblo vitorearon a Franco:

Casimiro no tenía zapatos. En aquél tiempo había muchos hombres en las aldeas de toda España que nunca tuvieron zapatos. Pero Laureano, el cartero del pueblo, por las razones que fuesen, tenía dos pares, y le dejó uno a Casimiro para que aquél día fuera calzado como Dios manda, a Santander. Estaban todos ellos tomando un blanco de La Nava y unos mejillones con vinagreta antes de pasar a comer, cuando se acercó a Casimiro un limpiabotas.

-¿Limpio…?

Casimiro, que era “tartajo”, respondió.

-Qesque… ques ¿qué quieres tú…?

-¿Limpio los zapatos?

Y señalando a Laureano el cartero que estaba al otro extremo del mostrador, respondió:

- Que… que… que se lo preguntes a aquél de “allí lante”, que es el “amu” de ellos.


Jesús González González ©
Diciembre 2011

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un tren que ha llegado
al andén de las historias;
he encontrado un paquete
a mi nombre, a mi alma,
quizá lleguen hoy en él
esas respuestas,
y un ciento de soluciones...
o, cajitas de los miedos.
Mil dilemas en vagones...

Mil abrazos Jesús.
Lns