miércoles, 2 de noviembre de 2011

OTOÑO OTRA VEZ


Y los días grises, y las brumas, y la melancolía, y la qué…? No. Melancolía, no. Es una palabra que no me gusta. Siempre me da la impresión que va unida a la enfermedad. Enfermizo y melancólico… Y sin saber porqué pienso en Gustavo Adolfo Bécquer ¿Estuvo tuberculoso este hombre? No lo sé, pero a mi me da así, como un repelús, siempre que le menciono.

Recuerdo los días de mi infancia cuando tras la posguerra, como una plaga de setas venenosas, surgieron en una casa y en otra, y en otra los enfermos de pulmón. Sobre todo jóvenes que no alcanzaban el sustento necesario, y se quebraba su crecimiento con una palidez extrema. Se quedaban delgados, los ojos hundidos y la expresión melancólica. Será por eso que no me gusta la palabra melancolía.

Yo era un niño y él tendría veinte años. Le recuerdo alto y flaco siempre tosiendo como sin ganas. Sería más bien sin fuerzas, (pienso yo ahora), y escupía en un pañuelo blanco saliva incolora con filamentos de sangre. Que estaba tísico, decía la gente del pueblo. Y me costaba una regañina de mi madre cuando se enteraba que junto a mi amigo, su hermano, había entrado en la alcoba donde reposaba el enfermo! Por Dios, hijo, que estas cosas se contagian! Solía tener en las manos un libro abierto, en cuya cubierta leí varias veces “Las rimas de Bécquer”. Uno de aquellos días nos leyó a su hermano y a mi aquello de “Cerraron sus ojos, que aún tenía abiertos, y unos sollozando, y otros en silencio, de la triste alcoba, todos se salieron….” Después nos sonrió melancólico dejándonos ver unos dientes blancos que se empezaban a teñir con el sarro del tabaco.

Filetes de hígado de caballo prácticamente crudos, le daba a comer su madre, ya que todavía a España no había llegado la penicilina del doctor Fleming. Y a escondidas del resto de la familia el padre le daba el ansiado tabaco, porque estaba seguro que era el único placer que había de gustar el hijo moribundo.

El último día que le vi, vestía un raído pijama de rayas azules que había perdido los botones y dejaba al descubierto un pecho de costillas marcadas hundiéndose contra la espalda. Me sonrió con la melancolía de siempre. Sobre el mármol de la vieja mesilla de noche reposaba un vaso medio lleno de agua junto al libro de Bécquer, y bajo el larguero de la cama, junto a unos calcetines de lana de confección casera, un orinal de porcelana blanca con el asa rota y dos desconchados.

Se murió tísico. De tisis galopante decían entonces. Y en otoño. Porque decían los viejos que a la caída de la hoja caían también los tuberculosos más graves. Y melancólicos durante días y días se quedaron la madre y el padre.

Sí, será por eso que no me gusta la palabra melancolía. Por ahí habrá algún otro sinónimo con el que me identifique mejor para expresar como llega de nuevo el otoño. Si, mustio. Mustio y nostálgico llega otra vez el otoño…

Jesús González González ©
Noviembre 2011

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