jueves, 13 de octubre de 2011

UNA LEYENDA DEL MONTE CORONA.


La fecha de esta historia se pierde entre la densa niebla de tiempos muy pretéritos. Es una de esas leyendas que para recuperarla hube de escarbar y ahondar en el subconsciente de mi infancia primera, cuando en las frías noches de invierno, y subidos al fogón de la cocina, entorno a la lumbre de leña, la abuela Lorenza descansaba en las faldas de su regazo el rosario de cuentas negras. Seguidamente era como un rito el aflojar bajo la barbilla el nudo del pañuelo negro que siempre llevó a la cabeza, y dejar caer éste sobre la espalda para con los dedos de ambas manos estirar hacia atrás los amarillentos cabellos que terminaban recogidos en un grueso moño sobre la nuca.

Con voz pausada empezaba a relatarnos a mis hermanas y a mi, la misma historia que a ella le había contado su abuela un montón de años atrás, con la única, pero muy importante diferencia, según insistía mi abuela en dejar bien claro, que aquella, había sido cuando niña, una de las protagonistas de la historia.

Entonces el Monte Corona era mucho más extenso que en la actualidad. Nacía prácticamente en el mismo pueblo de Caviedes, en cuyas proximidades competían cerdos y jabalíes disputándose las bellotas caídas bajo las encinas, y se extendía hasta acabar en La Hayuela, en el ayuntamiento de Udías, donde otros cerdos y quizás los mismos jabalíes se disputarían bellotas y castañas. Junto a uno y otro pueblo los rigores de sucesivos y largos inviernos fueron obligando a las hachas de los leñadores a talar los árboles más próximos para caldear las cocinas de leña, y así le mermaron al monte los árboles y le crecieron a los pueblos eriales, que más tarde los hombres convirtieron en prados…

Salvo los contornos en estos dos pueblos nombrados, y otros pueblos como pudieran ser Treceño, Ruiseñada o Rioturbio, la naturaleza en el Monte Corona permanecía prácticamente virgen. Soleadas lomas y umbrías canales eran el suelo donde se alimentaban las raíces de robles, hayas y castaños que durante cientos de años extendieron sus ramas al cielo para que anidaran en ellas aguiluchos, cuervos y milanos. Las estridentes urracas, los miruellos y malvíses de bello silbo, anidaron siempre en “zalces”, acebos y tocias de menos envergadura, y la multitud de ruiseñores y demás pájaros de menor talla, se conformaron con bajos matorrales de espeso follaje.

Tres fueron los puntos donde la mano del hombre profanó el suelo inmaculado de este Monte para construir en ellos tres lugares sagrados donde las gentes honraran al cielo: Las ermitas de San Antonio y de la Santa Cruz, en la parte de monte perteneciente a Caviedes, y la de San Esteban que sobre un altozano de Ruiseñada contempla el trozo de costa que va de Comillas a Pimiango.

Fue en la de la Santa Cruz. Allí, los días tres del mes de mayo de todos los años, peregrinaban los fieles de los pueblos de los contornos, para adorar una tosca y vieja cruz de madera donde manos de basta talla habían clavado un Cristo de cuerpo desproporcionado y descomunal y cabeza caída sobre un pecho esquelético. (Sospecho que en la fealdad de las imágenes se alimentaba la devoción de las gentes, porque a medida que pintores y escultores fueron embelleciendo los rostros y dulcificando los gestos, ésta mermó considerablemente, al menos las manifestaciones externas.)

La misa se celebraba con la mayor solemnidad. Ese era el único día del año que el párroco del pueblo visitaba la ermita. Sabedor como era de que al término de los salmos, cuando “fray Solucu” recorriera la campa donde había de celebrarse la feria, la gente le llenaría el cesto de monedas, el buen cura no regateaba en rezos y bendiciones.

Nadie sabía en la comarca cual era el nombre de fray Solucu. Una mañana al romper el alba le descubrieron unos leñadores durmiendo al amparo de unos acebos que crecían al pie del muro trasero de la ermita, y del lugar hizo su casa el hombre. Sobre aquél muro construyó un par de paredes con adoquines de tierra, y como tejado, ramas de pino. Fueron lo suficiente para empezar a vivir bajo aquél techo que poco a poco fue mejorando.

-Hay un fraile que vive “solu” en el monte…
-¿”Solu”?
- ”Solucu”, el” probe”.

Y “Solucu” le quedó por nombre.

Vestía un hábito marrón viejo y desteñido, y tan lleno de boquetes, que cuando alguno le sugería que los cosiera, se negaba con una sonrisa argumentando que si los cosía, no tenía por donde salir el frío que le entraba en invierno en el cuerpo.

Fray Solucu pidió al cura del pueblo la llave de la ermita para entrar y hacer sus rezos, y a partir de aquél día jamás faltaron flores frescas sobre el altar diminuto, ni el techo de viejas maderas sirvió más de dormitorio de sucios murciélagos.

Las primaveras parecían llenar de sabia nueva las venas aquel extraño personaje, que corría en las frescas mañanas allá abajo, al corazón de la Canal de la Biércola, a bañar su escuálido cuerpo en la fuente donde nacía el “ríu Riveru”, y salía del agua tiritando de frío y cantando salmos al Dios creador de todas las cosas mientras amorosamente despegaba de sus carnes magras las negras y sucias sanguijuelas que intentaban acabar con la poca sangre que bajo su piel corría. Después vestía de nuevo los harapos que tenía por hábito, y regresaba a su choza tras la ermita regalándose con un banquete de brotes nuevos de zarzas que iba cortando de los matorrales cercanos.

Hacer trampas para coger pájaros y lazos para apresar erizos y liebres fue alguno de sus quehaceres entre rezo y rezo. Y emulando al santo de Asís, pedía perdón al hermano gazapo o al asustado tordo antes de quitarle la vida para ser asado en las brasas de su cocina de barro.

Decía la abuela Lorenza que solo de tarde en tarde se aventuraba fray Solucu a bajar a los pueblos para ir de casa en casa rogando por los difuntos que en ellas habitaron, y a cambio de sus oraciones abría un enorme saco de esparto donde los familiares de aquellos muertos rezados depositaban su limosna en forma de pedazos de borona, alguna “embozada” de alubias, o unos puñados de harina de maíz.

La madre de la abuela de mi abuela debió ser mujer generosa, y tan espléndidamente atendía a el fraile, que éste agradecido, siempre reiteró sus rezos, hasta el día que la mujer le dijo:

-Mire fray Solucu, no rece más por mis difuntos, que entre lo que usté ya tién rezau, y los años que yo llevo haciéndolo por tós ellos, más arriba del cielu, ya no puén ir.

Y como quiera que el hombre se quedó mirándola con un gesto interrogante porque no comprendía que alguien rechazara un rezo, ella siguió hablando:

-A cambiu del rezu, le pido un favor: Si las cosas van como deben de ir por el su caminu, usté se morirá muchu antes que yo, porque jáceseme a mí que usté es muchu más vieju. ¿O nó? Pos mire usté; yo creer creo en tóo lo que dice nuestra Santa Madre la Iglesia, pero que quiér que le diga; hay veces que me pongo a pensar en ello, y no lo veo muy claru. En una palabra, que no rece usté más por los míos, pero que cuando usté se muera, de alguna manera me avise de que es verdá, que cuando “cerramos el oju” seguimos viviendo en el otru mundu…

Decía mi abuela que el fraile le hizo a la madre de su abuela una cruz en la frente con el “deu gordu” de la mano derecha, y se largó de allí sin decir una palabra más.

Pasó el tiempo y fray Solucu sufrió los rigores de muchos inviernos tras la ermita de Santa Cruz, se nutrió muchos otoños con los frutos que el monte le proporcionaba, se reanimó con el sol de varios veranos , y acompañó con su canto a los trinos primaverales de los miles de pájaros del Monte Corona… Y como siempre siguió bajando a los pueblos a rezar por sus muertos, menos en casa de la madre de la abuela de mi abuela, que nunca más rezó, a pesar de que la mujer siguió inflándole el saco.

Cuando aquello, la madre de la abuela de mi abuela vivía sola con la abuela de mi abuela que era entonces una niña de trece años. Y una noche, tarde, muy tarde, unos fuertes golpes en la puerta de la casa la despertaron. Se quedó quieta, escuchando. Y de nuevo los golpes, como con una estaca contra la puerta de madera.

La madre de la abuela de mi abuela se revolvió cautelosa sobre el jergón de hojas de maíz, y encendió la vela que había en la palmatoria. Ajustó el pañuelo negro sobe la maraña de pelos blancos, y cubrió la saya blanca de dormir con una toquilla negra de lana. Tomó la palmatoria en su mano izquierda y lentamente bajó las escaleras, seguida de la negra sombra que la vela proyectaba sobre los escalones… Abrió la puerta, y sólo alcanzó a ver la noche negra como boca de lobo.

Volvió a cerrar y con miedo trancó el cerrojo de hierro. Corrió a despertar a la abuela de mi abuela que era su hija, cuando de nuevo sonaron los golpes con más fuerza. Madre e hija se miraron. La abuela de mi abuela trató de tranquilizar a su madre.

-Son los muchachotes que me quieren asustar, madre. Algunas noches se han escondíu tras el moriu de la güerta pa asustame.

Y de nuevo los golpes. Cogió la muchacha una tranca, y susurró a la oreja de su madre:

-Esperemos tras la puerta. Cuando peguen, usté abra, madre, que al que llame le parto la crisma.

Sonaron los golpes. Se abrió la puerta, y la tranca arremetió con fuerza sobre la nada. ¡No había nadie! De repente la madre de la abuela de mi abuela exclamó:

-¡ Fray Solucu!

Dejó sobre el fogón de la cocina la vela apagada y encendió el farol de mecha y aceite. Agarró de la mano a su hija y salieron al corral. Los perros del pueblo ladraban y en los nogales del camino ululaban los búhos. Pero estos sonidos lejos de amedrentarlas, animaron sus pasos. Subieron apresuradas el camino del Monte Corona, se santiguaron sobre la marcha al pasar ante la ermita de San Antonio, y cuando llegaron a la puerta de Santa Cruz, esta cedió, se abrió sola. Ante el altar, sobre las frías losas del suelo estaba tendido el cadáver de Fray Solucu

La madre de la abuela de mi abuela aseguró a todo aquél que quiso escucharla, que cuando llegaron el cadáver sonreía.

Jesús González Gonzálea ©
Octubre 2011

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Virgen!, tuvísteis un " S. Francisco de Asís", una historia que pervive generación trás generación, la forma de vida y costumbres de hace años y un narrador que lo cuenta como los ángeles. Jesús, gracias por escribir. A brazo partido. Lines

JUAN (Azul y Verde) dijo...

que buena historia, Jesús,y bien contada