jueves, 6 de octubre de 2011

A LAS DOS DE LA MAÑANA


Creo que cinco; como mucho, seis años hará que sucedió, y el otro día relatándoselo en la biblioteca a María, me sugirió que lo escribiera. De momento dije, no. Después, ya ves, cambié de idea.

En mi casa tenemos un televisor en nuestro dormitorio, que es como la droga necesaria para que nos durmamos. Todas las noches le encendemos, y siempre le apagamos sin terminar de ver el programa que corresponda, porque nos empieza a entrar un sopor tan cálido y dulce, que preferimos abandonarnos en él antes de hacer el esfuerzo necesario para seguir atentos a la pantalla.

Apagamos la tele, y encendemos la radio. Dormimos siempre con la radio puesta, y el volumen quedo, muy quedo, casi como un susurro. Así, cuando nos despertamos por la noche, sea la hora que sea, encontramos una voz que nos relata curiosidades, sucesos o historias… Cualquier cosa es buena menos ese silencio absoluto y oscuro en el que la imaginación planea sobre los problemas de hijos y nietos agrandando los peligros y magnificando las preocupaciones….

Aquella noche ponían una película que estaba interesado en ver, y para no dormirme decidí como alguna otra noche quedarme a verla en la cocina. En mi casa no hay televisor en el salón, porque la cocina es amplia y un armario bajo y alargado a modo de isla la parte en dos, y en esta segunda mitad donde está la mesa de comer y las sillas, hay también dos butacas y una rinconera sobre la que está instalado el televisor, y es donde mi mujer y yo hacemos la vida diaria.

El salón es para cuando somos más gente. Cuando vienen los hijos, los nietos, los amigos… Entonces sí, es donde charlamos y tomamos una copa si a mano viene, y también donde, con frecuencia, me aíslo en compañía del ordenador para escribir esta y otras cosas por el estilo.

No se que película vi, pero RECUERDO que me gustó porque de otro modo no hubiera esperado hasta el final. La una y media de la madrugada más o menos sería cuando me fui a cama, y por más cauteloso que fui, no pude evitar despertarla. Yo me dormí al instante, y casi al instante me despertó ella:

-¡Escucha! Alguien anda en la puerta del garaje.

-No digas tonterías y déjame dormir.

-Te digo que abajo hay gente.

Agucé el oído. Me levanté. En la cocina hay una puerta que da a unas escaleras que bajan al garaje, y bajé por ellas sin encender las luces. Bajo el portón metálico advertí el resplandor de una linterna que se movía. Yo soy de los que piensan que vale decir “aquí corrió un cobarde, que aquí murió un valiente”, pero esta no era situación de echar a correr. Tampoco me paré a pensar. Actué por instinto: Subía a la cocina de nuevo, empecé por encender cuantas luces estaban a mi alcance y bajé de nuevo al garaje encendiendo luces y gritando acordándome de las madres de todos ellos. Cuando quise abrir la pequeña puerta que hay en el portón, comprobé que ya estaba abierta y había desaparecido el corazón de la cerradura. Salí, y solo encontré el silencio de la noche. Volví donde mi mujer para decirle que ya no había nadie, y me respondió que le pareció escuchar ruido en la planta alta.

Si encontré la puerta abierta, era muy fácil que para cuando yo bajé ya hubiera entrado alguno dentro de la casa, y en ese momento sentí miedo. Llamé al 112, les expliqué la situación y pregunté si debía o no llamar al cuartel de la guardia civil. Me respondieron que no, que colgara. A los dos minutos escasos fueron los guardias civiles quienes me llamaron a mí, para que les indicara el sitio exacto de donde estaba mi casa. Me dijeron que estaban justo en Punta Liñera. Les expliqué el lugar y yo mismo subí hasta el camino que pasa por “La Teja” para que me vieran.

Lo primeo que hicieron fue llamarme insensato por haber sacado mi cuerpo gentil a la calle, dándole a los asaltantes la posibilidad de darme un trancazo y seguir con el robo. Después de reconocer que tenían razón, les expliqué lo de la cerradura arrancada, y que a mi mujer le había parecido sentir ruido en el piso alto, y ahí tienes tu de pronto a los guardias cada uno con su pistola en la mano, lo mismo que los policías de la película que una hora antes terminaba de ver.

Nos mandaron volver a nuestro dormitorio y no movernos de allí bajo ningún concepto. Ellos fueron abriendo las puertas de todas las habitaciones, y enfocando sus linternas, gritaban: ¡Alto, la Guardia Civil! Cuando revisaron la casa entera y comprobaron que el supuesto ruido no fue más que fruto del miedo de mi mujer, se marcharon no sin antes recomendarnos cerrar bien las puertas, y que volviéramos a dormir, si es que el estado de nervios nos dejaba.

Aunque te cueste creerlo, yo me dormí fácilmente. Cuando me desperté por la mañana bajé a comprobar si efectivamente la cerradura estaba rota, o había sido una pesadilla, pero de pesadilla, nada. El susto sirvió para que revisáramos todos los accesos a la casa, y colocáramos rejas de hierro en algunas ventanas y puertas. Aquella mañana sonaron bombas en el pueblo, pero no se trataba de ningún atraco. Era el día de la Barquera, y a las doce en punto ya estábamos en la ermita festejando a la Virgen.


Jesús González González ©

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