jueves, 29 de septiembre de 2011

EN PORTUGAL (II)


Nuestra primera mañana la dedicamos a visitar los monasterios de Alcobaça y Batahla, situado el primero de ellos a no más de sesenta kilómetros de Fátima, y el segundo solamente a dieciséis. A medio camino más o menos, encontramos unas aldeas con casas de jardines floridos y primorosos, pero lo que realmente llamó nuestra atención fueron las doce o quince altas chimeneas de ladrillo a uno y otro lado de la carretera. Nos dijo María José que pertenecieron a antiguas fábricas de ladrillos y tejas ya desaparecidas, pero que el gobierno prohibía su derribo para que quedaran como reliquia viva de la historia de aquella región.

Alcobaça es una pequeña ciudad de dieciséis mil habitantes perteneciente al distrito de Leiría, y que ningún interés tendría para el turista si no fuera por su magnífico Monasterio o Abadía de Nuestra Señora de Alcobaça, primera obra de arte gótico construida en Portugal. Fue el rey Alfonso I de Portugal quien comenzó la obra en 1178 y hubieron de pasar más de cuatrocientos años hasta su terminación.

Como en este mundo uno se está muriendo de viejo y sigue aprendiendo cosas, aquella mañana, cuando nos disponíamos a tomar el autobús para hacer esta visita, me dijo Pedrín Arambarri que en la construcción de tal Monasterio, lo mismo que en de Batahla, había intervenido un arquitecto cántabro llamado Juan del Castillo, trasmerano, por más señas. Después, indagando un poco por mi cuenta, supe que fue el único arquitecto con intervención en cinco monumentos que posteriormente fueron declarados por la Unesco Patrimonio de la Humanidad,

El Monasterio es fabuloso. Casi lo define mejor decir que, acojonante. La facha principal parece una obra interminable en aquella amplísima plaza. Las arcadas de la iglesia y de los claustros hacen microscópico al visitante…. Como curiosidad, nos contó nuestra guía que al comienzo de su construcción, el Rey mandó desviar el río Alcoa para hacerle pasar por el lugar destinado a ser cocinas, a fin de que los monjes tuvieran siempre el agua al alcance de la mano.

En un periquete nos plantamos en el otro monasterio, en el de Batahla. Yo era la tercera vez que le visitaba, y no puedo precisar si la primera vez que le vi, me impresionó tanto como el de Alcobaça. Exteriormente puede que más. Sus chapiteles, pináculos y contrafuertes llaman poderosamente la atención. Fue el rey Juan I quien ordenó su construcción para agradecer a la Virgen la victoria de las tropas Portuguesas sobre las de Castilla en la batalla de Aljubarrota en mil trecientos ochenta y cinco. A la salida del monasterio, este día buscamos los hombres la sombra de los árboles en tanto que las mujeres recorrían los mil puestos de golosinas y recuerdos colocados en torno a la explanada. Regresamos al hotel con tiempo justo de lavarnos las manos antes de pasar al comedor donde aquellas muchachas empezaron a repartir la misma crema que la noche de nuestra llegada…

Hoy también nos sigue protegiendo la Virgen de Fátima con una mañana esplendida para visitar Lisboa y sus alrededores. El paisaje de los ciento sesenta kilómetros que hubimos de recorrer fue harto distinto de el del camino a la frontera. Aquí se suceden los terrenos primorosamente cultivados de frutales y viñedos. Me sorprendieron por ser la primera vez que los veía así, los olivos plantados en espaldera. Supongo sea una técnica nueva para facilitar la recolección de aceitunas de forma mecánica. A medida que nos acercábamos a la capital se sucedían los pueblos más cercanos unos a otros. En tanto, María José nos explicó a grandes rasgos la historia reciente de la capital a visitar, de la tragedia de su terremoto en 1.755, y de la importancia que el Marqués de Pombal tuvo en la reconstrucción de la ciudad, y las reformas hechas para conducir el país de otra manera. Nos hizo notar que actualmente Lisboa tiene veinte kilómetros de puerto fluvial, y que se está en estudio para la construcción de un nuevo aeropuerto porque el actual está ubicado en pleno centro de la ciudad, y quieren erradicar el peligro y ruidos que esto conlleva.

Creo que María José es una guía que raya en la perfección, y no me resisto a omitir su dirección por si cualquiera que lea esto organiza una excursión, proponga a su agencia que la contrate, y seguro no quedarán defraudados: mjgg71@hotmail.com .

Pero no menos profesional que ella fue José Luis, el conductor de autocares “Jandrin” de Oviedo. El rostro de Luis era una sonrisa permanente, y siempre tuvo los brazos prestos para mover maletas y paquetes, y para ayudar al viajero a subir y bajar. José Luís conocía Lisboa como la palma de su mano, y lo primero que hizo fue un “tour” por los barrios y calles más pintorescos y románticos de la ciudad, y mientras María José nos explicaba cada rincón, el conductor hacía sonar a medio volumen la voz de un fado.

Paramos abajo, en la gran explanada ante la belleza inconmensurable del Monasterio de Los Jerónimos. Antes de apearnos, se nos advirtió: “Ojo con los bolsos y carteras”. Estábamos en lugar de multitudes y también de carteristas. Describir Los Jerónimos es algo que no me atrevo porque para el mejor de los narradores ya sería difícil. Los Jerónimos hay que visitarlos, como la Torre de Belem o el Monumento a los Descubridores. Para quien no lo conozca baste decir que son tres maravillas muy notables, de las muchas que tiene Lisboa.

Si, describiré si atino a ello, los “Pasteles de Belem”. María José, no está gorda, no. Solamente está llenita, y sospecho con muchas probabilidades de acertar, el porqué. Conoce cada especialidad pastelera de todas las ciudades portuguesas, y en cada sitio que vamos nos incitar a probar. Los Pasteles de Belem se venden en muchos sitios de Lisboa, pero ella nos indicó el mejor. Una pastelería a la derecha de Los Jerónimos, de la cual solo recuerdo sus toldos azules. Oigan, como moscas a la miel. Así acudimos nosotros y otros, y muchos más. ¡Menudo negocio! Menos mal que esta salmantina afincada en Madrid se las sabe todas, y nos dijo que no guardáramos cola, que pasáramos directos a los salones del interior. Y cuando al fin conseguimos una mesa, vuelta a esperar que llegara el camarero. Y después… a esperar de nuevo. Al fin llegaron los Pasteles de Belem, y es que claro, lo bueno es comerlos calientitos, recién hechos. ¡Bocato di Cardinali! ¡Coño, que buenísimos estaban! ¿Hojaldre? No, seguro que no. ¿Pasta quebrada? Pues tampoco. Algo quebradizo si era ello, y relleno de una crema recién hecha, que, ¡ quien la pillara ahora!. Y en la mesa dos botes de acero inoxidable con azúcar glas y canela para que cada cual se sirviera al gusto. Yo, como María José, si vais a Lisboa no dejéis de probar los Pasteles de Belem.

A mediodía comimos en todo lo alto del Parque de Eduardo VII. A nuestros pies descendía la arboleda del parque, y abajo, desparramada en la llanura, Lisboa. Una hermosa panorámica de la ciudad con su puente “Veinticinco de Abril” de tres mil doscientos metros de largo sobre el río Tajo, y al fondo la descomunal estatua del Cristo con los brazos abiertos, recortándose en el horizonte. Hace años estuve en el Cristo y subí hasta la cabeza por el ascensor que guarda en sus entrañas. Desde allí, y en dirección opuesta, hay otra hermosa vista de Lisboa desde donde además de los llanos junto al Tajo, se contemplan también las colinas donde se encaraman los distintos barrios de la ciudad.


(Continuará.)

Jesús González González ©
Septiembre 2011

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