miércoles, 17 de agosto de 2011

SOR EULOGIA (IV)


En casa de Pilar me fui quedando sin estómago. Fueron muchas más cosas que aquellas uñas terriblemente negras. Pero lo que colmó el vaso de mis repugnancias fue la mañana aquella en que la ví limpiar el tazón donde me puso el café con leche, con la misma punta del delantal que un minuto antes limpió su nariz afilada, y no desayuné. En un descuido de Pilar tiré el café por el fregadero.

Una semana más tarde mi madre alquiló para mí, una habitación en la casa de Guillermo y Ción, un matrimonio joven que vivían de hacer pan blanco en el horno de la cocina para luego venderlo de estraperlo. Ción, morena y delgada se pasaba las horas canturreando mientras cocinaba y planchaba. Ción era una maniática de la limpieza, y tanto a su marido como a mí nos hacía caminar por la casa patinando sobre unas bayetas negras, que aumentaban el brillo de aquél suelo concienzudamente encerado. Viví en un casa iluminada y alegre, y a la hora de comer lo hice siempre con pan blanco, que era un lujo no al alcance de cualquier familia.

Tengo la sensación de que Guillermo era un hombre enfermo. Alto, de pecho hundido y de piel casi tan blanca como la harina que de continuo estaba amasando. Hacía el pan en forma de tortas y en forma de barras. Cuando eran tortas sólo podía cocerlas de dos en dos porque el horno no daba para más, y de cuatro en cuatro cocía las barras, de las que hacía dos tipos. Con brillo, y sin él. Eran absolutamente iguales, sólo que para conseguir el brillo tenía que barnizar con un pincel mojado en agua la barra fermentada justo en el momento antes de meterla al horno.

Pasando el tiempo fui descubriendo que Sor Eulogia me había incluido en el grupo de sus alumnos preferidos. Éramos preferidos simplemente porque notaba en nosotros la gana de aprender, y cuando notaba esto, el enseñarnos dejaba de ser para ella un trabajo, y nos explicaba con un entusiasmo increíble.

El día que nos contó que su padre había sido coronel del ejército, aclaré todas mis dudas sobre la dureza de su carácter. Esta dureza la puso de manifiesto la tarde que al entrar en el aula encontró a Sor Felisa subida a un pupitre, pintando con “blanco España” los cristales de nuestros ventanales. Sor Eulogia se la quedó mirando, y le empezó a temblar la mandíbula con más fuerza que nunca. A Sor Eulogia le temblaba la mandíbula siempre que se enfurecía.

-¿Puede saberse que es lo que está haciendo usted en mi clase?-

Sor Felisa sin mirarla siquiera, respondió:

-Ya lo ve. Pintar los cristales para que los chicos no se distraigan mirando a la calle.

Sor Eulogia sufría una ligera perlesía que se le acentuaba con los disgustos, y empezó a temblarle la cabeza agitando su toca como alas de blanca paloma queriendo iniciar el vuelo.

-¡Pues vaya a pintar los de su aula! ¡Bájese ahora mismo de ese pupitre!

Sor Felisa continuó mojando el algodón en la pasta blanca que aplicaba con ligeros toques en los cristales.

-Cumplo órdenes de la Superiora. Si usted no está de acuerdo, acuda a ella.

Unas motas de sudor brillaron en la frente de Sor Eulogia, y se le empañaron las gafas, Se le desencajó la mandíbula, y sin pensarlo dos veces agarró los hábitos negros de Sor Felisa, y tiró de ellos con tal fuerza que la pintora de cristales cayó al suelo cuan larga era embadurnando sus ropas negras con la pasta blanca.

Llorando como una Magdalena, se arrodilló Sor Eulogia a su lado, y tomando contra su pecho la cabeza de la caída, le suplicó mil veces perdón. Se pusieron de pié en silencio, se miraron sin decir una sola palabra, y Sor Felisa la abrazó, murmurando entre dientes: “Fue un accidente, aquí no pasó nada”.

Nunca se pintaron los cristales de nuestra aula, y al día siguiente al empezar la clase mandó Sor Eulogia que cerráramos los libros para escucharla con atención Pidió a todos los alumnos perdón por el espectáculo tan bochornoso protagonizado por ella el día anterior, y luego nos hizo prometer que si algún día en nuestra vida ofendíamos a alguien como ella había ofendido, tuviéramos también la humildad de pedir perdón como ella había hecho.

Algún tiempo después fui también alumno de Sor Felisa en sus clases de taquigrafía. Catorce años tendría entonces yo, y me dejó paralizado el comentario que me hizo al oído Jandrito, un mozalbete de veinte años que también acudía a clase con intenciones de hacerse taquígrafo: “A mi, lo que menos me importa es la taquigrafía, yo vengo sólo por ver a Sor Felisa, que está buenísima”.

Los sábados por las tardes nos llevaban a la “Sabatina”, que era rezar el rosario junto con los alumnos de las escuelas y otros centros privados. Sor Eulogia nos formaba en columna de a tres, y desde el colegio hasta la iglesia desfilábamos cantando:

Quien como Dios,
Nadi como Dios,
San Miguel Arcángel
Nuestro protector,
Dirige los pasos
De este batallón…

En el fondo pienso que era una gran educadora a pesar de la dureza de su carácter. Un Día nos llamó en privado a los ocho o diez mayores para decirnos que no volviéramos a formar para ir a la “Sabatina”.

-Os queda poco de estar conmigo, y debéis de aprovechar el tiempo. Os quedaréis en clase resolviendo los trabajos que os encomiende…

Siempre guardé un recuerdo extraordinario de aquella mujer excepcional…

J. González González ©

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