jueves, 21 de julio de 2011

DE LOS TIEMPOS DE ANTAÑO.


Sí, en setenta años hemos evolucionado mucho. Por sugerencia de Nieves sigo recordando los tiempos de mi infancia. Y si digo que hemos evolucionado en setenta años, es porque yo tengo ochenta bien cumplidos y cuento cosas de cuando tenía ocho o diez a lo sumo. Vestíamos entonces los críos pantalones cortos de tirantes hechos de otros viejos de nuestros padres, e incluso las camisas eran de fabricación casera. Bueno ,los pantalones tampoco eran demasiado cortos; más o menos hasta las rodillas solían llegarnos. Dependía un poco de la tela disponible, o de lo que ocuparan los remiendos en el viejo pantalón de nuestros hacedores.

Era habitual andar descalzos por corrales y callejas. Entonces a la calle no se le llamaba calle. Lo de calle nos sonaba a ciudad, y eran muchos los que ni siquiera sabían que significaba la palabra ciudad. A mi no me dejaban en casa andar descalzo. Decía mi madre que era propenso a “coger anginas” y catarros. Yo creo que me protegían con exceso. Nací seis años más tarde que la última de mis dos hermanas, y fui el deseado varón de mis padres. Decían mis hermanas que mis viejos me tenían como “la nata sobre la leche”. Solía calzar alpargatas de suela de esparto con la puntera cosida y recosida con “hilo gordo” para reparar las roturas que hacían las uñas del dedo gordo de cada pié, y con la ropa de los domingos calzaba sandalias de goma que eran todo un lujo. Eran sandalias azules o marrones; blancas no había, lo recuerdo porque mi madre no las encontró blancas cuando me llegó la hora de hacer la primera comunión, y no le quedó más remedio que pintar unas con esmalte blanco.

Si, hemos evolucionado mucho. Antes la gente vestía para cubrir su desnudez y para protegerse del frío. Ahora vestimos para que nos vea el vecino, y para que rabie de envidia si él no puede alcanzar a lucir la misma marca. Cambiábamos de ropa cuando se ensuciaba muy sucia, y hoy cambiamos cada día para que vean los demás lo repleto que está nuestro ropero. ¡Cómo lo saben los fabricantes de marcas! ¡Y cuánto ganan ellos con nuestra vanidad!

Se pasó Hambre con mayúscula. En nuestros pueblos se `pasaron necesidades, pero no hambre. De mozalbete vi en el cine “Lo que el viento se llevó”, y aquella hermosa escena en que la protagonista coge puñados de tierra y jura por Dios que nunca volverá a pasar hambre, rememoró para mí la situación de entonces. Hambre con mayúscula lo pasaron las gentes de la ciudad y la gente obrera en general. Los hijos de los labriegos, lo último de la sociedad, teníamos la tierra para sembrar, las vacas para la leche, el “chón” de la matanza, y gallinas ponedoras.

Pero se llenaron los pueblos de “pobres de saco” pidiendo de puerta en puerta, y llamaban diciendo “Alabado sea Dios” o “Ave María Purísima”, y contestaban las amas de casa con un “Para siempre sea alabado” o “Sin pecado concebida” .

Sí, hemos evolucionado una barbaridad. Nuestros jóvenes de hoy se mofarían de éste vocabulario. Los de antaño sabíamos del drama que se encerraba tras aquella petición, y de la mano generosa que tras la respuesta ofrecía un plato humeante de berzas con alubias. En cada una de las casas de mi pueblo había un lugar en el vasar donde se guardaba “el plato y la cuchara de los pobres”.Y hasta con la escasa ropa que había en las casas se hacía un esfuerzo para que aquellas mujeres y hombres cambiaran de andrajo. Y agradecidos, estos decían, “que Dios se los pague”

Los había que sólo necesitaban eso, comer y vestir. Eran de pueblos cercanos, y al caer de la tarde regresaban a sus casas con trozos de borona amarilla como el oro, que repartían como un tesoro entre la reata de críos sin dientes. Después ponían el puchero de hierro a la lumbre para cocer las alubias blancas, y rojas, y pintas que a puñados sacaban del fondo del saco… Sin aceite, sí. Sin manteca ni sebo siquiera, sólo un poco de sal y una cantidad interminable de amor… Otros ni casa tenían. Tampoco había casas del transeúnte que nunca son suficientes, sino sólo unas pocas para que los gobernantes de turno puedan decir que se acuerdan del miserable. Pero todos los pajares del pueblo estaban abiertos para que pudieran pasar la noche bajo techo, y en la “pajareta” de delante mi casa había siempre para ellos una manta doblada. Vieja y rota, si. Pero había una manta.

Sí, hemos evolucionado mucho. Algunos jóvenes ahora a esos pobres mendigantes en lugar de una manta rota, les tiran botes de pintura cuando duermen, o les prenden fuego porque es más divertido…

Nieves, ¿te sigo contando cosas de antaño, o con esto es suficiente?

J, González González ©

1 comentario:

nreigadasn dijo...

No quiero que pares Jesús, me encantan estas estas historias y como las cuentas.
Se que tienes mucho que contar y espero que lo hagas.
Esperaré.
Muchas gracias.