Siempre oía en mis paseos una música que parecía venir de las nubes y pensaba: quizá me esté volviendo tarumba. No me importaba demasiado, era magnifico pasear por el parque de la palmeras y a la vez, oler a salitre reposado en el ir y venir de las mareas, o el potente aroma de los légamos y algas de las orillas. Otros olores eran más apetitosos, emanaban de los mejillones que se aposentan en las columnas del antiguo muelle, y hasta en las de el moderno pantalán.
Daba igual escuchar esa música en invierno que en verano. En la época estival refrescaba oírla al aire libre, despejaba la mente y acrecentaba las galbanas, a la sombra, sentada en el banco más cercano a ese apacible sonido, sobre todo cuando el músico entonaba clásicas baladas o en los ensayos de música instrumental o lírica.
El invierno hacia sentir en esos recorridos, la sensación de estar abrigado por esa música, ya que en ocasiones se aferra uno al gorro de la tristeza, pero aquellas notas musicales ayudan a lanzarla lejos, y entonces el cabello y el alma se tornan libres y bailan al viento, tanto como aquellos delicados sones, siendo la mejor compañía posible. Envidiaba al músico y la libertad de sus manos sobre las teclas bicolores del piano.
Aquellos ritmos se mezclaban con los quejidos de las gaviotas en la atardecida, reunidas en la playona del medio en un incesante cloqueo, seguramente contándose los avatares del día. Las aves estaban acurrucadas y abrigándose entre ellas, pues el agua nieve se empeñaba en caer, resaltando en la oscurecida tarde sus blancos plumajes sobre el marrón y húmedo arenal, moviéndose y pegándose a esa playa en mitad de la ría, buscando el abrigo entre ellas y casi pegadas al arenal fangoso. Era otra de mis músicas preferidas en los días de intenso frío, ellas parecen ser la nieve depositada allí, flotando entre los canales.
Sonaba aquel día “O Sole Mío”
Por fin supe quién era el músico anónimo. Me invitó a ver su pequeño estudio de ensayo, allí arriba, en lo más cercano al techo del edificio. Era un habitáculo mínimo, en la que toda la superficie y largura de uno de los frontales, se convertía en una cristalera que dejaba pasar tanto el día como la noche, acompañándole en sus melodías. La mar inmensa aparecía ante sus ojos, las montañas, las playas y los prados. Una maravilla de paisaje.
Había encuadernadas diferentes partituras, algunas, creadas para sus nietecitos o seres queridos, con letra y música personalizadas,creando originales historias que dejaban entrever emociones difícilmente contenidas, porque…, ahora ya podía dar rienda suelta a sus inquietudes. Había criado ya a sus hijos y cumplido con su trabajo. Liberó así el espíritu de obligaciones y se dedicaba a los suyos, a sentir, a volar cabalgando sobre las notas, que emergían y pasaban de sus manos al piano, que se reconvertía en órgano, o se acompañaba de algunos ritmos programados de percusión. Complementaba este aparato un sintetizador y un micrófono profesional que estaba al lado del atril. Allí dejaba el alma a merced de la sensibilidad, asomada a unos ojos claros que sostenían una mirada de madurez y dulzura, ahora ya despreocupado de sus obligaciones familiares y laborales. A “vivir con mayúsculas”.
Reconocí el lugar por donde paseo desde aquella altura tan cerca de las nubes; el palmeral aparecía ante mis ojos como gigantes paraguas averdados, donde las personas eran engullidas en sus paseos y renacían muchos metros más allá, lejanas, pequeñitas. Parecían representar la vida misma al alejarse del nacimiento paulatinamente, vislumbrándose la cabeza más que cualquier otra parte del cuerpo; demostrando que es la única que prevalece con los años, madurando y adaptándose al devenir del tiempo y de la edad, la que consigue revivir el espíritu y la juventud del alma.
Mantenía “in crescendo”, una colección de instrumentos musicales en miniatura; al igual que las de tamaño real, eran de metal, madera, cuero, barro, etc., repartidos en los grupos de viento, cuerda y percusión. Una de ellas me llamó más la atención, se trataba de un “serpentón” y su forma recuerda a un reptil ennegrecido. En un rincón había instrumentos de todos los países. Me pareció que predominaban los de viento.
La ilusión que este hombre tenía puesta en su música, me recordaba a otros artistas anónimos, en esa u otras materias, solamente animados por el placer de mejorar el resultado, del encanto de conseguir crear, en este caso, de adaptar la realidad a sonidos agradables y representar la belleza, el amor, la tristeza o la melancolía. ¡Sí, esta persona es un ser privilegiado!
Me comenta que para aprender música en serio, se matriculó, hace ya más de tres décadas, junto a su hija de ocho años en la escuela de música, y desde las primeras clases de solfeo hasta hoy, ha ido arañando notas, mejorando a base de los muchos ensayos en el escaso tiempo libre del que disfrutaba, relacionándose y participando con su voz o tocando instrumentos en nuestra coral, grabándose para ver la forma de mejorar, luchando por conseguir ese período y espacio necesario para hacer sonar la vida.
Sé que siempre le llamó la atención la música. Estuvo conectado a conjuntos musicales o a personajes que se relacionaban con ella en sus mil facetas. Esta afición musical se alargó hacia sus hijos; ellos también gozan y gustan activamente con ella.
Ahora que puede organizarse mejor, se vuelca en esa necesidad de expresarse por medio de la música y también escribiéndola en las partituras. Dicen que ese sentimiento se denomina sensibilidad, que la tenemos absolutamente todos, pero que tan solo unos pocos la pueden demostrar. En este caso, así lo hace nuestro músico anónimo.
Sus ojos se convertían al hablar de esta pasión por la música, en volátiles algodones translúcidos. Emanaban una ilusión indefinible; tendría que expresarla algún poeta experimentado, porque amigos, desprendían una entusiasmo y un brillo inimaginable.
Ángeles Sánchez Gandrillas ©
7-VI-2010
1 comentario:
Muchas gracias. Muy bonito
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