sábado, 9 de octubre de 2010

EL CIPRÉS PEINADO CON RAYA AL MEDIO

Hoy domingo, regreso a la buena costumbre de pasear hasta la atalaya; preveo que el viento sur me acompañará todo el rato. A veces las nubes ennegrecen el día pero aún así, pretendo hacer de este paseo, un rato agradable en este atardecer.

Reposo en ese rincón donde últimamente me acodo, entre la entrada a la pasarela del barco turístico y las barandillas, sola. Ante mi vista la bocana, enmarcada con los barcos de uno y otro puerto; las barras hacen esquina con la puerta, protegen, esconden y me aíslan por completo de todo el mundo, a pesar de estar a la vista, allí quedo ensimismada, llegándome pensamientos volátiles de visita, los acepto tratando de que se vuelvan por donde vinieron, amistosamente. En otras ocasiones, tengo esos descansos mentales tan necesarios; quizá este rincón es adictivo por esa relajación.

Se oye el viento silbando en su largo y rápido viaje, cortado por las cuerdas llamadas “vientos”, éstas, sujetan los mástiles de veleros y canoas. El viento silba casi constantemente, dejando de fondo el sordo ruido de la marejada, que aumenta su oleaje despacio y constantemente, tapando el motor de los automóviles que pasan por la carretera a mi lado.

Me quito la cazadora porque hace calor y en manga corta, emprendo el camino a la Barquera.

Pasado el puente, advierto que el viento aumenta su fuerza: alguna gota se escapa de las nubes, pero secan en el acto; poquito a poco mis labios adquieren sequedad y tirantez, a causa de la ventisca asurada; todo hace pensar en un clima seco; estoy segura que si lloviera se secaría prácticamente en el momento. Noto un poco de cambio, el tiempo se inclina a suroeste; es evidente que la seguridad de la buena tarde quedará supeditada a su capricho. Hemos estado de suerte en este lugar, mientras en todo el cantábrico se sufre de estos vientos llegados de los restos de grandes temporales. Hay alerta roja para intentar prevenir daños materiales y personales. Nosotros estamos protegidos por las montañas que nos rodean, convirtiendo a este lugar en un microclima, que hacen inútiles estas previsiones, no obstante hay agua en las nubes procedentes de poniente.

El semblante, –velocidad con las que las nubes pasan-, ha sido importante; tanto que en las zonas altas del entorno, se vengó demostrando su fuerza y poderío, tirando árboles, trasteado viviendas, teniendo que resguardarse animales y personas. Las nueces y los higos, se encuentran amontonadas en el suelo, adelantando demasiado rápida la recogida, secan y desprenden igualmente, frutos de otros muchos árboles.

Llego empujada casi en volandas al caminar, dejándome llevar relajada por la ventolera. Me hace recordar alguno de los abrazos cariñosos de mi abuela, rozándome con su nariz siempre sudorosa, las patillas de las gafas refrescando mi cara y con palabras, engrandeciendo a su nieta más guapa y lista. ¡Qué bien mentía mi abuela!. Sonrío.

Veo en la zona de columpios los chiquillos al socaire, dando patadas al balón o a las piernas ajenas si fallan, los demás se columpian incesantemente. Las madres relajadas, esperan pacientemente su cansancio para regresarlos a casa. Saludo algunos conocidos y sigo mi camino casi romántico, paso a paso y despeinada, presto atención a un muchacho que intenta enderezar un pequeño arbolillo, tumbado poco antes por la fuerza del aire.

Al enfilar, a la entrada de la capilla, me recibe el ciprés perfectamente peinado con raya al medio, a causa de la corriente enfilada desde el antiguo astillero. Podría ser un novio enamorado y repeinado, en la espera ante la entrada de la casa de su chica, en la primera cita; deja a la vista su parte interna, mas clara, igualmente se inclina sobre la buganvilla reseca, donde las últimas flores se agarran desesperadamente a la planta, moviéndose agónicas. Poco resistirían ante los embates del viento. El suelo del interior de la portalada estaba cubierto de hojas, incluso las arrancadas de las encinas que quedan frente al pórtico, y también se ve alguna pequeña rama desgajada.

Entré a la ermita, el olor a jazmines y otras flores de color inmaculado, reciben al visitante de forma envolvente. Apoyada en las rejas, veo y oigo visitantes, la mayoría turistas, admiran la pequeñez de la Virgen a bordo de su barca que, contrasta con la gran hornacina; iluminada con luz blanca, vestida también en su mayoría en ese tono, pureza y aromas florales, dentro de un marco inmejorable para la espiritualidad o el reposo. Acabo mis agradecimientos y salgo en dirección a la barra. Huele a mezcla de tierra y mar, hoy más evidente además del tiempo al sur, por la caída de las pocas gotas de lluvia que, acrecienta esos olores al contacto físico de ambas naturalezas.

Encuentro en el camino a una pareja amiga, hablamos del pozo del agua construido hace unos setenta años. Se encargó y utilizó de manera privada, empleado para el servicio de los hospedajes que había en la zona; hoy hay dos hoteles y algunas urbanizaciones, en esa zona natural privilegiada. Entonces había escasez de agua en San Vicente.

- Yo no conocí el agua saliendo por tuberías, hasta llegar a las “casas baratas”, aunque hubo muchos marineros “monina”, que ni siquiera podían pagar la miseria del alquiler. La aprovechábamos al máximo.

- ¡Qué tiempos “hijuca”, qué tiempos!

- Allá al empezar la barra, estaban casas a la misma orilla del canal de entrada, incluso pescaban asomando las cañas, bueno no, eran aparejos, desde las mismas ventanas.

- Eso también tenía su peligro. Una vez en una marejada con marea viva, les llegó el agua por las ventanas; sí, entró a la pocilga que se encontraban debajo, ahogándose el cerdo y encima, se lo llevó la marea.

- Ya “mozuca”, hay que ver, “a perro flaco, todo se le vuelven pulgas”.

- Yo todavía vi construir la segunda y tercera parte de la barra, la empezaron a primeros de siglo. Había raíles para llevar las cargas de piedras, los sacos de cemento y la grúa, así lo descargaban y colocaban. Pretendían seguir el muro, por eso ahora aparece descarnado en su final.

- Algunas piedras se sacaron de la parte de debajo de la atalaya. A ver, tú también te tienes que acordar de las casas ya abandonadas.

Les dije que en mi recuerdo, estaban viejas y destartaladas, las últimas se reconstruyeron en un local para actividades culturales, serán exposiciones o talleres sobre artesanía naval o similar, ahora aparece sin rematar, enseguida lo acabarán. Será el lugar más adecuado para estos menesteres. Quizá algo que recuerde lo que afectó el Fuero a los oficios de la mar.

Las aguas del mar removida, se mostraban sucias, los cielos estaban azulados y grises; allá en el horizonte, el triste color ponía punto final en una línea despejada y brillante. En el agua se divisaban los surfistas, estaban a la espera de las olas para volar sobre ellas, pero las más de las veces eran engañados, pues éstas, a pesar de la fuerza que traían, no hacían cresta suficiente, se aplanaban. Quizá sumaran 30 los afanados deportistas, desde esta posición un tanto lejana, parecían grandes pájaros negros posados sobre la superficie del mar.

Llegó una anciana y su cuidadora, casi no la reconocí por su deterioro. Volvía a ver su mar de siempre, donde cambiaba bailes y fiestas, por el disfrute seductor que le proporcionaban las olas, las playas y la costa; conoció hasta el último detalle de aquellas piedras, se bañó cada día posible en esa barra, disfrutó del pescado fresco, esperó impaciente o temerosa, la llegada de su marido de esa mar a veces enrabietada y cruel; una forma de vida abocada a ese océano. Ahora atenazada por una enfermedad degenerativa, hablaba con la mar y sus ojos, brillaban inmensos en esa intimidad de una y otra, donde esta mujer pronunciaba a veces palabras coherentes.

- ¿Parece que estás picada hoy, verdad?, mañana no los dejarás pescar.

Me hicieron caer en ese detalle, estos amigos.

- ¡Mírala! solamente suele tener conversaciones relativamente normales, con la mar que tanto quiere.

Todos los allí presentes quedamos entristecidos, nos quedaba la esperanza de que si llegamos a esa edad o con esas enfermedades, alguien nos traiga hasta este lugar, así nuestros ojos adquirirán ese brillo, esa vida renacida, llenándose el postrero revivir de ilusiones, como le sucedía a esta mujer de ojos soñadores.

Al retorno de aquella apacible vista del otoño agridulce, la lluvia volvió, estaba empeñada en mojarme de nuevo este año, había enfriado y me cubrí con la chaqueta. Estaba esperando en los portales de un edificio, cuando llegaba una vecina a su casa.

- ¡Hola Lines!

- ¡Hola!, vaya tiempo gallego que está entrando, van a volar hasta las piedras del muelle.

- Qué ocurrencia. -Sonríe y acto seguido se me queda mirando.

- Si quieres un paraguas, te le dejo.

- Me entra la risa; te lo agradezco mujer pero… ¿No te parece que en el puente podría ser la Mary Poppins pejina?, porque en una de las rachas de esta ventolera, me levanta al aire.

Nos reímos ambas, nos despedimos y ella se retiró a su refugio hogareño. Cuando dejó de llover, seguí el camino de regreso.

Al llegar a la pequeña curva antes del puente, sorprende el brillo fuertísimo del sol, hace daño a los ojos al mirarlo de frente, se parece en intensidad y blancura, a las chispazos hirientes de los soldadores de metales en los talleres o a veces, en la misma zona portuaria. Tan solo hace tres minutos de la lluvia fuerte, sin embargo, tras las montañas, se asoma nuestra estrella en su crepúsculo, entre los espacios dejados por los nubarrones, proclama su descanso con fuerza, amenazador. Justo al frente, en el alto de La Revilla, está naciendo rápidamente un arco iris perfecto, el cuarto que veo desde principios de septiembre. Este tiene la particularidad de ser doble, parece el espejo del más luminoso, pues los colores están invertidos y son más tenues.

La lluvia a pesar de la clareada anterior, sigue intentando hacerme una sopa; paro y aún a riesgo de empaparme, admiro un momento el color y redondez de los arcos. Agilicé el paso para terminar de cruzar el puente, buscaba el refugio de los soportales. Llego queriendo despedirme de mi rincón favorito, pero interesa más guarecerme. Hoy el día ha estado caprichoso, a pesar del refugio que proporcionan las montañas. Dejaron los pronósticos meteorológicos, a la altura del betún.

La naturaleza se hace valer, deja claro quien manda, clarifica lo poco que somos ante ella, posiblemente sirva para sacar a flote algo de nuestra humildad, quizá entendamos nuestra fragilidad ante cualquiera de sus fenómenos naturales.

Un día perfecto de otoño, con cambios de tiempo, gentes en calma, románticos, melancólicos, soledades compartidas y una paseante, viviendo estos instantes a favor del viento.


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
3 de septiembre de 2010

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