miércoles, 22 de septiembre de 2010

PUEBLO FANTASMA Y MAREA VIVA

Esta mañana el pueblo estaba tremendamente silencioso y vacío, extraño, pues era la fiesta casi principal, “El Mozucu”. Pasear por las calles solitarias y locales hosteleros cerrados, sin circulación apenas, producía una sensación fantasmal, un pueblo abandonado y casi triste. No obstante era un placer disfrutar el día como si de la noche se tratara, sin tropiezos y en silencio.

La razón es que se hace el “sorropotún” colectivo en los pinares de una de las playas. Desde las 6 de la mañana se presentan los voluntarios, pelarán patatas para las miles de raciones de esta marmita marinera; triscarlas en trocitos para espesar el caldo, picar la cebolla “roja” que ha de sofreírse hasta el punto justo de tostado, dará el color al guiso; el pan en lascas finísimas ayudando a engordar un poco más el guiso, trocear y dividir en tacos del tamaño de la yema de un dedo los numerosos bonitos, disponer los fuegos donde apoyar y cocer las grandísimas tarteras con todo, las conducciones del agua corriente para cocinar, limpiar todo ello y por último la sal; cortar las barras de pan, el vino en barricas con ese color tintado brillando bajo el sol y sombra de la mañana, espeso como si fuera sangre misma, todo ello acompañará el gratuito manjar marinero en raciones y por último, los remos para mover la cocción.

Distribuyen los coches en los aparcamientos del relleno natural en la entrada a las playas y pinares, en las orillas, por doquier, dependiendo de los empleados de seguridad y policía local, a medida que llegan entregándoles vales individuales, comienzan a llegar las pandillas con camisetas distintivas y coloridas, con leyendas alusivas a sus trabajos o simplemente graciosas y originales.

Cada grupo dispone de sus fuegos, otras comidas y postres, además del sorropotún compartido; es posible que las bebidas alcohólicas sean hoy más consumidas. Una tradición familiar y de amigos, con el acicate de la unión ante las preparaciones, las risas, los imprevistos, baile, pinos, arena, viento, todo rodeado por mar y naturaleza, con las parrillas donde además se cocinan esas paellas, otras delicias cárnicas o quizá mariscos hermosos a la brasa.

Llegan autobuses de las provincias cercanas, vecinos de pueblos y ciudades regionales, extranjeros o cualquier visitante que así lo desee, mezcolanza de lugares e incluso, naciones, sumados a las miles de personas del lugar.

En la tarde el camino de la playa estaba espectacular, merecería la pena el paseo y ver como evolucionaba esta fiesta pagana, aunque se denomina así por el Jesucristo niño en brazos de la virgen barquereña.

La marea viva con un coeficiente de 115, será la más alta hasta terminar el año, tapaba casi todos los pilares del puente, aún subía y la pleamar tardaría todavía; si hubiera algo de marejada lo poco que inundó la mar en el puerto, se habría acrecentado y es posible que alguna barca hubiera penetrado en la zona peatonal de los muelles, a causa del movimiento e impulso de la mar, como ha sucedido en otras ocasiones. Hace recordar tiempos en los que se recogían manzanas en sacos, en las marismas de Saro, estos ya cosida en su boca, reposaban de pie sobre los troncos de los manzanos; penetraba la mar en la delta del Escudo y de rebote, las compuertas eran rebasadas por el agua, esta hacía flotar los sacos y una vez la pleamar dajaba paso a la bajada de las aguas marinas, arrastraba los sacos a flote, dando lugar al tránsito uno tras otro canal abajo y el consiguiente enfado de los recolectores, viendo perder el trabajo y sus riñonadas.

La ría de Rubín repleta, acosada en las orillas de la tierra y malecones, por la altura acuosa invasora, daba la impresión de estar casi como redondeada, dado el exceso del nivel del agua, visto desde las barandillas del puente de la Maza, mostrando esa percepción casi de horizonte. Un barco cercano para singladuras turísticas estaba casi paralelo a la calzada, las barcas con la popa enfrentándose a la dirección de la marea, pescadores de caña a favor de la corriente subiendo, con los aparejos tirados y extendidos, alejándose del intradós de los ojos del puente, a la espera de que los peces que pasaran por ahí, mordieran sus anzuelos, con los esbozos de sonrisas preparados en sus caras, quizá pensando en que hoy sería su día y cobrarían la pieza del verano, la más grande de todos los allí presentes; silentes, pacientes y esperanzados.

Los pilares del puente con el tajamar redondeado, soportadores de los 28 arcos originarios, casi todos cubiertos y sobrepasados por el agua.

Olía al salitre mojando la caliente piedra de esa construcción y la hierba olorosa de las orillas, mezclándose con la fragancia de la higuera que recibe a los paseantes en la antesala de los primeros arenales o apartadero del puente, la playa de los “Vagos”, así llamada porque es la primera y los escasos de tiempo, mucha prisa, cansancio acumulado o simplemente galbana, se aposentan allí con sus toallas para conseguir el moreno playero o el descanso encubierto. Los primeros escalones a su entrada cubiertos ya por el agua, invitando a mojar los pies en esa marea de crecida ralentizada, acariciando las pantorrillas a medida que sube, con el frescor necesitado de los pies calzados y acalorados, el movimiento relajante contra ellos, viendo desparecer los dedos y tobillos, quizá deseando que la marea te recoja por entero, rodeando poco a poco tu ser, en abrazo casi amoroso, excitante, hasta que la marea llena finaliza y deja al descubierto de nuevo el cuerpo escalofriado deseoso de una prenda abrigada.

Hoy se había tragado la mar esta pequeña playa; hasta el mismo prado litoral llegó y parecía querer engullirse todas las demás; el paseo era un auténtico gozo oyendo el chapoteo contra las rocas, viendo desorientados invertebrados insectos, haciendo aventura arrastrados de los ríos y remansos, de las deltas ribereñas y fluviales.

Dejando atrás el guindo que dejó sus frutos rojos aunque pequeños en junio, los espinos cargados aún con los prunos oscuros y deshidratados, avellanos, chopos, setos, plátanos y otros arbustos, oyendo ya la música al aire libre de una discoteca móvil preparada al efecto. Algunos jóvenes estaban preparándose para el baño como mandan los cánones de la tradición “sorropotunera”, pero esta vez en bañador. Ha quedado atrás algunas tradiciones de antaño, cuando llegaban de la costa se tiraban al agua vestidos, empujándose unos a otros o defenestrados, entre los amarraderos y chicotes de los barcos atados en los muelles.

Antes y ahora, les vendrá bien mojarse también por afuera, para equilibrar la “mojadura” interior alcohólica.

En la entrada a los pinares, una fiesta infantil de la espuma, donde los infantes están en un disfrute total, llenos de esa espuma que parece dañarles con picor los ojos, reclaman una ráfaga de agua limpia para limpiarse y evitar esa comezón. Van saliendo cubiertos de su blanca capa, parecen hijos del hombre de las nieves, aplacados por el cansancio reclaman casi en un hilo de voz, “un helado, porfa mamá”, la madre reconviene al muchacho con “pero bueno, ya estuvo bien”. Cuando se es niño, todo parece poco para disfrutar o conocer.

Se cuenta en estos lugares que hace muchos años, una familia que había cocinado una hermosa, nutriente y colorista paella, la dejaron en el suelo reposar, conforme a lo estipulado para la degustación del arroz en su punto. Uno de los hijos de unos 4 años, habló de su necesidad de orinar, le dijeron el lugar adecuado. Por lo que parece no llegaba a tiempo y ante la disyuntiva de hacérselo encima o, desobedecer desahogándose en el suelo del entorno, optó por orinar en aquella paella. Enfado monumental del grupo familiar y el susto consiguiente del chiquillo que creía a pies juntillas, haber hecho lo correcto; abocó al poco en risas. Es posible que desde ese día, los reposos paelleros se efectúen en lugares más altos.

A esta hora, algunos de los participantes se retiran, otros parecen dispuestos a cenar allí, se sabe permanecieron hasta las 11 de la noche al menos, escalofriados por la rosada y la baja temperatura nocturna de este mes, a pesar de meneo físico y el algo de aguardiente, reclamaron “cafeses” o infusiones calientes.

Ahora la música alegre y bailable, anima a los presentes a moverse y reír; otros se encuentran postrados a pesar del ruido ambiente, dormitan sentados al lado de las viandas sobrantes, en el sombreado y extenso pinar playero.

Cierto es que apetece tumbarse mirando ese plácido subir del agua, dejarse caer adormilado sobre cualquier tela, con el sudoeste rozando el cuerpo cálidamente, el sol dando inquieto por el movimiento de las ramas en los entreabiertos ojos, oliendo ese entorno piñonero a resina, salitre y el aire purificado, siempre y cuando no te cuadre la dirección del viento que trae olores a lumbres y comidas.

Al regreso, se puede comprobar, a lo largo del relleno convertido en palmeral, la cercanía del agua rebosante, asomando diversas plantas que soportan perfectamente el agua salada, los “calocones”– algas litorales, esta especie es débil y no soportaría otro lugar para sobrevivir-, descansan en bajamar en las orillas, ahora bajo ella flotando desde sus nacimientos y acunándose en cámara lenta; a la vista y más cercanos de lo habitual, mubles descarados y grandísimos, chupando de la superficie del agua pequeños líquenes y restos marinos, -plancton-, posos de tierra, cualquier cosa orgánica desechable y que se pueda romper para su absorción por la boca.

Al estirar sus labios en esa acción, recuerdan los enfados o mañas de los niños pequeños, eso que llamamos ponerse de morros, emiten también sonido al absorber, similar a los sorbos de los rumiantes bebiendo para saciar su sed. Son graciosos y útiles, retiran muchos desechos poco agradables a flote en las rías.

Los barcos en los muelles casi se elevan por encima, una presencia impresionante, su tamaño parece haberse multiplicado, verlos con las panzas arriba demostrando así su poderío y tamaño real. -Se ve la mancha del agua al paso de la mar en el muelle pequeño, el aroma sigue patente-. El ensueño de Ulises se pega a los cuerpos, es un momento casi de aventura desde la seguridad de la tierra firme, quizá aparezcan las sirenas díscolas de esa epopeya de Homero, en aquel viaje fantástico lleno de aventuras, desventuras y pasiones de todo tipo; así hace sentirse esta mar apoderándose majestuosa de la costa, atravesando límites, cercando tierras, acercando embarcaciones, animales acuáticos o la posibilidad de algunas de aquellas escamosas mujeres con cola de pez, las nereidas con hermosa y atrayente voz de ese poema épico.

Hay por todos lados aparcamientos libres por doquier, los coches andan perdidos por playas y pinares; este paseo comenzado y después de mirar apoyados en la barandilla lisa del muelle, dejándose llevar por el lento movimiento de los pantalanes, llama a alejarse de la población en el camino trazado por una acera, lleva hasta el camposanto y los servicios de una gasolinera. La ría de Pombo está plena de agua, casi alcanzando el paseo cercando ese entorno de la Ronda.

Desde esta posición, devuelve una frondosidad que carece al pasearlo en el interior, verdores, frescor, las piedras limítrofes apenas al aire casi anegadas, largas ramificaciones o hierbas flotan en ella, la peña Marina se dibuja con los penúltimos rayos de sol, de una manera más evidente en su relieve rocoso, hace del entorno con el perfil de la romántica iglesia, una bucólica sensación de paz y contraste en vitalidad.

Añadiendo parte de vida rural con el rumiar lento y sonoro, de las vacas apostadas a la sombra, robando unas pocas de hojas de una plantación de alubias que aparecen esporádicamente entre los cerrados de los cultivos, acompañadas de otros productos de huerta fértil, a pesar de pacer en un prado de abundantísima y alta hierba; son lambionas y glotonas estas reses.

El verde cañaveral de las orillas, tiene una viveza extrema con esa luz, igualmente las hiedras que llaman aquí “uvas de perro”, rojas brillantes y tóxicas, los olmos o chopos, laureles, jardines con plantas exóticas, frutales a rebosar de brillantes frutos otoñales, el aire templado y el sol, decayendo tras los lejanos y grises Urrieles, con el agua como reflejo de todo ello, deja un auténtico paisaje ensoñador. Es normal la abundancia de escritores en la zona, nadie se puede sustraer a estas imágenes.

Finaliza este tramo con una pasarela al aire, consigue así más anchura en la calzada que lleva al recién iluminado cementerio, indicativo de un fallecimiento acabado de llegar, aparecen familiares con ese gesto indefinible en las caras, pálidos y compungidos, tensos y hasta rabiosos por el abandono de la vida de esos pariente queridos; devuelven a la realidad de aniversarios por estas fechas festivas, pues estos hechos luctuosos no guardan fiestas, ni avisan, ni reparan en el daño que producen, es un final indeseado y agobiante, con la curiosidad de que la muerte no existe, se va simplemente la vida. A veces de tanto querer olvidar esos hechos, vuelven amenazantes y fuertes, machacan el alma, estrujan…

La vista de unos pony y corderillos, devuelven la ternura que se escapaba del alma. Al comienzo del retorno, se advierten las gaviotas reposadas a flote en las sombras de color azul oscurísimo, simulan estrellas brillantes en los cielos por su reverberación en el agua, quietas, silenciosas en remansos cercanos a las antiguas compuertas, otra gran mayoría estarán reposando en la isla de Santiuste o en Pesués, a la espera del regreso de los barcos pesqueros con restos de pescado, pero hoy los barcos descansan en el puerto de San Vicente.

Sería bueno acabar el paseo y cenar, en cualquier establecimiento hostelero decidido a permanecer abierto, para luego observar a los romeros en su lento regreso al baile, donde culminarán estos tres días de fiesta. En ese momento el pueblo renace, entre las notas estridentes de esa música nocturna.

Los festejos dejaron un pueblo fantasma, lleno de mareas vivas.


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera
9 de septiembre de 2010

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