lunes, 27 de septiembre de 2010

EL ABRAZO DE LOS ÁRBOLES

La llegada a casa esta vez fue con ganas, después de los aproximadas 14 Km. de marcha, (añadidos a la visita al nuevo puente y parque), en este recorrido tardamos cuatro horas pasadas, por supuesto caminando despacio para disfrutar de cada paraje, en esta “Senda fluvial del río Nansa” desde Muñorrodero a Camijanes.

Creo que nunca había tenido uno de esos decaimientos, descritos como “pájaras” por los ciclistas, sensación de flotar, abombamiento de cabeza, hormigueo, pero todo se solucionó al sentarme al volante, quizá debido a tantos momentos de satisfacción por esos lugares de un “paseo perfecto”, pues la posibilidad de un entorno natural y silvestre, con muchísimos años perviviendo en la rivera del río Nansa, deja el alma de un averdado ecológico, de tanto como se disfruta el fácil trayecto, a pesar de la extensión.

Facilita a muchas personas e incluso niños, el paseo boscoso y el constante sonido del agua; hay bifurcaciones en la zona baja o más al interior, con distintas visiones del recorrido y entorno, en el viaje de ida y retorno.

El paraje es bosque natural, a pesar de que el hombre lo ha manipulado para superar algunas dificultades; a lo largo del recorrido se ve de todo, desde los puestos de los pescadores y sus refugios, los colgantes transportes de hierro y alguna barca, sujetos igualmente a guías de cables o cuerdas, que facilitan el paso al otro lado para disfrutar de la pesca o de la cinegética; también hemos vislumbrado pequeños tacos de madera, que sobresalen de su entierro en 10 cms., con un número y ralla enrojecida, que sirven de indicativo o reserva para esos deportistas.

Verdad es que estas dos actividades han de completarse con la fuerza y estabilidad de montañeros, quizá casi equilibristas. Es manifiesta esta sensación, pensando en quien se dedicó a hacer en esos riscos algunos escalones y rampas, en que fueran obreros especializados o los mismos deportistas.

Pero hasta llegar a la parte en cuestión, cargados con cañas o en su caso de escopetas, entre lisas y erguidas rocas, en amaneceres o anochecidas, tiene su miga. Los refugios que se reparten por la zona, hablan de reposos y recogimientos de inclemencias o simplemente para los descansos nocturnos. En las aguas se veían de vez en cuando, truchas considerables o mubles, insectos manteniéndose a flote sobre esas patas minúsculas, moviéndose con rapidez y pequeños saltos que producen en el agua, ondas del tamaño de una gota de lluvia; son los zapateros o patines, libélulas, caballos del diablo o los mosquitos primaverales, alimento de algunos peces o bombarderos efectivos al atravesar nuestra piel.

El río Nansa acompaña en nuestro paseo constantemente, discurrimos a la contra de su bajada; muestra la cantidad de meandros y giros de su caudal. Están a la vista los desperfectos de pasadas riadas, arbustos como la retama, árboles o restos de ellos, permanecen descansados en el canal; pueden ser la muestra de un romántico panorama pero hacen temer a una de las guías, conocedora de estos arrebatos de corrientes alocadas por lluvias o deshielos, que se puedan formar con ellos diversos tapones en la bajada y descolocar toda la ribera, arboleda, puentes, población animal y humana incluida, prevendría catástrofes como la vivida este y casi todos los años.

Comenta de una ocasión en que su madre lavaba en las orillas del río, práctica habitual hace ya muchas décadas, de pronto oyó un ruido sordo aumentando con rapidez, llegaba una riada y tuvo el tiempo justo de retirarse. Al parecer unos kilómetros más arriba, el cielo descargó lluvia abundante y al bajar hacía la vertiente del río, acumulándose desde laderas y afluentes, se desmandó proporcionando una riada colosal.

La floresta en mil especies desarrollándose en esa ribera, plantas, hierbas, árboles, arbustos; los animales esperan en silencio la finalización de las visitas para salir, tan solo es necesario esperar quietos y callados, entonces se dejan ver y oír; algunas arañas ralladas en colores vistosos, con extensas, fuertes y perfectas trampas espirales, -por cierto, saben mal-, hay en general pocos insectos por la zona, los pájaros nos obsequian con sus trinos en la lejanía.

Seguimos paso a paso, entre tierra prensada en escalones amparados por troncos, puentes, escaleras y pasajes todo en madera de pino, hasta tal punto detallados que para pasar las cercas de las lindes de los cerrados, construyeron una flanqueando por encima manteniendo ese límite. Están también sujetas por listones fuertes a paredes de roca lisa, casi inadvertidos no contaminando la vista del entorno. En esos tramos de pasarela más estrecha o camino sobre salientes, hay cuerdas para dar seguridad a los senderistas de menos edad o con alguna dificultad física. Siguen reposando estas pasarelas del mismo modo que en tiempos de los romanos, en salientes vigas afirmadas, reposan sobre ellas las pasarelas, obteniendo así el contrapeso y asegurando la estabilidad.

Solventan el paso sobre pequeños arroyos o canales, evitando posibles bajadas de la hipotética abundancia del agua de lluvia, otros permiten el paso en el suelo con piedras planas y altas como camino, dejando pasar al otro lado, ahora con las pocas precipitaciones, secos, algunos pozos son salvados gracias a estos caminos empedrados. Hay trayectos de arena oscurecida y gruesa, arrastrada por las inundaciones y avenidas. Vemos raíces extensas de los árboles en busca de tierra donde agarrarse, quizá previniendo más riadas afianzándose, mostrándose al aire protegidas por sus cortezas lisas y delicadas, brillan sinuosas apareciendo al primer golpe de vista, como grandes ofidios de lugares meridionales al sol, calentándose en reposo.

Se pueden efectuar en algunos tramos, itinerarios diferentes, uno al lado mismo del Nansa y el otro, recorrido a la vuelta más interior. Este deja entrever lo mejor de su frondosidad y silencio, pues hasta el rumor de la corriente fluvial desaparece. Hay algunas mieses, casas, viveros de vegetales, frutales, campos, pequeños huertos humanos a esta virginidad del bosque ribereño.

Aparecen plantas no recordadas, igualmente vistas a orillas de los caminos, son milenramas o coronitas gigantescas, de tallos fuertes y yemas en forma de garra ciclópea, de ahí van saliendo las flores, blancas o violetas. Según apunta nuestra guía, serían semillas llegadas entre el pienso seco, importado como alimento para el ganado de la parte castellana; el mismo caso de las amapolas, aparecían en algunas temporadas muy abundantes u otras especies, ajenas a la zona.

Encontramos una especie de parra gigantesca, intentando enrollarse en la estacada de tela metálica, multiplicaba por diez a la autóctona, daba la impresión de encontrarnos ante el cuento del haba mágica o futuros racimos de uvas, de Gulliver en el país de los gigantes. Tenía su guía enriscada buscando apoyo, poseía hojas y tallos gruesos.

Salió a colación los juegos infantiles con plantas simulando comidas, pescados, filetes, panes o sopas con esporas, imaginación en las vidas donde el juguete era menos abundante. Arcos confeccionados de varas de avellano, tensados con aquel cordel de cáñamo o esparto, cazar grillos, subir a los árboles como vigías piratas y miles de juegos donde el esfuerzo físico tenía mucho que ver.

En otros casos nos proporcionaban un oficio pagado por los padres, además convertido en un juego de “a ver quien gana”, ensartar con un pelado, liso y afilado palo, los “lumiagos”; estos se comían las plantones recién brotados, lechugas o repollos, (estos me importaban menos, les perdoné muchas veces la vida en aquella zona de las grandes huertas), después se dejaban llenos de ellos pinchados en la tierra, casi como aviso y forma de que murieran, pues son babosas resistentes. Ahora siento que he sido un poco inquisidora castigando aquellos pobres bichos, estaban mucho antes de que cultiváramos aquellas tierras. Además se recogían los caracoles, para venderlos y confeccionar sabrosos platos una vez cocinados.

De pronto pasó a toda velocidad un animalillo, tan rápido que no pude distinguir su especie; en el camino empedrado se amontonaban algunas toperas recientes, son los topos, mineros especializados. Había diversos rótulos anunciando las lindes de los diferentes pueblos, Muñorrodero, Camijanes, pero el más sorprendente es el que se yergue clavado sobre el tronco de un árbol, anuncia la demarcación del concejo de Luey y el ampuloso nombre de “CASTAÑO AUTOCTONO”, sin embargo está colgado en un fuerte y gran roble, un despiste que nos alegró el rato y por supuesto, quedó la foto para el recuerdo.

Vimos el abrazo de dos árboles, un plátano enorme arrastrado por la avenida del río, quedó medio tumbado sobre el tronco de un roble, estaban abrazados, sujetos, entrelazados, el del interior aportaba la fuerza estable necesitada por el débil, así permanecía refugiado en tierra, a pesar de tener las raíces al aire, daba la sensación de estar socorrido y seguro. Toda la vida intentando definir un abrazo y estos árboles demuestran por si solos como es. Sorprende una retama convertida ya en árbol, es fácil que tenga los 25 años cumplidos.

Llegamos a una escalera de muchos peldaños, inclinada, -a la vuelta costó algo subirla debido al cansancio-, al poco se descubre la boca de una gruta con algunas colada en la entrada; nuestra guía me invitó a trepar y entrar a ella, decliné para retener mis fuerzas. Ella con gran habilidad, subió por las piedras irregulares y en casos, estrechas aberturas, indagó el interior, notó fuerte corriente y friura. Algunos murcielaguillos asustados revolotearon por la entrada, al volver su figura envuelta en una ligera camisa blanca, parecía la campanilla en aquella garganta gigante, el fondo oscuro en esa imaginada y extremada boca, conformando la entrada a la cueva.

Seguimos camino envidiando esa experiencia. Topamos con una especie de balconada a medio camino, aloja un banco reparador, lo probamos y a fe que se estaba a gusto, oyendo el ruido del agua descendiendo por el río, sin adornos, produce tranquilidad.

Al cabo de poco apareció la subestación eléctrica, justo delante de una cascada preciosa, subiendo unos pocos de escalones reposamos, sentados en lo que se podría definir como casi un trono, pues el cuerpo demandaba descanso y eso me pareció. Tomamos un pequeño refrigerio, agua y determinamos retornar, la tarde comenzaba el ocaso. Los restos de nuestras frutas fueron literalmente devorados por unas cabras que parecían haberlas olido de lejos, subían por los riscos o cuestas tan divinamente, nos huían y nosotros nos preveníamos también, tenían los machos cerca y con retorcidos cuernos.

El camino de vuelta fue un poco más rápido, pero con las mismas ganas de investigar, supimos por los guías que una parte del camino fue recorrido por una ministra, por tanto se nos antojó bautizarle con el nombre de “Tramo ministrable”. Recogimos del suelo unos melocotones, mientras los perros que guardaban la finca se alegraban de la compañía, su olor y sabor tiraba a ácido, ponían los vellos de punta.

Aromas de poleo, pino, menta, mezclados con la humedad y el fresco que dejaba la anochecida, superaba cualquier otra sensación, llegaba al fondo del cerebro, enviaba señales de naturaleza y salud.

Todavía estaban los escaladores de la roca lisa y vertical, terminaban de recoger sus arneses, las cuerdas, mosquetones, calzado y los cascos. Tenían sobre el banco un libro, fisgamos el título, es inevitable ese afán por ver si lo leímos ya.

La oscuridad molestaba a los que portaban gafas protectoras y a la vez graduadas, si las quitaban para ver mejor, veían peor y al contrario, un dilema; pero la que tropezaba era yo, luego esa dificultad habitual se convirtió en guasas; esta vez hubo “seis casi me caigo” y ninguna caída, se decía que eso equivalía a un “aterrizaje” entero; no llegamos a un acuerdo. El guía líder a la vuelta, se nos perdía entre las sombras, se difuminaban sus piernas entre los troncos, llevaban linternas además de la ayuda de estar muy bien señalizado; pero la noche es la noche, era mejor salir antes de oscurecer del todo, al mismo tiempo las frondosidad de las copas de los árboles, aumentaba lo sombrío, confundiendo el sentido de la vista aún más.

Se oían a lo lejos, la cohetería de las festividades de la zona, la más cercana “El Cristo" en Bielva.

De vez en cuando un claro, alguna vez estábamos en meandros muy enroscados, dejándonos la posición del sol en ocaso, al contrario de la marcha a la salida, era curioso; lo mejor era seguir la corriente, el agua decidía como guiarnos sin pérdida. Salimos ya de noche al relleno donde dejamos el automóvil. Aún nos pareció poco y ante una luna en su fase creciente, brillando rodeada por un halo de neblina, decidimos extender la excursión por el nuevo parque y puente. Se adivinaban más que verse, los campos deportivos, aparcamientos, arboledas, a lo lejos las difusas luces de la población de Muñorrodero.

Llegamos a un precioso puente sobre el cauce de un río ¡sin agua!, está construido en previsión de riadas, irá derivando la fuerza de la corriente a ese cauce o afluente artificial, hoy seco, posee incluso las piedras en su lecho; es peculiar esta situación previsora. Seguimos caminando y dejando atrás bancos a diferentes distancias, pensamos que quizá dependerá de la cantidad de colesterol en sangre que debamos eliminar, podría ser la ruta para mejorar ese padecimiento, el primero para la cantidad de 2.20 mg/dL, el siguiente para 2,50 mg/dl y así sucesivamente. Todos con una sonrisa y de acuerdo en ese tema.

Y ahí fue donde me rendí.

El mejor día del verano, el recorrido más intenso, natural y sencillo. Una espléndida tarde adornada con la belleza sin par del Nansa y su bosque, las rocas, los colores en los pozos más profundos del río, algunos reflejando el cielo y otros combinados de musgos o tonos de diferentes minerales que descansan en el fondo, la relajación y como hoy, el encuentro de gentes conocidas recorriendo su paz interior por esta floresta magnifica.

Un paraíso en este mundo incontrolado de hoy.


Ángeles Sánchez Barquera ©
San Vte. de Barquera- Val de San Vicente
12 de septiembre de 2010

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