miércoles, 25 de agosto de 2010

Y DEJÉ DE FUMAR...


Mucho no; muchísimo fumaba yo. Empezar, empecé tarde. Solo de crío intenté un par de veces probar el tabaco encendiendo alguna colilla que mi padre dejaba sobre el cenicero, y hasta arcadas me daban. ¡Pero cómo puede gustarle a nadie chupar semejante cosa! Y me fui tabacalmente virgen a la mili. Me fui voluntario a Marruecos, porque de salir de casa, cuanto más lejos, mejor, que lo cercano más fácil sería el conocerlo en futuras ocasiones.

Tauima me recibió con los brazos abiertos, y tras el período de instrucción militar en aquella base aérea, enseguida encontré destino agradable en el departamento de Meteorología. No fue difícil aprender los nombres de los distintos tipos de nubes, ni diferenciar la niebla de la calima, y fue como un juego de niños trazar los mapas isobáricos que entregábamos a los radiotelegrafistas para que ellos informaban a los pilotos. El comandante Tapia meteorólogo de profesión fue un padre para los siete soldados que componíamos el equipo. El capitán Ferreras un poco cabroncete, y el teniente Naya un tío cojonudo que nos regalaba fotos de señoritas despendoladas para que adornáramos las puertas de nuestras taquillas. Había otro teniente, dos sargentos y un cabo reenganchado, que como nada influyeron en mí para bien ni para mal, ni siquiera sus nombres recuerdo.

De las indicaciones del anemocinemógrafo teníamos que tomar nota cada hora, por lo que era necesario que uno hiciera guardia durante toda la noche, y formamos un turno. Siendo nosotros siete está claro que una noche a la semana me tocaba pasarla en vela. Leía cuanto caía en mis manos, salía a mear dos o tres veces cerca de los hangares para al tiempo escuchar los ladridos de los perros allá en las cábilas de los moros, y respiraba satisfecho cuando en los amaneceres escuchaba el canto del almuecin llamando a oración, y que a mi me indicaba la llegada del relevo. ¡Pero qué noches tan largas…!

-Fúmate algún cigarrillo, hombre, que al menos te distraes un rato. –Y con el consejo me dieron también un par de Toledos. (Una marca manufacturada en Melilla.)

Fueron los dos primeros cigarrillos de un vicio que fue "in crescendo" de tal modo que un día que le dije a Enrique, “déjame por ahí tres o cuatro cirrillos, que esta noche tengo servicio”, me respondió: “pues a ver si lo compras, que además de tener servicio, lo que también tienes es vicio.” Y al día siguiente empecé a comprar tabaco.

A partir de ahí fui un fumador empedernido. Cuando me licencié, aquí en la península, no había más cigarrillos hechos que los “ideales”, envueltos en papel amarillo. (“Papel de trigo”, decía en la cajetillas, como invitándonos a comerlo.) El resto era picadura empaquetada y “Diana” y “Caldo” sin liar. Los “ideales” eran pura leña. Pienso que en lugar de con la hoja, los hacían con el tronco de la planta triturado. Pero como yo no había aprendido a liar cigarrillos fumé tanto de aquella mierda que terminé considerándola exquisita. Después aparecieron los “Celtas” cortos y largos y algunas otras marcas hasta llegar a los “Ducados” que se consolidaron como el tabaco negro por excelencia en España. ¡Madre mía, cuanto humo tragué!

Llegué a fumar tres paquetes de Ducados al día, porque mi profesión dio pié para ello. Como inspector de radio lechero que fui, siempre tuve que madrugar por lo que generalmente a las seis de la mañana ya estaba yo todos los días con el cigarro en la boca. Luego en las cuadras de los ganaderos con el palique, y el toma, fuma, de unos y otros… Al cabo de unos años tenía en el pecho un “coscojo” de mucho cuidado.

Muchas veces intenté dejar de fumar, pero no había manera. Una vez aguanté hasta tres días, y… ¡que coño! ¿Cómo después de aquella comida de compañeros no iba yo a encender un pitillo? Pues le encendí, y “volví con la burra al prau”. Así, para qué contarte... ¡Cantidad de veces! Un día se me encendió una bombilla en el cerebro y vi con mucha más claridad la forma de fumar menos: cambiar los cirrillos por puros, y sólo fumarme uno tras la comida. Los tan populares “farias” no lograron satisfacerme, pero me habitué a los “Álvaros” que tenían forma de torpedo. ¿Resultado? Que fumé las dos cosas: puros y cigarrillos. Y encima, pareció como si el torpedo me hubiera estallado en el pecho porque el “coscojo” se acentuó de forma alarmante.

Siempre estaba acatarrado. Cuando mi mujer me decía: “esa tos del tabaco…” Yo no la dejaba terminar; me llevaba la mano al pecho, y respondía: “No es el tabaco, es que tengo catarro”. Un día me propuse muy seriamente no fumar más de un cigarrillo a la hora, y de repente me convertí en esclavo del reloj. Nunca conocí minutos más lentos que aquellos, y al cabo de poco tiempo me aseguré a mi mismo que el supeditar el vicio al reloj no había sido una idea brillante. Decidí masticar chicles en vez fumar, y ahí me tienes a mi como la duquesa de Alba que no se sabe si es que muerde o es que chupa, pero no dejé el tabaco.

El tabaco rubio nunca me gustó. Pues mira tú que bien. A partir de hoy fumaré tabaco rubio, que como no me gusta, fumaré mucho menos. Y empecé con “Babel” que como no era muy bueno tampoco era caro. Pero después que si Luky, que si Camel, que terminó gustándome lo rubio y además lo caro y acabé cambiando la cincha por la albarda. Seguí fumando como de costumbre, pero costándome bastante más dinero. Entonces recapacité y volví a ser amigo entrañable de los Ducados de paquete azul.

Cuando me pasó aquello de que “casi me muero” con aquél soponcio que dio, la cosa se puso seria. Había que dejar de fumar, y… lo dejé. Bueno, lo dejé delante de mi mujer por aquello de la paz en casa. Pero a escondidas… De todas formas, como en casa y en su presencia no fumaba, ¡ya era fumar mucho menos!

Fue cuatro días antes de jubilarme. Fui al psicotécnico en Santander para renovar el carnet de conducir, y cuando supo que fumaba me dijo: “Ahora que te jubilas tienes buena ocasión para dejarlo” -Y porqué ahora…?-Le pregunté. - Porque van a cambiar muchas cosas en tu vida. Mira a ver si una de ellas es el tabaco.

¡Y lo fué!. Dejé el vicio con el médico que me dio el consejo. Conservé durante tres meses el paquete de cigarrillos empezado en el bolsillo, pero desde que salí de aquella consulta hasta hoy no he vuelto a fumar un pitillo. ¿Por qué fue tan simple la cosa, si había intentado dejarlo cantidad de veces, sin conseguir aguantar más de tres días sin fumar? ¡Pues lo conseguí! Creo que fue un acierto empezar valorando los días que llevaba sin fumar, esto es, las batallas que día a día le iba ganando al vicio, hasta que un día me dije: “Pero si fue facilísimo dejar el tabaco”… Y te juro que fue la cosa más fácil del mundo.

Jesús González González ©
24 Agosto 2010

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