miércoles, 4 de agosto de 2010

PANZADA DE AGUA Y VIAJAR EN EL ESPACIO

Este ha sido un viaje madrugador, en busca del encuentro de casi todos, casi porque una de mis hijas había de trabajar ineludiblemente. Total que viajábamos en el espacio ya sea en automóviles, en tren o avión, toda la familia. Porque en el espacio estamos o le recorremos constantemente, en esta ocasión es desplazamiento, con la ventaja de ser innecesaria escafandra y todos los aditamentos que conllevaría salir al exterior espacial.

Salimos aún lloviendo en dirección al aeropuerto. El pronóstico del tiempo decía que habría nubes y claros, quizá alguna lluvia débil; pero la realidad era otra, el aguacero realmente caía mansa o “débil” pero sin cesar, así hasta mediodía. Total una “panzada de agua” que duró aproximadamente 18 horas.

El camino a pesar de las más de dos horas, se hizo sin fatiga; lo más penoso fue pasar por el famoso tramo de la “y griega” de la autopista asturiana, consigue esta forma por la unión de tres localidades importantes sin peaje, debe de ser la única de España con esa condición. Pues bien, su piso es de cemento y para conservar la seguridad en el firme, tiene unas estrías transversales, estas ayudan además a canalizar el agua u otros inconvenientes fuera de la calzada.

Al paso, las ruedas, hacen un ruido infernal además del acompañamiento del limpiaparabrisas; creí que tendría que sacar mi cabeza en una bolsita, ¡Dios que pesadez! y casi mw mareo, menos mal que son pocos los kilómetros hasta Avilés. Es posible que un frenazo brusco, diera la forma de cuadrado por el desgaste del neumático. Sonreímos ante semejante y fantasiosa idea.

Al llegar al aeropuerto el primer despiste del viaje fue al intentar entrar en los aseos; medio mareada, me empeñé en pasar al de los señores. Salía entonces un caballero que me miró sorprendido, yo pensé en que él era el confundido, pero al oír a otro que esperaba partido de la risa en la entrada, opté por salir rápidamente con mil disculpas en la boca, pasando al que me correspondía. Terminé el refrescante mojado de la cara, pasando a dar unas vueltas hasta la llegada del avión, que traía en su tripa a mi hija, volando en el espacioso aire.

Estaba en uno de los extremos una menina esculpida en bronce, con maneras de abstracta. Se distinguía mejor un poco más lejos, pues cercana y rodeándola pierde la perspectiva del personaje; total dar vueltas a esa estatua ya no me producía el mareo despejado antes, era su autor el asturiano O. Pelayo.

Había una pequeña tarima cercada por unas cuerdas ornamentales de limitación, donde se encontraría “Pinín”, a la sazón sobrino de “Piñón” y “Telva”. Dibujo de aventuras en historietas infantiles, lo mismo flotaba sobre el agua, que volaba en un zueco -pues no tenía tarugos-, con un rotor simulando ser helicóptero, editado en viñetas de periódicos y revistas, rondando los años 40. Incluso aparecieron cromos coleccionable en las tabletas de chocolate o películas.

Este era un aeropuerto como todos, lineal y estirado, con comercios y dos cafeterías. Llevábamos ya memorizado nuestro número de aparcamiento, modo de evitar nuestros despistes y distracciones. Las cristaleras a las llegadas estaban tintadas y eso impedía ver con antelación a nuestra querida viajera. Pocos pasajeros que partían y menos que llegaban; el tránsito nacional e internacional ha bajado, parecía temporada invernal.

Por fin llegó, con aspecto cansado del madrugón a la francesa, contenta y con necesidad de tomar algo fresco. Abrazos grandes, ganas ya envueltas en esos cariños, separados, y adeudados en las distancias. Salimos dirección a la ciudad para hacer la espera corta, ante la salida del trabajo de la hermana.

Llegamos, visitamos para hacer tiempo la basílica del Corazón de Jesús, llamada “La Iglesiona”. Una construcción modernista del año 1922, coronada por una inmensa imagen del mismo de 32 toneladas de peso y 7,75 metros, a 50 de altura, -le llaman el Santón en la ciudad-; grandioso interior de una sola nave, con redondas e inmensas vidrieras coloristas con escenas preciosistas de pasajes bíblicos, igualmente sus pinturas entre las bóvedas, son de admirar. Su exterior impresionante, aparece con influencias “gaudianas”, rejería, columnas neoclásicas a la entrada subidas en alto o balcones deforma de prisma; uno de los dos arquitectos fue discípulo de Gaudí.

Caminamos por el paseo que circunda la extensa playa de San Lorenzo, menguada al subir la marea a la mitad, pero con la ventaja de ser urbana.

Como tendríamos espera hasta la salida del trabajo de nuestra hija, decidimos relajarnos tomando un tentempié. Entramos en un local llamado “La Sacristía”, quizá influidos por la visita anterior al templo. Un local en madera, un poco oscuro; se oían músicas de los años 60-70-80, me sorprendió el tarareo de mi hija conociéndolas; aclaró que de niña escuchaba la programación de melodías antiguas. Imaginé que tendrían buen vino de misa por su nombre. Recordé una definición de mi abuela respecto a los bares o “chigres”, las denominaba “iglesias” por la devoción con que algunos señores de antaño, acudían a ellas, aunque también las llamaba “farmacias o bebederos”, por la misma opción casi obligada de estas citas sociales y de ocio.

Pedimos pulpo a la gallega, una de las bebidas fue agua y la sorpresa fue mayúscula al ver nuestra agua cántabra, extraño pues los astures son defensores a ultranza de sus productos regionales. El pulpo pudo ser ese famoso octopus alemán, Paul, una vez terminado su trabajo en el mundial futbolero como adivino, estaba dispuesto sobre una tabla cortado y preparado con sal gorda, aceite, pimentón dulce y picante, para alimento de aficionados o indiferentes a ese deporte. Este cefalópodo se alimenta con lo mejor del mar, entre otros de marisco, una carne especialmente sabrosa y valorada.

Nos dispusimos a llegar hasta el lugar de la cita y comer juntos.

Salimos con tiempo pues estaba a unos pocos kilómetros, aunque nos advirtió que tardaríamos un poco más si nos perdíamos… como siempre. Sonrío.

Emprendimos la marcha llenos de esperanza por la facilidad del trayecto, indicaciones y tiempo. ¡Pues nada!, como siempre nos extraviamos; lo que debiera durar 20 minutos, se convirtió en un viaje de auténtico laberinto de casi 3 horas. Al principio lo tomamos como turismo rodado, aseguro el buen humor reinante a pesar de ello, pero a eso de caer los 170 minutos, con el calor de golpe en la autopista, las vueltas y el apetito, empezaba a oler a chamusquina fuera y dentro, teníamos cierto enfado con nosotros mismos.

Nos encontramos al fin dejando esta historia de lado. Las hermanas comenzaron a hablar de sus cosas y nosotros a emplear el silencio como espera, aderezado con miradas y sonrisas comprensivas.

Quizá en algún momento tuvieran tiempo de dirigirnos la palabra. La comida fue perfecta, barata, abundante, bien cocinada y el comedor amplio y fresco. Conversaciones entre plato y plato, risas y caricias, una forma de tener el contacto total. Acabamos satisfechos en todos los aspectos, regresamos al domicilio asturiano de mi hija. Reposamos un rato para seguir viaje hasta San Vicente.

El calor de la vuelta se solventó con las ventanillas abiertas y a la sombra de las cortinillas parasoles, llegamos con forma de cuatro, pero contentos; subimos las maletas y acompañamos un momento en pequeño paseo con nuestra hija. Retomar el frescor de nuestro lugar frente al mar, recordar y ver los cambios urbanos, saludar de pasada algunas personas conocidas, abrazos a nuestros parientes que se alegraban de su regreso, respirar profundo y regresar al domicilio para una ducha reparadora, acto seguido el descanso y sueño que ya necesitábamos.

Una especial emoción de paz, con esa seguridad de tener a la familia protegida, cercana, una forma de unir en una distancia con lazos en directo, esa felicidad que no se repite en ninguna otra sensación o relación.


Ángeles Sánchez Gandarillas ©
San Vte. de la Barquera-Gijón
3 de agosto de 2010

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