jueves, 5 de agosto de 2010

EL NIDO DE JILGUEROS

No fue este año, pero cada primavera lo recuerdo. Allí, donde estuvo el naranjo, crece ahora un aguacatero que por la gracia de Dios, y porque tuve el capricho de cargar con él desde Tenerife, es la admiración de cuantos amantes de los árboles le contemplan. Aún conserva cuatro hermosos aguacates frutos del año pasado que no le he querido quitar, pero no es esa la maravilla. Lo hermoso de su generosidad es la cantidad ingente de nuevos frutos de la presente cosecha. Aún son pequeños como nueces, pero cuelgan en racimos tan prometedores, que temo por la integridad de sus cañas sin tardar mucho tiempo. Pero no era mi intención hablar de aguacates, por más deliciosa que para mí sea esta fruta, si no del naranjo que se secó.

Como mínimo hace veinte años que le compré en Mazcuerras, y le planté en medio de la huerta bajo el cable negro y feo que ignoro en que fecha tuvo Telefónica el mal gusto de cruzar sobre estos campos de Foncalada camino de Boria. Me revienta el coño cable porque estropea el incomparable panorama que tengo desde mi casa, y una puta raya negra parte en dos cuantas fotografías desde aquí se hagan. Perdona lector los tacos que yo odio tanto como tu, pero resultan a veces tan gráficos y contundentes, que se estampan sobre el papel en que se escribe, sin pretenderlo siquiera el autor.

Y como no hay nada malo que no tenga su lado bueno, el cable ha servido para que en él descansen las aves del cielo, y yo lo vea desde mi ventana. Pisonderas, petirrojos y verderones son los más comunes. En las mañanas primaverales miruellos y hasta algún atrevido malvís madrugaron a entonar desde el cable trinos de amor. Palomas y tórtolas se atrevieron a hinchar sus pechos ante cuervos tan feos y negros como el propio cable, y de tiempo en tiempo un milano gris y cobre que tiene por costumbre balancearse sobre las aguas de la marisma de Rubín, descansa de sus vaivenes en este trapecio de pájaros.

Pero las visitantes más asiduas fueron siempre un par de urracas que se posaban justamente en el cenit del naranjo. Como clavos, igual que dos funcionarios de ayuntamiento con sus “cafeses”, todas las mañanas a la misma hora estaban en el cable. Blancas y negras como monjas de clausura. Murmuradoras e inquietas como porteras de vecindad, al menos durante tres o cuatro años vieron crecer al naranjo, siempre desde el mismo lugar. Llegué a tener simpatía por estas urracas, y hasta se me ocurrió pensar que el sentir era recíproco porque permitían que me acercara en extremo a ellas antes de levantar el vuelo.

El naranjo también las miraba y estiraba sus brazos en forma de ramas para abrazarlas. Eran ramas vigorosas llenas de hojas brillantes y perfumadas de un intenso color verde oscuro, y una mañana de primavera, como si de nacaradas perlas se tratara, aparecieron los primeros capullos de azahar que al abrirse días más tarde las flores inundaron de aroma mi huerto.

Fue justamente entonces cuando descubrí las primeras briznas de pequeñas raíces retorcidas, amarradas con sabiduría de experto marino a las ramas más ocultas del naranjo. Y al instante, con vuelos de corto empuje y gorjeos anunciando su presencia, saltaron en las ramas de los árboles cercanos dos delicados jilgueros.

Yo sentado en el verde a unos metros de distancia, y las urracas quietas como estatuas en el cable, fuimos ambos mudos testigos del amor y el primor con que los jilgueros construyeron su nido. Pensé en lo que disfrutarían mis nietos con tal descubrimiento, pero también en lo peligroso que era para los jilgueros el intrusismo de dos niños pequeños, y decidí no hacerles partícipes de ello hasta que no estuvieran en el nido las crías que habían de nacer.

Creo que fueron las urracas quienes descubrieron antes que yo los cuatro pequeños huevos blancos con pintas rojizas, porque aquella mañana cuando bajé al huerto me sorprendió el graznar con acento de tiples borrachas que aquellas aves tenían. Cuando me acerqué al nido observé que me examinaron como auténticos inquisidores, y me dije que las urracas se habían convertido en defensoras de aquella familia de fringílidos. De nuevo pensé en mis nietos, pero la experiencia de mi niñez me advirtió que aún debía seguir guardando silencio. Yo recordaba perfectamente como, cuando éramos niños y frecuentábamos las visitas a los nidos conocidos, estos terminaban siendo aborrecidos por los pájaros, y decidí otra vez no decirles nada hasta que los pollos nacieran.

Vi los cuatro jilgueritos con sus inmensos picos abiertos antes de ser vistos por las urracas. Aquel sábado vendrían de Santander mis nietos y después de mirar de cerca los polluelos, los enseñaría a que a cierta distancia supieran contemplar a los padres dándoles de comer. Pensando en esto me fui a desayunar, mientras las urracas tomaban posesión de su lugar del cable. Volví a los diez minutos y el cable estaba vacío. De repente sentí una corazonada, y un mal presagio me hizo acercarme al nido con rapidez: también habían desaparecido los cuatro recién nacidos.

Aquel año se secó el naranjo. No digo que fuera a causa de la tristeza por el infanticidio que sobre él cometieron aquellas dos antropófagas urracas, aunque yo mucho me temo que si lo fuera. Nunca fueron aves de mi agrado las urracas, pero desde aquél día las odio a muerte. Por otro lado los jilgueros me siguen pareciendo los pájaros más bellos y elegantes que vuelan sobre nuestros campos, y sigo guardando luto en mi alma por aquellos cuatro infantes que no conocieron los primeros rayos de sol de un día de primavera.

Jesús González González ©
04/08/10

1 comentario:

Anónimo dijo...

Amalgama en tus letras, se siente el resplandor de un alma que cautiva, entretiene, y aunque no tiene musas, se entrega con todo a sus letras.

Un abrazo!


V